Yo no sabía que Ricardo había muerto. No sabía nada. Y dije otra vez que sí, que grabaran, que hicieran lo que quisieran. Y balbuceé cuatro cosas sin saber nada, sin pensar nada, sin sentir nada.
Luego llamé a Isabel. Isabel lloraba. Hablamos. Yo seguía sin sentir nada y sin entender nada.
Alguien del periódico telefoneó para pedirme unas líneas. Lo mismo que con Julio Anguita. Unas líneas. Escribí como se escribe la esquela de un amigo, mal, deprisa y sin ganas, porque no hay nada que decir. Nació en tal sitio, hizo tal cosa y tal otra, fue un buen periodista y un hombre íntegro. Imaginé a la persona que un día, quizá, tendría que escribir unas pocas líneas después de mi muerte (los periodistas difuntos tenemos derecho a unas líneas fúnebres porque somos o fuimos empleados de la casa, igual que los camareros tienen derecho a servirse una cervecita gratis) y sentí pena por esa persona. Con un poco de suerte, esa persona no me conocerá apenas y el texto será escueto, correcto, digno. Pasé horas mirando por la ventana. Las tejas y las cúpulas en penumbra. No pude llorar, como no pude, y no puedo, por la muerte de mi hija. Sí lloré cuando murió
Enough,
mi gata. Debo de tener averiado el mecanismo de la lágrima.
Miré por la ventana e imaginé de mil maneras la muerte de Ricardo. Le recordé a él y recordé la última vez que nos vimos, en un restaurante de Washington llamado Olives donde Ricardo pidió una ensalada que apenas probó y donde hablamos de Julio, de los amigos, del futuro. Yo me iba a Roma, él sólo sabía que su corresponsalía estaba a punto de terminar y que los jefes de Madrid no mostraban demasiado aprecio por su trabajo. Recordé Nueva York como si estuviera allí, como si estuviera acodado en la ventana del comedor, contemplando la lejana flecha iluminada del Chrysler y oyendo el zumbido de la ciudad. Como si fuera antes y no hubiera pasado nada.
Ricardo murió porque había ido a Haití en un momento de conflicto. Murió porque Antena 3 lo enviaba a Madrid y él quería seguir en Nueva York. Murió porque sus crónicas desde Estados Unidos durante la guerra de Irak no gustaron al gobierno español de entonces. Murió porque se fue a Haití por su cuenta, con sus ahorros y su instinto. Murió porque había pasado unos meses muy difíciles en su piso del Village. Murió porque, a diferencia de otros como yo, era incapaz de meterse en el hotel cuando empezaban los tiros. Murió porque se refugió con otras personas en un comercio mientras las balas barrían la calle y al cabo de un rato, cuando parecía que llegaban los americanos a salvarlos, fue Ricardo quien salió a comprobar si el peligro había pasado. Murió porque era como era. Murió porque tuvo mala suerte y lo mataron.
En el tanatorio madrileño cubrieron su cuerpo con una gasa blanca que se ondulaba gracias a unos ventiladores. Yo miraba temblar la gasa y pensaba en que iba a beber mucho, muchísimo, esa noche, y pensaba que estaba más muerto que Ricardo. No debí pasar mucho tiempo allí de pie, contemplando la gasa, idiotizado, sin sentir nada especial. Sólo quería convencerme de que Ricardo había muerto.
Alguien se acercó y me abrazó. Eran Luisa e Isabel. Me abrazaron con una dulzura que yo no merecía y que probablemente estaba destinada a Ricardo; fue un abrazo que no olvidaré mientras viva y que de alguna manera nos envolvió a todos: a Juan Carlos Gumucio, a Julio Anguita, a Ricardo Ortega, a quienes se fueron y a quienes se quedaron, a una ciudad entera.
Ese abrazo fue, creo, el último adiós a Nueva York.
No he vuelto. Quizá no vuelva nunca.
P. S.
He vuelto, claro que he vuelto.
La semana pasada estuve allí.
Hacía mucho frío, como en mi primer viaje. El viento arrastraba hojas de periódico y los montones de nieve gris se congelaban en las aceras. Reencontré a Idoya y me acerqué a mi antiguo barrio, donde el White Horse y el Blind Tiger proponían una oferta irrechazable. Tenían que ser tres cervezas: una por Juan Carlos, una por Julio, una por Ricardo.
Ellos, supongo, también habrían vuelto.
Nueva York sigue siendo una tormenta de almas, un caudaloso río humano. Para entender ciertas cosas no hacen falta idiomas, ni experiencia, ni memoria. Basta con abrir la ventana y escuchar el rugido de la bestia.
Roma, 24 de febrero de 2006
ENRIC GONZÁLEZ, nacido en Barcelona en 1959, es periodista y ha trabajado como corresponsal de
El País
en Londres, París, Nueva York, Washington, Roma y actualmente en Jerusalén. Ha sido galardonado con el Premio Cirilo Rodríguez, que reconoce la mejor labor de los corresponsales españoles. En su faceta de escritor ha publicado los libros
Historias de Londres
(1999),
Historias de Nueva York
(2006),
Historias del Calcio
(2008) e
Historias de Roma
(2010), todos ellos recibidos con entusiasmo por los lectores y la crítica. En estas obras, con un estilo personal e inconfundible, plantea retratos heterogéneos, dinámicos y siempre muy estimulantes de las ciudades que ha ido conociendo como corresponsal, fusionando sus propias vivencias personales con la historia del pasado y la crónica del presente, con pinceladas políticas, sociales, artísticas y cotidianas.