374. El diálogo.
El diálogo es la conversación perfecta, porque todo lo que dice uno recibe su matiz peculiar, su tono, el gesto que lo acompaña,
referido estrictamente al otro interlocutor
, es decir, se produce aquí el equivalente de lo que ocurre en la correspondencia epistolar donde un mismo individuo muestra su alma utilizando diez formas diferentes de expresión, según que escriba a tal o cual persona. En el diálogo no hay más que una sola refracción del pensamiento; es el interlocutor quien la produce, al ser el espejo donde queremos reflejar nuestras ideas con toda la belleza posible. Pero ¿qué sucede cuando son dos, tres o más los interlocutores? Entonces la conversación pierde necesariamente la finura propia de lo individual, aumentan y se anulan las diversas referencias al otro; el sesgo que satisface a uno no responde a lo que quiere decir el otro. Asimismo, en compañía de varias personas, el hombre se ve forzado a replegarse en sí mismo, a presentar los hechos como son, pero también a privar a las cosas de esa atmósfera impregnada de humanidad que hace que una conversación sea una de las cosas más agradables del mundo. No hay más que escuchar el tono que suelen emplear los hombres cuando están ante un grupo de personas; parece como si el denominador común de su discurso fuera: «¡Esto es lo que yo soy y esto es lo que yo digo: ahora, piensen lo que lo que quieran!». Ésta es la razón de que las mujeres inteligentes dejen muy a menudo una impresión sorprendente, penosa y desagradable en quien las ha conocido en sociedad: el tener que hablar delante de muchas personas les priva de todo su encanto intelectual, mientras aquella luz tan fuerte sólo deja ver su egocentrismo deliberado, su táctica y su intención de triunfar públicamente; en cambio, esas mismas damas, en sus diálogos, vuelven a ser mujeres y recuperan toda la gracia de su ingenio.
375. Gloria póstuma.
Esperar que se reconozca el valor de algo en un lejano futuro sólo tiene sentido si se admite que la humanidad es inmutable en su esencia y que toda grandeza debe ser considerada como tal, no en un solo momento, sino en todos los tiempos. Pero esto es un error; la humanidad evoluciona intensamente en todo lo que su sensibilidad y su juicio le hacen encontrar bello y bueno; es una quimera creer que hemos hecho una legua de camino y que toda la humanidad nos sigue por esa misma ruta. Además, un sabio ignorado hoy puede estar totalmente seguro de que otros volverán a descubrir lo mismo que él y que un día, mucho después, algún historiador, a lo sumo, le reconocerá el mérito de haber sabido también esto y aquello, aunque no estuviera en condiciones de lograr que los demás creyeran en su causa. El hecho de no haber sido reconocido en su época lo interpreta siempre la posteridad como una falta de fuerza. En pocas palabras, no debemos tomar tan fácilmente la decisión de aislamos por pura soberbia. Hay casos excepcionales, ciertamente; pero la mayoría de las veces son nuestros defectos, nuestras debilidades y nuestras locuras quienes impiden el reconocimiento de nuestras cualidades eminentes.
376. Sobre los amigos.
Considera, por una vez, qué diversos son los sentimientos y qué dispares, respecto a los tuyos, hasta de tus amigos más cercanos; cuántas opiniones incluso semejantes a las tuyas tienen, en la cabeza de tus amigos, una orientación y una fuerza muy distintas a las que tienen en la tuya; cuántas ocasiones hay de que se entiendan mal, de que se separen recíprocamente enemistados. Después de todo esto, te dirás: «¡Qué inseguro es el terreno en el que se asientan todas nuestras relaciones y amistades. Qué cerca están los fríos chaparrones y la intemperie, qué solo está todo hombre!». Quien se da cuenta de esto y de que, más aún que todas sus opiniones, el género y la fuerza de éstas son, en sus semejantes, tan necesarias e irresponsables como sus actos; quien llega a saber discernir esa necesidad interior de las opiniones en el entramado irreductible del carácter, de las profesiones, de las aptitudes y del medio ambiente; éste tal, digo, se verá libre quizás de la amargura y del sentimiento áspero que hiciera exclamar al sabio famoso: «¡Amigos, no hay amigos!». Por el contrario, se dirá: «Sí, hay amigos, pero es el error y la ilusión sobre tu persona lo que los lleva a ti; y tendrán que aprender a guardar silencio para seguir siendo amigos tuyos». Porque la base de casi todas las relaciones humanas de este tipo es que hay un cierto número de cosas que no se dirán jamás, que ni siquiera aflorarán a los labios; pese a lo cual esos guijarros echarán a rodar, la amistad se irá tras ellos y se romperá. ¿Habrá hombres capaces de no ser heridos de muerte si llegan a descubrir lo que piensan de ellos en el fondo sus amigos más íntimos? Aprendiendo a conocernos a nosotros mismos, a considerar nuestro ser como una esfera inestable de opiniones y de estados de ánimo, y a despreciarlo un poco por ello, restableceremos el equilibrio con los demás. Bien es cierto que tenemos razones de peso para estimar en poco a todos los que conocemos, aunque fuesen los más grandes; pero también las tenemos para volver ese sentimiento contra nosotros mismo; puede que entonces nos llegue un día a cada uno la hora de alegría que nos haga exclamar:
«¡Amigos, no hay amigos!», exclamó el sabio al morir.
