Pasé varias tardes pateando el asfalto sobre Five Points. Hablé con los arqueólogos que excavaban bajo Chinatown, convencí al dueño de un restaurante de Doyers Street para que me dejara visitar el sótano, dediqué horas a caminar con un plano y un lápiz en la mano. Esos merodeos no resultaron fáciles. Nueva York, la ciudad más potente de Estados Unidos y del mundo, no es siquiera capital de sí misma. La capital del Estado es Albany, una pequeña población del norte industrial donde se forjó el credo mormón, donde durante décadas se fabricaron los radiadores de los vehículos Ford, donde la frontera canadiense está a la vuelta de la esquina, donde nieva de forma salvaje y donde abundan los cogotes colorados del proletariado nacional: un
red neck
es un cateto; un
white trash
(basura blanca) es un cateto al que las estadísticas socioeconómicas colocan en el mismo nivel que los negros del
ghetto.
Parece higiénica la costumbre de otorgar la capitalidad estatal a ciudades de tercer orden (Florida, capital Talahassee; California, capital Sacramento; Luisiana, capital Baton Rouge) y probablemente tiene sus ventajas, pero acaba siendo una pesadez que la Comisión Arqueológica de Nueva York esté en Albany. La arqueóloga que había dirigido los trabajos en Five Points se desplazaba a Manhattan un día por semana, justo el día en que yo tenía trabajo hasta las tantas. No llegué a conocerla personalmente. Me facilitó, sin embargo, nombres y direcciones.
Lo cual resolvía una parte del problema. La otra parte consistía en presentarse en un restaurante chino, preguntar, por ejemplo, por el señor Ling Cheng (solía haber tres o cuatro personas llamadas con el mismo nombre en cada establecimiento) y, una vez localizado el susodicho, explicarle, en un inglés comprensible para ambos, que quería echar un vistazo a su sótano. Según mi experiencia, un restaurador chino está dispuesto a mostrarte cualquier cosa menos el sótano. Cuando al fin, tras mucho rogar y mucho esperar a que el personal preparara el almacén para la visita, uno baja la escalera y examina el sótano en cuestión, toma de forma automática dos decisiones firmes: una, renunciar a la comida china por una temporada; dos, renunciar a descubrir lo que el pelotón asiático residente en el subsuelo ha escondido antes de la visita del curioso.
Vi un muro del siglo
XVIII
y algunos restos ya clasificados por los arqueólogos: monedas, trozos de pipas de arcilla, botones, objetos de vidrio. Vi también montones de sustancia orgánica, supuestamente comestible, en subterráneos llenos de ratas; cientos de patos lacados; mozos de almacén chinos probablemente provistos de pasaportes emitidos 80 años atrás (nunca muere nadie en Chinatown: la documentación pasa a manos de otro, en una suerte de reencarnación civil), y mucha oscuridad. Poco más.
Buscando vestigios acabé encontrando mi barbería. Estaba a dos estaciones de metro de casa, en Chambers Street, muy cerca de City Hall Park y de la pequeña sede municipal, a la sombra de las Torres Gemelas. La regentaban judíos rusos y la frecuentaban agentes de policía. Me cortaba el pelo una mujer muy pálida que se llamaba Irina y apenas hablaba inglés. Se echaba en falta alguna charla sobre fútbol, una ciencia que en Nueva York sólo desarrollan los hispanos. Pero las conversaciones de los
cops,
los policías locales, garantizaban el entretenimiento; no porque contaran historias muy interesantes o chistes muy divertidos, sino por su casi infinita capacidad de cotilleo. Aquellos tipos gordos, con el oficio de ser más duros que nadie en una ciudad célebre por su dureza, se morían por saber si Britney Spears era virgen o si, como habían leído en Internet, Michael Jackson se lo montaba con su mono.
Mis hermanas siempre han dicho que soy raro. También lo dice Lola. Y lo dicen mis amigos, y las mujeres de mis amigos. En Nueva York me sentí como en casa porque todo el mundo me parecía raro, más raro que yo.
