También tiene una historia especialmente densa. Lo peor que le ha ocurrido fue el choque de un bombardero, un B-25 de diez toneladas, el sábado 28 de julio de 1945, recién terminada la guerra. El avión se dirigía a Newark y se perdió en la niebla. Cuando el piloto logró ver algo, descubrió que se encontraba en un bosque de rascacielos. Esquivó varios, pero no pudo evitar el Empire State. Intentó elevarse y se estrelló contra el piso 79, donde se alojaban las oficinas de ayuda a los combatientes de la Conferencia Nacional Católica. Once oficinistas y los tres tripulantes murieron carbonizados. El edificio resistió perfectamente.
La publicidad del Empire State siempre recuerda las célebres escenas de
King Kong
encaramado en la cúspide y las casi cien películas en las que, de una forma u otra, el edificio constituye un elemento central. Pero lo más divertido que han visto los neoyorquinos en el Empire State no sale en los folletos, pese a ser relativamente reciente.
Ocurrió en 1983, al cumplirse medio siglo de
King Kong.
Un californiano llamado Robert Keith Vicino, especializado en la fabricación de grandes artefactos hinchables, ofreció a los administradores del rascacielos un
King Kong
de plástico de 40 metros de altura: iba a costarle 100.000 dólares construirlo, pero los ponía de su bolsillo a cambio de salir en televisión. A los del Empire State, dijo, sólo les correspondía instalarlo en el tramo más alto. Genial. El gigantesco muñeco iba a permanecer 10 días instalado en la cúspide, tiempo suficiente para que la imagen diera la vuelta al mundo y reavivara la leyenda del edificio.
El 7 de abril, fecha inaugural del golpe publicitario,
King Kong
colgaba fláccido: se le habían rasgado los sobacos y no había forma de hincharlo. Se mecía con el viento, eso sí, y en cada vaivén rompía unas cuantas ventanas. Los principales propietarios del Empire State, Harry y Leona Helmsley (él, magnate hotelero; ella, ex camarera, inminente viuda multimillonaria y persona de célebre perfidia), habían alquilado unas avionetas para dar más realismo a la recreación y no era cosa de dejarlas en tierra, así que varios aeroplanos estuvieron un rato girando en torno a la punta del rascacielos, de la que colgaba un bulto oscuro que se balanceaba de forma penosa. Reparar las brechas de
King Kong
llevó ocho días y 650.000 dólares, mucho más de lo que costó la película. Por fin, el 14 de abril, la bestia se hinchó y por un momento dio el pego. Hasta que el viento volvió a rasgarla. La fiera de plástico recuperó la condición de guiñapo, y en tal condición fue descolgada y olvidada.
Vincent
Chin
Gigante ya no pasea por Mulberry Street. No llegué a verle: le condenaron a 10 años unos meses antes de instalarme en Nueva York. Pero solía imaginarle conmigo cuando callejeaba por lo que fue, y ya no es, Little Italy. Vincent, con su pijama, su bata azul y su gorrito, farfullando incoherencias y boxeando con su sombra, es una gran compañía para quien merodea por la zona donde tuvo su reino. El idiota más notorio del Village fue un asesino y cometió casi todos los delitos del código. Dirigía la familia Genovese, el clan mafioso más potente de Nueva York, y al mismo tiempo era el tonto del barrio, un esquizofrénico paranoide con visiones místicas que soportaba con paciencia las burlas de los turistas. Los locales, mejor informados, callaban a su paso con respeto.
La Pequeña Italia desapareció hace tiempo, devorada por la vecina Chinatown. Muchos de los restaurantes italianos, con sus rótulos verdes, blancos y rojos, sus canciones napolitanas o de Frank Sinatra y sus manteles a cuadros, son de propiedad china. Lo que no se quedaron los asiáticos se lo quedó la industria de la moda. Permanecen el esqueleto y una calle, Bleecker, que los italianos de Little Italy nunca reconocieron como suya. Si tuviera que elegir una sola calle de Nueva York, me quedaría con Bleecker.
Los italianos forman parte de Nueva York desde siempre. El primero llegó en 1635 y se llamaba, según los registros, Pietro Cesare (Peter Caesar en los documentos americanos) Alberti, procedía de Venecia y su ocupación oficial era la de artesano. Compró una finca en Brooklyn, en lo que hoy es Fort Greene Park, y se dedicó al cultivo de tabaco.
La italianidad, sin embargo, fue anecdótica hasta que a mediados del siglo
XIX
desembarcó la primera de las dos Italias neoyorquinas. Los vaivenes revolucionarios y contrarrevolucionarios del Risorgimento enviaron al exilio a profesores, abogados, artesanos cualificados, comerciantes y jóvenes universitarios, implicados en el elitista movimiento por la unificación nacional italiana. Se establecieron con el otro gran grupo católico neoyorquino, los irlandeses, en calles como Bleecker, generando rivalidades pero no rechazos violentos. La identidad irlandesa del barrio había sido reconocida por el propio papa Pío VII, que dedicó a san Patricio la iglesia de ladrillo rojo de Prince Street. Los nuevos inmigrantes, para no ser menos, construyeron una iglesia más grande, con un enorme rosetón seudogótico y salida a tres calles (Houston, Sullivan y Thompson), y la dedicaron a un santo propio, aunque nacido en Portugal tan nórdico que llevaba el nombre de una ciudad de la Italia austríaca: san Antonio de Padua. Su primera ceremonia fue el bautizo, el 23 de marzo de 1866, de una niña irlandesa llamada Elizabeth Nelly, lo que da idea del buen entendimiento de ambas comunidades.
