Historias de Nueva York (5 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Nueva York
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En 1987, el primer año marcado por el
crack
, empezaron a dispararse las cifras de homicidios. En 1990 se contaron en la ciudad 2.300 muertes violentas. Una media de seis por día. Aquello era demasiado incluso para la capital del mundo. La gente tenía miedo y abandonaba Nueva York para instalarse en Nueva Jersey (oficialmente reconocido como el Estado más feo de la Unión) o en las comunidades emergentes del sur o del oeste del país.

Y en esto llegó Rudolph Giuliani, el hombre que salvó Nueva York dos veces. La biografía de Giuliani, como su personalidad, contiene elementos muy desagradables o francamente ridículos. Como ocurría con Winston Churchill, en circunstancias normales constituye un peligro público. Pero, también como Winston Churchill, posee una voluntad extraordinaria y da la talla en los momentos críticos.

La familia Giuliani llegó a Nueva York desde la Toscana italiana a finales del siglo
XIX
. El padre de
Rudy
, Harold, fue un hombre muy desafortunado. Disfrutaba de todas las condiciones físicas y mentales necesarias para convertirse en un gran boxeador. Para su mal, también tenía muchas dioptrías en cada ojo. No podía subir con gafas al cuadrilátero, ni podía boxear a ciegas, por lo que abandonó el pugilismo y probó suerte con la delincuencia. Le detuvieron el día de su primer atraco y le cayeron casi dos años en Sing-Sing. Después de cumplir condena se dedicó a trabajar como matón para prestamistas mafiosos.

Rudy
nació en Brooklyn, barrio donde el béisbol y la devoción por los Dodgers constituían dos partes de una misma religión, el 28 de mayo de 1944. De inmediato se hizo fanático de los Yankees, lo que da una idea de su peculiaridad. Estudió gracias a la ayuda económica de varios familiares (entre ellos un cargo medio de la mafia local) y se licenció en Derecho. En 1968 ingresó en el Departamento de Justicia de su entonces admirado Bobby Kennedy, se casó con su prima Regina Peruggi y en cinco años alcanzó la jefatura de la Unidad de Narcóticos. Bajo la presidencia de Ronald Reagan se convirtió oportunamente al republicanismo y recibió el encargo de resolver la crisis de la inmigración haitiana, provocada por la represión del régimen de Jean Claude
Baby Doc
Duvalier. Creó campos de concentración para los haitianos, donde las familias eran sistemáticamente separadas. Los hombres de un lado, las mujeres de otro. «Si dejáramos a los hombres con las mujeres, todas serían violadas», dijo.

A Reagan le gustó aquel tipo duro, carca y racista y le ofreció la fiscalía del Distrito Sur de Manhattan: el puerto, el mercado, el Lower East y Wall Street. O sea, mafia, droga y crimen de cuello blanco. Giuliani, que por entonces había anulado, alegando consanguineidad, su matrimonio con Regina Peruggi («un italiano —dijo a un amigo—, no puede llegar a la Casa Blanca si no es un buen católico, y un buen católico no se divorcia»), se casó con una periodista californiana y se empeñó en convertirse en un nuevo Elliot Ness. Sus cruzadas contra la Mafia, primero, y contra los crímenes financieros, después, resultaron espectacularmente jaleadas por la prensa y agradecidas por el público. Giuliani fue quien acabó con las familias Genovese y Colombo y quien puso las esposas al especulador Ivan Boesky, que inspiró el personaje Gordon Gecko en la película
Wall Street
, de Oliver Stone.

Rudy Giuliani dimitió como fiscal en enero de 1989 («Buenas noticias para los malos», tituló el sensacionalista
New York Post)
y anunció que aspiraba a la alcaldía. En los meses siguientes demostró ser un candidato patético. Los niños lloraban cuando les acariciaba, se equivocaba en los discursos y abroncaba a los viandantes cuando visitaba los mercados. El candidato demócrata, David Dinkins, sin otras virtudes que las de ser negro y buena persona, le derrotó por 44.000 votos.

El tiempo de Dinkins fue el peor que recuerda Nueva York. Fue la era del
crack
, la era de la «manzana podrida».

