348. Ofender y ser ofendido.
Es mucho más grato ofender y pedir perdón inmediatamente, que ser ofendido y perdonar. Quien está en el primer caso da primero una muestra de poder y luego otra de buen carácter. En cambio, el otro, si no quiere pasar por inhumano,
está obligado
de hecho a perdonar, mientras que el goce que podría producirle la humillación del otro se ve muy empañado por tener que cumplir esa obligación.
349. En la discusión.
Cuando contradecimos la opinión de otro a la vez que exponemos la nuestra, el tener que atender constantemente a la opinión ajena perjudica la mayoría de las veces el aspecto natural de la nuestra, porque parecerá más decidida, más hiriente y quizás hasta un poco exagerada.
350. Artificio.
Quien quiera conseguir de otro una cosa difícil, no deberá presentarle su plan como un problema, sino exponerlo con toda sencillez, como si no hubiese otra posibilidad; y en cuanto vea que en la mirada de su interlocutor aparece la objeción o la negativa, deberá cortar inmediatamente la conversación y no dejarle tiempo de decir nada.
351. Remordimientos después de participar en determinadas reuniones.
¿Por qué sentimos remordimientos después de haber abandonado a un grupo de personas frívolas? Porque hemos tomado a la ligera cosas importantes, porque no hemos hablado con toda buena fe al referirnos a determinadas personas o hemos guardado silencio cuando hubiésemos tenido que tomar la palabra, porque no nos hemos indignado y nos hemos ido cuando la situación lo requería; en suma, porque nos hemos comportado entre esa gente como si perteneciéramos a su misma categoría.
352. Nos juzgan equivocadamente.
Quien está siempre pendiente de cómo lo juzgan los otros, sólo sentirá disgusto, porque los que están más cerca de nosotros («los que mejor nos conocen») ya nos juzgan falsamente. Hasta los buenos amigos dejan al descubierto su resentimiento cuando nos dicen una frase envidiosa, y ¿seguirían siendo amigos nuestros si nos conocieran bien? Los juicios de los indiferentes nos sientan muy mal por su carácter tan imparcial y despersonalizado. Pero si llegamos a descubrir que alguien que nos es hostil nos conoce en un aspecto que hemos mantenido en secreto, tan bien como nos conocemos nosotros, ¡entonces sí que nos llevaremos un gran disgusto!
353. Tiranía del retrato.
Los artistas y los políticos que, partiendo de datos aislados, trazan inmediatamente la imagen completa de una persona o de un acontecimiento, no pueden ser más injustos, porque exigen a posteriori que el acontecimiento o la persona sean realmente como los han pintado ellos; exigen sin titubeos de alguien que sea tan inteligente, tan astuto o tan injusto como ellos se lo imaginan.
354. El pariente, considerado como el mejor amigo.
Los griegos, que sabían muy bien lo que es un amigo han sido el único pueblo en abrir un debate filosófico, profundo y variado, sobre la amistad, de forma que han sido los primeros, y hasta hoy los únicos, en ver en el amigo un problema digno de solución, esos griegos, digo, designaron al pariente con un término que era el superlativo de la palabra «amigo». Esto es algo que no me explico.
355. Honradez desconocida.
Cuando en una conversación alguien se cita a sí mismo («ya te dije yo… «yo suelo decir…»), sus palabras parecen vanidosas, aunque a menudo se deben a todo lo contrario, porque son fruto de la honradez de no querer, en ningún caso, adornar ni emperifollar la ocasión con ideas que pertenecen al pasado.
356. El parásito.
Denota una falta absoluta de sentimientos nobles el que prefiere vivir dependiendo de otro y a sus expensas, con la única finalidad de no verse obligado a trabajar, y muchas veces abrigando un íntimo resentimiento contra aquél de quien depende. Esta forma de ser resulta mucho más frecuente en mujeres que en hombres, y también mucho más excusable (por razones históricas).