La luz neoyorquina resalta las aristas y los recovecos del carácter y traza perfiles singulares. Las peculiaridades de cada uno se hacen visibles y cualquier persona normalita, bien mirada, muestra un punto excéntrico. Quizá sea por el trajín, o por el relativo desarraigo, o por el desorden horario de una metrópoli que no duerme (eso es rigurosamente cierto), o porque la gente se libera de ciertos convencionalismos. No hablo de los turistas, que en todas partes se visten y comportan como alienígenas del planeta Disney. Hablo de los neoyorquinos, nativos, residentes o de paso.
Uno de mis primeros encargos como corresponsal, una entrevista, me llegó de Álex Martínez-Roig, un amigo a quien debo varios grandes favores que, en principio, no creo que pueda devolverle. Lo más probable es que siga siendo él quien tenga que echarme una mano de vez en cuando. Se trata de un señor de mi edad al que conocí cuando teníamos apenas veinte años y al que sólo recuerdo como jefe. Seguramente nació jefe, con un papel y un boli en la mano y reunido con alguien. Álex es otro de los que me consideran raro. A lo que íbamos: me telefoneó y me dijo que entrevistara a Oliver Sacks. Yo, en estos casos, pido instrucciones concretas: «¿Y quién es?», pregunté. Si no saben ustedes quién es Oliver Sacks, hagan lo que hice yo. Vayan a una librería, compren todos sus libros y léanlos. Dejen éste, con el que no aprenderán gran cosa, y empiecen, por ejemplo,
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. O Un antropólogo en Marte.
Pasé varios días y noches con libros y artículos de Sacks, inmerso en un mundo de cirujanos con espasmos turéticos, funcionarios encefalíticos, artistas amnésicos y todo tipo de enfermos cerebrales. Oliver Sacks es un gran neurólogo y un gran escritor. Leí que, además, tenía un excepcional ojo clínico. Un amigo suyo contaba que acompañarle en coche por Nueva York resultaba una experiencia muy entretenida, porque de vez en cuando señalaba a alguien aparentemente vulgar que caminaba por una acera y decía: «Mira, ése padece tal síndrome». El amigo sospechaba que esos diagnósticos instantáneos a distancia tenían más de farol que de ciencia y quiso hacer comprobaciones. En una ocasión detuvo el coche, se apeó y se acercó al ciudadano en cuestión, para preguntarle si sufría, por ejemplo, un síndrome lacunar sensorial. Y resultó que sí.
¿Han leído un cuento de Jorge Luis Borges llamado
Funes el memorioso
? El protagonista es un hombre con una memoria absoluta, total, al que los amigos rehúyen porque saben que cada frase que pronuncien, cada gesto, cada parpadeo, quedará grabado para siempre en el cerebro de Funes. Yo acudí a casa de Oliver Sacks, en Horatio Street (él también vivía en el Village), como si fuera a visitar a Funes. Temía que Sacks abriera la puerta, me echara un vistazo y llamara al servicio de urgencias neuropsiquiátricas. Pero no. Quien me abrió fue un hombre muy robusto, antiguo levantador de pesas, ligeramente tartamudo, tímido y de gestos titubeantes, con una sonrisa bondadosa en los ojos. Ese hombre, que perteneció a los Angeles del Infierno, que en 1965 estuvo a punto de morir por su adicción a las anfetaminas, que escaló montañas escandinavas y exploró las regiones vírgenes del Amazonas, que no pudo dedicarse a la investigación en laboratorio porque sus despistes causaban frecuentes catástrofes y que en aquel momento tenía ante mí, vestido con traje y sandalias, era Oliver Sacks.