En 1992, Giuliani se lanzó de nuevo a la campaña electoral. Esta vez sin niños ni sonrisas. El 16 de septiembre de 1992 protagonizó un hecho vergonzoso. Convocó a 10.000 policías, que le adoraban desde su época de fiscal, frente a la puerta del Ayuntamiento y lanzó un discurso incendiario ante las mismas narices del alcalde Dinkins. Las pancartas eran racistas e infames: «Echad al chico de los lavabos», «Alcalde, ¿has abrazado hoy a tu camello?». Al final del acto, grupos de policías protagonizaron actos vandálicos y agredieron a una periodista negra.

El candidato que prometía ley, orden y mano dura ganó en 1993. Y cumplió sus promesas. Su política de «tolerancia cero» envió a la cárcel a cualquiera que hiciera una pintada, o fumara un porro, o meara en el metro. Llenó las prisiones, contrató a 2.400 nuevos agentes de policía, les dio carta blanca (deben recordarse siempre los casos de Abner Louima, un haitiano que sufrió una perforación intestinal cuando le sodomizaron con una escoba en una comisaría, y de Amadou Diallo, cosido a balazos, 17 impactos de un total de 47 disparos, porque su gesto al ir a sacar la cartera para mostrar la documentación pareció «sospechoso» a un grupo de policías) y purgó la administración de «liberales».

Giuliani amparó cientos de abusos. Pero la ciudad cambió. En 1993, las muertes violentas estaban por encima de las 2.000 al año. En 1997 habían bajado a su nivel actual, en torno a las 500. La gente empezó a repoblar el centro urbano. Times Square dejó de ser un lugar fascinante, pero sórdido y peligroso, y se convirtió en un cruce agobiado por las marquesinas publicitarias, pero limpio y seguro. Subieron los precios de los apartamentos. Aumentó el turismo. Fue una espectacular resurrección.

Nueva York ha quedado muy lejos de su momento de decadencia. Será, por mucho tiempo, la ciudad que hizo Giuliani, menos salvaje y más segura. Uno puede ir tranquilo por la calle. Salvo que tenga el alma y el oído sensibles: el nivel de violencia verbal es elevadísimo.

Rudy Giuliani era ya un alcalde saliente, empeñado en una lucha personal contra un cáncer de próstata y envuelto en un divorcio de ribetes vodevilescos, el 11 de septiembre de 2001. En unas horas de horror y de vacío de autoridad, con el presidente oculto y todas las incertezas en el aire, Nueva York, Estados Unidos y el mundo vieron que por las calles cercanas al World Trade Center caminaba a paso ligero un tipo calvo y cubierto de polvo, que gritaba órdenes por un megáfono. Era Rudy y estaba al mando.

Lo que ocurrió aquel día fue un horror inolvidable. En su momento, creo, se fue un poco lejos con los superlativos (en materia de horrores, Auschwitz sigue siendo el límite de la escala y cualquier otra cosa, incluyendo los hongos atómicos, queda por debajo), pero las imágenes del 11 de septiembre, servidas en directo y a domicilio por televisión, marcaron nuestra época. Desde el punto de vista del oficio, la noticia revestía una envergadura brutal y, por la vía de la paradoja, me convenció de que la prensa, la escrita al menos, no tiene como fin último el de informar, sino el de tranquilizar. Una vez vistos los impactos de los aviones, vistas las víctimas arrojándose al vacío, vistas las torres desplomándose, al día siguiente aparecieron los periódicos con su tamaño de siempre y sus páginas de siempre, estableciendo jerarquías en la barbaridad y clasificándola en artículos grandes, medianos o pequeños, para que los lectores de siempre comprobaran que, pese a los titulares gigantescos en portada, el proceso digestivo de la humanidad funcionaba como siempre.