«¡Enemigos, no hay enemigos!», exclamo yo, el necio viviente.
377. La mujer perfecta.
La mujer perfecta es un tipo de ser humano superior al varón perfecto, aunque también más escaso. La historia natural de los animales ofrece un medio de hacer verosímil esta proposición.
378. Amistad y matrimonio.
El mejor amigo tendrá probablemente también la mejor esposa, puesto que un buen matrimonio se funda en el talento de la amistad.
379. Supervivencia de los padres.
Las disonancias no resueltas entre el carácter y las ideas de los padres se perpetúan en el ser del niño y configuran la historia de sus sufrimientos íntimos.
380. Legado materno.
Todo hombre lleva en sí una imagen de la mujer que corresponde a la de su madre; ella es la que le impulsa a sentir ante las mujeres en general respeto, desprecio o mera indiferencia.
381. Corregir la naturaleza.
Quien no tiene un buen padre, ha de buscárselo.
382. Padres e hijos.
Los padres tienen mucho que hacer para expiar el hecho de tener hijos.
383. Error de las mujeres distinguidas.
Las mujeres distinguidas piensan con toda ingenuidad que una cosa no existe si no se puede hablar de ella en sociedad.
384. Una enfermedad de los varones.
El remedio más seguro para esa enfermedad masculina que es el autodesprecio consiste en ser amado por una mujer inteligente.
385. Un tipo de celos.
Las madres sienten fácilmente celos de los amigos de sus hijos, cuando ejercen una notable influencia en éstos. De ordinario, lo que una madre ama en su hijo es más a
ella misma
que a su hijo.
386. Desatino razonable.
En la madurez de su vida y de su inteligencia, lo asalta al hombre el sentimiento de que su padre se equivocó al engendrarlo.
387. Bondad materna.
Ciertas madres necesitan que sus hijos sean felices y honrados; otras, que sean desdichados, porque de lo contrario no podrían manifestar su bondad de madres.
388. Suspiros distintos.
Algunos hombres suspiran porque les han quitado su mujer; pero la mayoría lo hace porque nadie ha querido quitársela.
389. Matrimonios por amor.
Las uniones contraídas por amor (lo que llamamos matrimonios por amor) tienen al error por padre y a la necesidad (la carencia) por madre.
390. Amistad de mujeres.
Las mujeres pueden muy bien entablar amistad con un hombre, pero para mantener esa amistad ha de darse cierta antipatía física.
391. El aburrimiento.
Muchas personas, principalmente mujeres, no conocen el aburrimiento porque no han aprendido nunca a trabajar con regularidad.
392. Un elemento del amor.
En toda clase de amor femenino se deja ver también algo de amor materno.
393. La unidad de lugar y el drama.
Si el marido y la mujer no vivieran juntos, serían más frecuentes los buenos matrimonios.
394. Consecuencias habituales del matrimonio.
Toda relación que no nos eleva, nos rebaja y a la inversa; por eso los hombres suelen descender algo cuando se casan, mientras que las mujeres se elevan un poco. Los hombres demasiado inteligentes necesitan el matrimonio, que les repugna, lo mismo que una medicina aborrecida.
395. Enseñar a mandar.
A los hijos de familias modestas hay que enseñarles a mandar, lo mismo que a los demás niños se les enseña a obedecer.
396. El deseo de enamorarse.
No es raro que las personas que se han casado por interés mutuo se esfuercen en
enamorarse
para escapar al reproche de frialdad y de cálculo interesado. Es lo mismo que quienes vuelven por interés a ser católicos y se esfuerzan en ser realmente piadosos, porque así les resultan más fáciles los gestos religiosos.
397. No hay sosiego en el amor.
Un músico a quien le
guste
el movimiento lento tocará el mismo fragmento cada vez más despacio. De modo que ningún amor conoce el sosiego.
398. Pudor.
En general, el pudor de la mujer aumenta a tenor de su belleza.
399. El buen matrimonio.
Un buen matrimonio es aquél en el que cada cónyuge trata de conseguir un objetivo personal por medio del otro; por ejemplo, la mujer quiere conseguir posición social a través del marido, y el marido amor gracias a la mujer.
400. Naturaleza de Proteo.
Por amor, las mujeres se convierten en lo que son en la imaginación de los hombres que las aman.
401. Amor y posesión.
La mayoría de las veces, la forma como las mujeres aman a un hombre de valor es quererlo sólo para ellas. Si no se lo impidiera su vanidad, lo encerrarían bajo llave; pero su vanidad las impulsa a exhibirlo delante de las demás.