Su oficina me gustó mucho. Un viejo escritorio de madera oscura, minerales raros, objetos no identificables, una máquina de escribir y cientos de libros antiguos. Me hizo sopesar un trozo de tungsteno, me habló de su sistema de comidas (su ayudante le preparaba cada semana un gran perol de arroz con pescado que él iba sirviéndose en raciones: no variaba jamás, con la excusa de que la mayor parte de la población mundial hace lo mismo), me habló de Sherlock Holmes («presentaba todos los síntomas del autista») y de su infancia desgraciada en Inglaterra, y me contó una historia ocurrida en el hospital donde trabajaba, el Beth Abraham del Bronx.
«Un antiguo director del hospital, de quien yo había aprendido mucho —empezó a relatar—, ingresó como paciente tres años después de jubilarse, aquejado de demencia senil. Un día se puso una bata blanca, entró en la que había sido su oficina y se puso a repasar expedientes. Sobre uno de ellos leyó su nombre. Le encontramos gritando, sacudido por convulsiones, absolutamente horrorizado. Al leer su nombre había descubierto, en un instante de lucidez, algo que no sabía: que estaba loco.»
Sacks sufría pesadillas de ese estilo. Pesadillas en las que le confundían con un paciente: «¿Cómo podría yo demostrar que estoy cuerdo? En mí verían a un hombre nervioso y tartamudo, convencido, el pobre, de ser el doctor Oliver Sacks». Al final me rogó que evitara en lo posible la palabra «locura». «Yo prefiero hablar de disfunciones neurológicas —dijo—. A veces tienen el mismo efecto positivo que puede tener el dolor: hacen a quien las sufre más lúcido, más consciente de sí mismo. Podría decirse que no difuminan la identidad, sino que la refuerzan, aunque, como el dolor, también pueden tener un efecto destructivo y anular a quien las padece.»
De aquel encuentro salió una entrevista de la que me sentí satisfecho, aunque el grabador no grabara y hubiera que echar mano de las notas. También a Álex debió de gustarle, porque me dedicó uno de los comentarios más elogiosos que le he escuchado: «Está bien, pero falta texto». Eso mismo suele decirme Anik, mi editora, culpable de que tengan este artefacto de papel en las manos: «Es corto, hacen falta más páginas». Hay otra pregunta que ambos me repiten: «¿Aún no has terminado?». Los dos me tratan mejor de lo que merezco, pero en ocasiones sospecho que disfrutan con un punto de crueldad cuando me encargan textos largos: a mí, que habría querido ser epigramista, o redactor de versitos para las galletas chinas, que me canso en el tercer párrafo y pierdo el hilo hacia la mitad del segundo folio. Algunos definen al que sospecha conspiraciones y persecuciones contra su persona con el término «paranoico». Yo, como Woody Allen, prefiero utilizar el término «perspicaz».
Todo el mundo está más o menos loco. George, sin ir más lejos, sufría una curiosa perturbación que le hacía incapaz de ver las cosas que vemos usted y yo y le permitía, en cambio, ver lo que para nosotros resulta invisible. Nosotros nos situamos en un lugar tan inocuo como el cruce de la Sexta, llamada de las Américas, con la zigzagueante Calle 4, y vemos cafés, tiendas de anabolizantes y de
souvenirs
, hamburgueserías, andamios y gente que va y viene. Lo normal en la zona baja de Manhattan. Él veía una tienda de armas ilegales, dos coches de la policía, un agente de paisano y un par de camellos. Lo curioso es que todo eso estaba, y supongo que sigue estando, en ese cruce. La armería clandestina se encontraba en un piso y sólo abría la puerta a personas conocidas por el dueño. Un revólver del 44, limado y «limpio», no identificable, costaba 200 dólares, lo mismo que uno nuevo y legal, con la ventaja de que no había que dar nombres ni mostrar documentos. En Nueva York, a diferencia de otros Estados del país, la venta de armas no es totalmente libre. Lo más barato que vendían era una pistola a 40 dólares. No creo que matara mucho.