Nadie recuerda a Antonio Palmo. No aparece siquiera en el buscador de Google y, por tanto, se puede decir que su vida no dejó vestigio alguno. Para mí, encarnó los valores más puros de aquellos Padres Fundadores italoamericanos. Palmo, nacido en Nápoles, llegó muy joven y a los veintinueve años abrió un restaurante y una tienda de pasta en el 307 de Broadway. Trabajó furiosamente durante las dos décadas siguientes y a los cincuenta, ya rico, fundó un Gran Teatro de la Ópera, el primero de la ciudad, en Chambers Street. La temporada inaugural se abrió con
Los puritanos
, de Bellini, y se cerró con la ruina absoluta de Antonio Palmo, que lo perdió todo y se vio obligado a buscar empleo como cocinero.
Pero Palmo nunca lamentó el desastre. Cuando ahorraba lo suficiente, iba al gallinero de un nuevo Teatro de la Ópera, fundado por los riquísimos Astor cerca de lo que hoy es Astor Place, un paraje bastante desolado. Palmo murió en la miseria y su entierro fue sufragado por un grupo de melómanos.
La generación italoamericana de Antonio Palmo se había ganado el respeto de los demás neoyorquinos. El Regimiento 38 de Infantería de Nueva York fue conocido, durante la guerra civil, como Guardia de Garibaldi, y llevaba un estandarte con un lema de Giuseppe Mazzini,
«Dio e il popolo».
Un italiano, el general Luigi Palma di Cesnola, fue director del Metropolitan Museum. La prensa italoamericana, impregnada de los valores del Risorgimento, era culta, nacionalista y antiesclavista. Había menos de 15.000 habitantes con origen italiano en la Nueva York de mediados del XIX, pero se trataba de una minoría ilustrada e influyente.
Luego, entre 1880 y 1900, llegó otra Italia. En sólo una década, más de 300.000 jornaleros del sur irrumpieron en una ciudad cuya población no rebasaba en 1880 los 1,2 millones. Trajeron consigo una alegría a prueba de desgracias, instituciones como la mafia y el
padrone
(el traficante de seres humanos que les arreglaba el viaje y les esclavizaba, o casi, una vez llegados), y también el típico
campanilismo
italiano, es decir, el nacionalismo aldeano o de barrio, que tuvo un inmediato reflejo en el mapa urbano de Nueva York. El tramo norte de Mott Street y Mulberry Street fueron para los napolitanos; el tramo sur de Mott, para los calabreses, y Prince y Baxter, para los sicilianos. En 1890, según datos oficiales del Congreso, el 90 por ciento de los peones neoyorquinos hablaban italiano (o más probablemente un dialecto) y en Mulberry se celebraba ya, el 19 de septiembre, la festividad de San Genaro, patrón de Nápoles.
Vincent
Chin
Gigante nació el 29 de marzo de 1928 en una de estas familias napolitanas de Mulberry. Pertenecía a la tercera generación y sus padres pudieron llevarlo a la escuela (en la que fue un buen alumno) y pagarle clases en un instituto de sastrería, pero a los dieciocho años Vincent decidió dedicarse al boxeo. Ganó 23 de 24 combates, aunque, dicen, le faltaba pegada y tenía la mandíbula de cristal. Algunos creen que fue por entonces cuando empezaron a llamarle
Chin
, «mentón», pero su madre lo había llamado
Chin
desde que le bautizó, por
Cinzino,
Vicentito. Fue en aquella época cuando empezó a ejercer como «loco», para librarse del servicio militar. Fue eximido «por conducta antisocial».
Ingresó como «soldado» en la familia Genovese y el gran «boss», Vito Genovese, Don Vito, le encargó inmediatamente una tarea tan delicada y peligrosa que sólo podía ser encomendada a un genio o a un idiota: el asesinato de Frank Costello, que ejercía como «segundo» de Don Vito y, a la vez, como «primer ministro» y mediador de todos los clanes mafiosos. Don Vito quería mandar en solitario como
capo di tutti i capi.
Gigante se preparó a conciencia afinando su puntería en una galería de tiro clandestina y, llegado el momento, se comportó como un genio o un idiota: los historiadores de la Mafia no se ponen de acuerdo sobre ese punto. El caso es que se aproximó a Costello en el vestíbulo de un hotel y, a una distancia de apenas dos metros, le disparó en la cabeza con tanta habilidad, o tan poca, que sólo le rozó el cráneo. Costello captó el mensaje y desapareció de escena. Gigante, que se dejó detener, fue absuelto.