357. En aras de la reconciliación.
Hay circunstancias en que no se puede obtener una cosa de alguien más que ofendiéndolo y convirtiéndolo en enemigo: ese sentimiento de tener un enemigo lo atormenta de tal modo que aprovecha con gusto la primera señal de una disposición más suave para reconciliarse y entregar, en aras de esa reconciliación, aquello a lo que tenían tanto apego y que no quería darlo a ningún precio.
358. El pedir compasión como señal de pretensión.
Hay individuos que, cuando montan en cólera y ofenden a otros, piden, primero, que no se los juzgue con rigor, y, segundo, que se los compadezca, por verse sometidos a tan violentos paroxismos. Hasta ese punto llega la pretensión humana.
359. El cebo.
No es cierto el dicho de que «todo hombre tiene un precio». Pero cabe descubrir qué cebo morderá cada uno. De ahí que para ganarse a más de uno para una causa, le basta un barniz de filantropía, de nobleza, de caridad, de sacrificio, ¿y a qué causa no se le puede dar ese barniz? Es la golosina y el caramelo de
esas
almas; otras almas prefieren otros cebos.
360. Actitud ante el elogio.
Cuando sus buenos amigos elogian a un hombre de talento, éste acostumbrará a mostrarse contento por cortesía y benevolencia, aunque la cuestión no le importe lo más mínimo. Su ser más profundo es totalmente indiferente al respecto, y por eso no dará ni un paso para salir del sol o de la sombra donde se esconde; pero la gente quiere agradar con sus elogios y no dar muestras de alegría por ellos; sería afligir a quienes los hacen.
361. La experiencia de Sócrates.
Cuando un individuo ha llegado a ser maestro en una cosa, suele ser a costa de haberse quedado en mero aprendiz en la mayoría de las demás; pero él se juzga exactamente al revés, como ya sabía Sócrates por experiencia. Este es el inconveniente que hace tan desagradable el trato con maestros.
362. Un medio de embrutecerse.
En su lucha contra la estupidez, los justos y pacíficos acaban volviéndose brutales. Tal vez sea éste el mejor camino para los que tratan de defenderse; porque el argumento que mejor cuadra a una frente estúpida es el puño cerrado. Pero como el carácter de aquellos es, según he dicho, justo y pacífico, esta forma de legítima defensa les hace más daño que el que causa a otros.
363. La curiosidad.
Si no existiera la curiosidad, haríamos pocas cosas buenas por el prójimo. Pero es la curiosidad la que, con el nombre de deber o de compasión, se cuela en la casa del desgraciado o del menesteroso. En el famoso amor materno quizás haya también una buena dosis de curiosidad.
364. Error de cálculo en sociedad.
Uno desea resultar interesante por sus juicios, otro por sus simpatías y aversiones, un tercero por sus conocimientos sociales y un cuarto por su aislamiento… Y todos se equivocan lamentablemente. Porque aquél ante quien dan el espectáculo se imagina por tal motivo que él es el único espectáculo que resulta interesante.
365. El duelo.
En favor de todos los duelos y lances de honor cabe decir que, si un hombre es tan susceptible que no quiere seguir viviendo cuando tal o cual persona dice tal o cual cosa de él, tiene derecho a dejar que la muerte de uno o de otro resuelvan la cuestión. En cuanto al hecho de ser tan quisquilloso no hay nada que discutir, ya que en esto somos herederos del pasado, tanto de su grandeza como de sus excesos, sin los cuales no hubo nunca grandeza. Es una gran ventaja que ahora exista un código de honor que acepte la sangre en lugar de la muerte, de forma que baste un duelo ajustado a reglas para aliviar el alma, puesto que, de lo contrario, estarían en peligro muchas vidas humanas. Por lo demás, una institución así dispone a los hombres a cuidar sus expresiones y hace posible el trato entre ellos.