Este tipo de establecimiento «reservado» es bastante frecuente en Manhattan. Un día descubrí, porque salía en la prensa, que en la 57 con la Séptima, justo al lado de la oficina, en un edificio de aspecto irreprochable y en una zona de tiendas caras y despachos nobles, había una especie de supermercado de sustancias tóxicas. Subías al piso en cuestión, te identificabas y podías comprar cualquier tipo de droga.
Rudolph Giuliani, en su campaña electoral para ganar la alcaldía de Nueva York, intentó demostrar que la ciudad era un infierno de drogadicción y, disfrazado con chaqueta de cuero y gafas oscuras y seguido por un grupito de periodistas, compró cinco dosis de cocaína en cinco esquinas distintas. Los titulares del día siguiente fueron tremendos: la «manzana podrida» y demás. Habrían sido distintos si los reporteros hubieran sabido, como se supo años después, que cuatro de las cinco papelinas adquiridas contenían talco, y que sólo con mucha generosidad se podía catalogar como cocaína lo que, mezclado con yeso y anfetamina, contenía la quinta. Volveremos más adelante al singular Giuliani, creador de la Nueva York contemporánea.
Conocí a George una tarde de invierno en Washington Square. Estaba sentado a una mesa de ajedrez y jugamos una partida. Era un negro jamaicano, lo cual le hacía despreciar a los «pobres negros americanos», triturados, según decía, por un sistema educativo que los convertía en poco más que bestias. Él, en cambio, se proclamaba con orgullo un producto de las excelentes escuelas británicas de Jamaica. Eso conviene saberlo: los jamaicanos neoyorquinos se sienten superiores a la otra gente de raza negra, aristócratas entre palurdos.
George leía los periódicos, era relativamente culto y pasaba horas conectando unas informaciones con otras, hasta urdir formidables teorías conspirativas. Según él, todo lo que pasaba en el mundo tenía como única finalidad mantener a los negros bajo la opresión blanco-judía. Todo. Las guerras, los atentados, las crisis financieras y hasta las competiciones deportivas formaban parte del plan antinegro. A veces, después de la cuarta cerveza, resultaba convincente.
Nunca había tenido un empleo que se situara de este lado de la ley. Trapicheaba con marihuana, ejercía como intermediario en operaciones más o menos turbias, inventaba productos ya inventados y ejercía ocasionalmente como empresario de aventuras disparatadas. Vivía en Brooklyn y se desplazaba diariamente al sur de Manhattan para «trabajar» en alguno de los bares donde plantaba la «oficina». En cierta forma, tenía algo de aristócrata. Y callejeaba como nadie. Sospecho que Lola le interesaba un poco más que yo. Nos hicimos bastante amigos.
Lo último que supe de él fue que había montado un negocio de apuestas hípicas en Internet, obviamente ilegal. Cuando me fui de la ciudad estaba en la cárcel. Su hermana me dijo que no me preocupara, que George tenía grandes planes para el futuro.
Nueva York pasa por ser una ciudad violenta. Llegó a serlo mucho en los ochenta, cuando el
crack,
una forma de cocaína cristalizada, invadió las calles. Hubo otros dos factores que dispararon el crimen. Uno, una política bienintencionada pero errónea encaminada a la integración social de los enfermos mentales. Bajo el lema «Los enfermos mentales son buenos vecinos» se optó por no encerrar en hospitales a las personas perturbadas que, en principio, no parecieran entrañar peligro para sí mismas o los demás. Esas personas, sin embargo, podían hacer cosas muy raras si dejaban de tomar la medicación. Cosas como sacar un arma y tirotear a unos cuantos prójimos, o empujar a alguien a la vía del metro. Entre 1990 y 1997 hubo una media de treinta y cuatro incidentes anuales de ese tipo, muertes causadas por perturbados; antes, la media era de veintitrés por año. Otro, la crisis económica que, como a finales de los setenta, afligió a los neoyorquinos desde 1990, hacia la mitad del primer mandato del presidente George Bush.