Vincenzo
Chin
Gigante se casó en 1950 con Olympia Grippa, con la que tuvo cinco hijos, y poco después, con gran sentido práctico, encontró a una amante también llamada Olympia, Olympia Esposito, con la que tuvo otros tres hijos. La mujer y la amante le duraron de por vida. Ascendió a capo en los setenta y a «consigliere» o «wiseguy» en los ochenta, y a la muerte del «boss» Anthony Salerno fue elegido jefe de los Genovese.
Es frecuente escuchar que la Mafia neoyorquina no es lo que era, que han pasado los tiempos en que un Carlo Gambino podía controlar la construcción del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy y controlar después su funcionamiento. Gambino, es cierto, podía permitirse robar en las aduanas del JFK un cargamento de relojes de lujo sin que nadie se atreviera a denunciarle. También es cierto, sin embargo, que un segundón como Peter Gotti, hermano del «don» John Gotti, fue condenado en fecha tan reciente como 1990 por cobrar dos dólares de comisión por cada cristal instalado o cambiado en cada ventana de cada una de las viviendas de protección social de la ciudad. Cuando le pillaron, había sacado porcentaje a más de un millón de cristales. Parte del negocio de la Mafia está relacionado con el tráfico de drogas, pero las actividades «tradicionales» (construcción y obras públicas, recogida de basuras, estiba portuaria y mercados de alimentación) siguen generando dinero para el crimen organizado.
A Gigante no le gustaban los «boss» crueles y llamativos, como John Gotti,
el Elegante.
Gotti dirigía la familia Gambino, un clan poco propenso a las fidelidades eternas (el fundador, Vincent Mangano, fue asesinado por su segundo, Albert Anastasia, quien a su vez fue traicionado por su segundo, Cario Gambino) sobre el que había impuesto su autoridad por la vía tradicional, con el asesinato de Paul Castellano, el 16 de diciembre de 1985, a las puertas del steak house Sparks (el restaurante de chuletones favorito de Woody Allen, lo cual no tiene nada que ver).
Paul Castellano,
el Papa
, me cae simpático desde que leí algunas transcripciones de sus charlas domésticas. Sus teléfonos fueron intervenidos y en su casa se colocaron micrófonos ocultos por orden del fiscal de Nueva York Sur, el futuro alcalde Rudy Giuliani. Gracias a esa operación de Giuliani, Castellano proporcionó a la policía algunos de los diálogos más hilarantes de la historia del crimen organizado. Castellano se había enamorado de Gloria, una chica de la limpieza recién llegada de Colombia que no hablaba una palabra de inglés. Y El Papa, que no hablaba español, compró uno de los primeros programas informáticos de traducción automática para comunicarse con ella. Un puñado de frases cursis, en el español macarrónico e incomprensible generado por un ordenador, y pronunciadas con un cerrado acento neoyorquino, fue casi todo lo que Giuliani obtuvo contra Castellano.
Gigante encargó el asesinato de Gotti, al que los demás jefes consideraban un peligro para el colectivo por su exhibicionismo y su crueldad innecesaria, pero falló. El carácter de
El Elegante
John Gotti se puso en evidencia en 1980, cuando su segundo hijo, Frank, de 12 años, murió atropellado mientras paseaba en bicicleta. La policía comprobó que el conductor que arrolló al chico, John Favara, empleado de una fábrica de muebles, circulaba a una velocidad prudente y no pudo evitar el impacto cuando Frank Gotti irrumpió en la calzada. Favara, que sabía perfectamente quiénes eran los Gotti, tuvo el valor de acudir a casa de El Elegante para expresar sus condolencias y pedir perdón. Victoria, la esposa de Gotti, le abrió la cabeza con un bate de béisbol en el mismo umbral. El infeliz vendió su piso e intentó huir de Nueva York, pero no le dio tiempo. Fue secuestrado y nunca volvió a ser visto. Años más tarde se supo que los sicarios de Gotti lo habían descuartizado vivo con una sierra mecánica.
Los hijos de los mafiosos no suelen seguir (al menos en apariencia: en estos asuntos no hay nada seguro) la carrera de sus padres. Los de Paul Castellano, por ejemplo, se dedican a la restauración. Gotti, en cambio, quiso perpetuarse por vía dinástica y, tras ser encarcelado, dejó el negocio en manos de su primogénito John
Junior,
un tipo que encajaría a la perfección en la serie Los
Sopranos
: vive amargado por su tendencia a la obesidad y gasta miles de dólares en productos milagrosos para adelgazar, conduce una furgoneta, viste camisas de estampados chillones y su madre, la que agredió con el bate al pobre Favara, le echa unas broncas tremendas en público. Cuando Gotti informó a Gigante del nombramiento de Junior como heredero, Gigante le respondió con tres palabras: «Lo siento mucho».
«Junior no tiene ni de lejos nivel suficiente para dirigir a los Gambino, es el hazmerreír de la Mafia y la familia Genovese ni siquiera acepta reunirse con él», comentó Glenn Mouw, un agente del FBI especializado en los Gambino. La hija de Gotti, Victoria, escritora de novelas de amor y columnista del
New York Post
, también considera que su hermano es demasiado cobarde para dirigir el negocio.