366. Nobleza y gratitud.
Un alma noble se sentirá con gusto obligada a agradecer y no tratará de evitar con ansiedad las ocasiones de obligarse; asimismo mostrará después su gratitud con moderación. Las almas viles, en cambio, se guardan de todo lo que pueda obligarlos, o dan luego muestras exageradas y demasiado rápidas de gratitud. Por lo demás, esto sucede también en personas de baja extracción social o de condición humilde, porque el menor favor que se les haga, les parece un milagro de generosidad.
367. Los momentos de elocuencia.
Hay individuos que, para hablar bien, necesitan a alguien que sea superior a ellos de un modo claro y patente; otros, en cambio, no son capaces de hacer uso de una entera libertad de palabra y de una elocuencia de hermosos giros lingüísticos más que en presencia de personas a quienes dominan. En ambos casos, la razón es la misma: ninguno de los dos habla bien más que cuando habla
con comodidad
, uno, porque ante una persona más inteligente que él no siente el aguijón de la rivalidad, de la competencia; el otro, porque no siente ese aguijón en presencia del inferior a él. Pero hay otra clase de individuos que, para hablar bien, necesitan verse impulsados por la emulación y el deseo de vencer. ¿Cuál de las dos clases es, entonces más ambiciosa: la que habla bien cuando se ve estimulada su ambición, o la que, en tal situación, habla mal o se calla?
368. El talento de la amistad.
Entre los hombres que tienen un don especial para la amistad, cabe distinguir dos clases. Uno está elevándose constantemente y encuentra en cada fase de su evolución al amigo concreto que necesita. La serie de amigos que se hacen de esta forma difícilmente formará un conjunto homogéneo, existiendo entre ellos grandes diferencias y contradicciones, cosa que responde al hecho de que las fases ulteriores de su desarrollo anulan o modifican las fases precedentes. Un hombre así podría ser considerado, humorísticamente, como una
escalera
. El otro tipo está representado por aquél que ejerce un poder de atracción en caracteres y talentos muy diversos, de forma que se granjea un gran círculo de amigos, los cuales a su vez llegan a entablar relaciones de amistad entre ellos a pesar de todas sus divergencias. A un hombre así podemos compararlo con un
círculo
, porque es preciso que se dé previamente en él, de alguna forma, esa perfecta concordancia de situaciones y de naturalezas tan diversas. Por lo demás, el talento de tener buenos amigos supera, en muchas personas, al talento de ser un buen amigo.
369. Táctica en la conversación.
Tras una conversación, nuestro interlocutor estará en la mejor de las disposiciones hacia nosotros si le hemos dado la oportunidad de que desplegara en nuestra presencia todo el esplendor de su ingenio y de su amabilidad. De esto se aprovechan los avispados que quieren disponer a alguien en su favor, proporcionándole en e curso de una conversación las mejores ocasiones de hacer chistes o de brillar de alguna manera. Cabría imaginar un divertido diálogo entre dos tunantes en el que cada uno de los cuales quisiera congraciarse con el otro y para ello se dieran mutuamente durante la conversación las oportunidades de decir cosas brillantes, sin que ninguno de los dos las aprovechara; de forma que la conversación se desarrollaría totalmente desprovista de ingenio y de amabilidad, porque cada uno dejaría al otro la ocasión de mostrar esas buenas cualidades.
370. Válvula de escape del malhumor.
El hombre que fracasa en algo prefiere atribuir ese fracaso a la mala voluntad de otro, antes que al azar. Suponer que una persona y no una cosa es la causa de nuestro fracaso descarga nuestro malhumor, porque de las personas podemos vengamos, mientras que los reveses de la suerte nos los hemos de tragar. De ahí que los que rodean a un príncipe, cuando éste fracasa en algo, suelan designar a una sola persona como causante de ello, sacrificándola al interés de todos los cortesanos; porque, de otro modo, el príncipe descargaría su malhumor sobre todos ellos, al no poderse vengar de la diosa de la suerte.