Ignoro si el 12 de septiembre quedaba todavía alguien que no se hubiera enterado de lo ocurrido la víspera. Los periódicos, en cualquier caso, deben escribirse pensando en un marciano que acaba de llegar a la Tierra y carece de antecedentes sobre la actualidad. Hubo que hacer una entradilla, ese encabezamiento destacado sobre los textos, y me tocó a mí. Me costaba meter en diez líneas los aviones, las torres, los muertos, la reacción de Bush, la consternación. Para tomar un poco de perspectiva, escribí una entradilla sobre el fin del mundo, una noticia que, de producirse, difícilmente llegaría a los quioscos. No recuerdo qué chorradas pondría, pero después de hacerla lo otro pareció bastante más asumible.

Había viajado de Nueva York a Washington en tren esa misma mañana. Estaba llegando a la oficina del National Press Building, cerca de la Casa Blanca, cuando me avisaron desde Madrid que un avión se había estrellado contra el World Trade Center. Viví los atentados en Washington. De forma directa o indirecta comprobé que los amigos y colegas de Nueva York estaban enteros; contaban la movilización de la gente, la solidaridad, la reacción portentosa de la ciudad. Yo, desde mi ventana, asistí al fenomenal atasco formado por los vehículos que, tras el impacto en el Pentágono y los rumores sobre otro avión en vuelo hacia la capital (el derribado sobre Pensilvania), huían hacia donde fuera. El ejército montó barricadas de sacos terreros en torno a la Casa Blanca y el Capitolio, sacaron tanques a la calle, y al anochecer la ciudad estaba vacía. La gente de Nueva York me pareció más valerosa y entera que la de Washington. Quizá mi impresión fuera errónea.

Encontré a George en Nueva York muy poco después. Nos quedamos un rato mirando el vacío de las torres y paseando por un barrio fantasmagórico, envuelto todavía en una neblina de polvo y ceniza de cadáver que se pegaba a las mucosas. Sobre todo a la garganta. No llevábamos mascarillas y respirábamos (yo, seguro; creo que él también) con todo el respeto que requería aquella comunión literal con los muertos.

George ya había puesto a punto toda su teoría sobre quién había organizado aquel espanto. No daré detalles, era el habitual disparate antijudío adornado con el indefectible capitel de la guerra perenne entre blancos y negros. Le pregunté a mi amigo por Giuliani, un tipo al que sabía que odiaba. Dijo muy poco:
«He's a new yorker, man, you know what I'm saying?».
Con eso bastaba. Hasta George, aquellos días, consideraba que Giuliani era un tipo de una pieza. Un neoyorquino de verdad.

8

Lola llegó en diciembre, mientras yo andaba por Florida ocupado con la pintoresca historia del fraude electoral que dio la presidencia a George W. Bush. Nevaba y Lola pasó la primera semana casi encerrada en casa, aventurándose muy poco a poco por aquellas calles ventosas, hostiles y resbaladizas. La nieve de Nueva York atemoriza cuando uno no está asentado en la ciudad. Con el tiempo resulta un placer sentarse frente a la ventana en un edificio alto y mirar el baile de los copos agitados por el viento, o pasear por un Central Park blanco y silencioso.

Al principio, en cualquier caso, la nieve amedrenta. También había nieve y hacía mucho frío en mi primera visita, veinte años atrás. Alquilé una habitación en un hotelito infame próximo a Times Square (y piadosamente demolido durante la «regeneración» de aquella encrucijada) y el recepcionista me exhortó a cerrar siempre todos los cerrojos de la puerta. Eran seis. Por desgracia, algún cliente anterior (o alguien que asesinó a un cliente anterior) pegó un patadón a la puerta y abrió un boquete, someramente cubierto con cartones por el servicio de mantenimiento. El servicio de mantenimiento era un señor muy abrigado que mataba el tiempo fumando en recepción y asomándose a la calle para quejarse del frío.