371. Adquirir el color del ambiente.
¿Por qué son tan contagiosas la inclinación y la aversión que apenas podemos vivir cerca de una persona de sentimientos fuertes sin llenarnos como un tonel de sus simpatías y de sus antipatías? Ello se debe, primeramente, a que resulta muy difícil, y a veces insoportable, a nuestra vanidad abstenerse totalmente de juzgar, ya que esto da la misma impresión que la pobreza de inteligencia y de sentimientos o que la pusilanimidad y la falta de virilidad; de este modo nos vemos arrastrados al menos a tomar partido, incluso contra las tendencias de nuestro entorno si esa actitud complace más a nuestro orgullo. Pero, en segundo lugar, de ordinario no tenemos conciencia alguna del paso de la indiferencia a la simpatía o a la aversión; por el contrario, nos acostumbramos gradualmente a las formas de sentir de nuestro ambiente, y como resultan tan agradables la comprensión mutua y la vinculación por lazos de simpatía, no tardamos en adquirir todas las marcas y todos los colores de ese entorno.
372. La ironía.
La ironía no es oportuna, sino como medio pedagógico, usado por un maestro en sus relaciones con sus alumnos, cualesquiera que sean éstas. Su afinidad es causar esa vergüenza y esa humillación de carácter saludable que suscita buenas resoluciones y obliga a respetar y a agradecer a quien nos ha tratado así, como a un médico. El que usa la ironía sabe fingir ignorancia tan bien que los alumnos que conversan con él se engañan en este punto, atreviéndose a creer de buena fe en la superioridad de su propio saber y entregándose a discusiones de todo tipo; pierden todas sus inhibiciones y se muestran como son, hasta que llega el momento requerido en que el cabo de vela que esgrimían ante las barbas de su maestro deja caer sobre ellos sus rayos tan humillantes.
Cuando no se dan unas relaciones como las existentes entre un maestro y un alumno, la ironía es una inconveniencia y una vulgaridad. Todos los escritores irónicos caen dentro de esa categoría de individuos que quieren tener el placer de sentirse superiores a todos los demás, incluyendo al autor a quien consideran representante de su pretensión. El hábito de ser irónico, como el de ser sarcástico, corrompe el resto del carácter, al conferirle poco a poco una forma maligna de goce: un individuo así acaba pareciéndose a un perro ladrador que, no contento con morder, hubiera aprendido también a reírse.
373. La arrogancia.
De nada debemos guardamos tanto como del crecimiento de esa mala hierba llamada arrogancia, que nos echa a perder nuestras mejores cosechas, porque puede haber arrogancia en la cordialidad, en la manifestación de respeto, en la familiaridad bienintencionada, en el halago, en el consejo amistoso, en la confesión de nuestras faltas, en la compasión hacia otro, y todas esas cosas hermosas despiertan repugnancia cuando crece entre ellas esa mala hierba. El arrogante, es decir, quien se quiere dar más importancia de la que tiene o
de la que se le reconoce
, hace siempre un mal cálculo. Cuenta sin duda con el éxito inmediato, en el sentido de que las personas ante las que muestra su arrogancia de ordinario le rinden homenaje en la misma medida que reclama, bien por timidez o bien por negligencia, pero se vengan malévolamente restándole del valor que le concedían hasta entonces el equivalente de lo que les ha reclamado de más. Nada hace pagar a los hombres, más caro que la humillación. El arrogante puede llegar a hacer tan sospechoso y mezquino a los ojos de los demás, su mérito real y eminente, que éstos lo pisotean sin quitarse siquiera el polvo de los pies. Incluso deberíamos no mostrarnos
orgullosos
más que cuando estuviéramos totalmente seguros de que no se nos iba a interpretar mal ni a considerar arrogantes, como delante de nuestros amigos o de nuestra esposa, por ejemplo. Porque no hay locura mayor en el trato con la gente que atraerse la reputación de arrogante; es peor que no haber aprendido a mentir con cortesía.