Durante aquella estancia aprendí dos cosas: en invierno no conviene tocar el botón del ascensor con el dedo desnudo, porque la electricidad estática de la calefacción produce un calambrazo tremendo, y en ningún momento hay que soltar las bolsas de la compra. Me explico. Una tarde adquirí algunos víveres (whisky, cerveza, leche, chocolate y otros productos de primera necesidad) y regresaba al hotel de las miserias, creo recordar que por la Octava en dirección sur, con una bolsa de plástico en cada mano. De pronto doblaron la esquina dos policías con la pistola en la mano y corrieron hacia mí, apuntándome y gritando que me detuviera y alzara los brazos. ¿Qué hacer? A mí se me ocurrió lo obvio: frené en seco, levanté los brazos y dejé caer las bolsas. Los policías llegaron hasta mí, me empujaron a un lado (yo, quieto y con los brazos en cruz, ocupaba casi toda la acera), pasaron de largo y siguieron persiguiendo a un tipo que corría a unos cien metros de distancia. Bajé los brazos con disimulo, como si me desperezara, recogí los cristales rotos, lo tiré todo a una papelera y procuré taparme la cara con la bufanda, porque se me había congelado el pasmo.

Vista la hostilidad del hotel y de la calle, acabé pasando buena parte del tiempo en Grand Central, una estación que no era entonces tan hermosa como ahora pero ofrecía calor y espectáculo gratis. La estación vivió una triste decadencia y estuvo a punto de ser demolida. Sólo se salvó gracias a una campaña encabezada por personajes como Jacqueline Bouvier, la viuda de John Fitzgerald Kennedy. Hay en Estados Unidos otras estaciones de principios del siglo
XX
tan fastuosas como Grand Central, la de Washington DC por ejemplo, pero carecen del zumbido vital neoyorquino. Y carecen del Oyster Bar, un sitio estupendo y carísimo, enterrado desde 1913 en el subsuelo de la estación bajo unas bóvedas muy bajas de apariencia románica. Yo no pude permitirme las ostras la primera vez y me limité a pedir «una cerveza pequeña». Me desquité años más tarde.

La barra del Oyster Bar es un gran sitio. Hacia febrero o marzo llegan los primeros
soft shell crabs,
cangrejos capturados inmediatamente después de mudar el caparazón y, por tanto, desnudos del todo: son uno de los vicios de la Costa Este. Hace todavía el frío apropiado para comenzar con una
clam chowder,
el potaje de Nueva Inglaterra, pero los cangrejos blandos anuncian la primavera.

Gran Central Terminal corta Park Avenue y la divide en sur y norte. En el lado norte no hay gran cosa, salvo oficinas, apartamentos de lujo y una perspectiva que para mí resume Nueva York: la del rascacielos MetLife, antes Pan Am, encaramado sobre la estación y los túneles para el tráfico. El lado sur de Park Avenue, hasta Union Square, está lleno de comercios y restaurantes. En uno de ellos, Les Halles, trabajaba Tony Bourdain, uno de los tipos más singulares y de los más expertos en rincones insólitos de la ciudad.

Le conocí porque había escrito un libro llamado
Confesiones de un chef
en el que describía la terrorífica parte invisible de la restauración neoyorquina: unas cocinas lóbregas pobladas por jóvenes politoxicómanos mugrientos, mal afeitados y armados con cuchillos de dos palmos. Telefoneé a Bourdain y me citó muy cerca de mi oficina, en un viejo bar de la Séptima, entre las Calles 57 y 58, que fue un
speakesasy
(salón para borracheras clandestinas) durante la Prohibición y en el que desde entonces los sucesivos propietarios apenas habían cambiado alguna bombilla y, ocasionalmente, el papel higiénico. Como otros vencedores sobre la adicción a la heroína, Bourdain no escatimaba en vicios menores y fumaba y bebía como un cosaco. Charlamos, tomé mis notas y vaciamos unas cuantas jarras de cerveza. Nos despedíamos ya cuando me comentó que podíamos volver a vernos cualquier madrugada en el Siberia. ¿Siberia? El bar en cuestión resultó ser un hueco en la estación de metro de la Calle 50, línea roja, al que acudían todas las noches decenas de cocineros para descargar tensión o, en palabras más llanas, para emborracharse y volver a casa a las tantas. Los cocineros tienen un trabajo duro, físico y agobiante, con horarios incómodos y difícilmente compatibles con los del resto de la humanidad (el sábado por la noche, cuando la gente sale por ahí o se desploma en el sofá, ellos están ocupados en los fogones), y tienden a desarrollar su propia dimensión espacio-temporal.

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