402. La prueba de un buen matrimonio.
La prueba de la calidad de un matrimonio consiste en que admita alguna vez una «excepción».
403. Medio para que cualquiera haga cualquier cosa.
A fuerza de disgustos, preocupaciones, trabajo abrumador e ideas agobiantes, se puede cansar y debilitar a cualquier hombre hasta el punto de que se preste a hacer algo que parece complicado, en lugar de oponerse a ello. Esto lo saben muy bien los diplomáticos y las mujeres.
404. Honorabilidad y sinceridad.
Esas muchachas que no quieren deber más que al atractivo de su juventud un futuro asegurado para toda su vida y cuya astucia es incluso fomentada por sus experimentadas madres, buscan exactamente lo mismo que las prostitutas, sólo que aquellas son más inteligentes y menos sinceras que éstas.
405. Máscaras.
Hay mujeres que, por más que se busque en ellas, no tienen realidad interior, que no son más que máscaras. Es digno de lástima un hombre que se une a estos seres casi fantasmales, necesariamente decepcionantes, pero capaces precisamente de despertar con más fuerza el deseo del hombre; se lanza a la búsqueda de su alma… y no para de buscarla.
406. El matrimonio como una larga conversación.
A la hora de contraer matrimonio hay que hacerse esta pregunta: ¿Crees poder tener una agradable conversación con esta mujer hasta la vejez? Lo demás del matrimonio es transitorio, ya que casi toda la vida en común se dedica a conversar.
407. Sueños de muchachas.
Las muchachas inexpertas abrigan la halagadora idea de que pueden hacer feliz a un hombre; luego, se dan cuenta de que es despreciar a un hombre pensar que le basta una muchacha para ser feliz. La vanidad femenina exige que un hombre sea algo más.
408. Desaparición de Fausto y de Margarita.
Según una observación muy perspicaz de un erudito, los hombres cultos de la Alemania actual parecen una mezcla de Mefistófeles y de Wagner, pero no se parecen a aquel Fausto que sus abuelos sentían agitarse dentro de ellos, al menos en su juventud. Así, entonces, por seguir con esta idea, hay dos razones por las que no les convienen las
Margaritas
. Y como no hay demanda de ellas, lo más posible es que desaparezcan.
409. Las muchachas en el liceo.
¡Por nada del mundo consientan que las muchachas se sometan a la formación que imparten en nuestros liceos! Puesto que esa formación convierte con excesiva frecuencia a unos adolescentes llenos de ingenio, de ardor y de ansias de saber.. ¡En un calco de sus maestros!
410. Sin rivales.
Las mujeres, al ver a un hombre, se dan cuenta inmediatamente si su alma está ya conquistada, porque, como quieren ser amadas sin rivales, al que se apasiona por la política, la ciencia o el arte le achacan que lo mueve la ambición. A menos que con estas actividades el hombre en cuestión obtenga algún brillo, porque entonces verán que, uniéndose amorosamente a él, aumentarán el brillo
de ellas
, en cuyo caso le concederán sus favores.
411. La inteligencia femenina.
La inteligencia de las mujeres se manifiesta como perfecto dominio, presencia de ánimo y aprovechamiento de todo beneficio. Es una cualidad arraigada que transmiten a sus hijos, y a la que el padre añade el fondo oscuro de la voluntad. Su influencia determina, por así decirlo, el ritmo y la armonía, con los que se interpretará la nueva vida; pero la melodía la pone la mujer. A las personas perspicaces les diré que las mujeres tienen el entendimiento y los hombres la sensibilidad y la pasión. Esto no contradice el hecho de que los hombres desarrollen mucho más su inteligencia, puesto que sus impulsos son más profundos y poderosos, y ellos son los que llevan tan lejos su inteligencia, la cual es en sí un elemento pasivo, en cierta manera. Las mujeres suelen asombrarse interiormente de la gran veneración que tributan los hombres a su sensibilidad. De este modo, si en la elección del cónyuge, los hombres buscan ante todo a un ser dotado de profundidad y de sensibilidad, y las mujeres a un ser brillante, sagaz y con presencia de ánimo resulta claro que, en el fondo, el hombre busca al hombre ideal, y la mujer a la mujer ideal, es decir, que no buscan su complemento, sino la plenitud de sus propias cualidades.
412. Confirmación de un juicio de Hesíodo.
Una prueba de la astucia femenina es que casi en todas partes han logrado que las mantuvieran, como zánganos, en las colmenas. Considérese lo que esto significa; de hecho, originariamente, y por qué no, son los hombres los que han hecho que los mantengan las mujeres. Seguramente porque la vanidad y la ambición masculinas son mayores que la astucia femenina, porque las mujeres, con su sumisión, han sabido asegurarse la ventaja preponderante y hasta el dominio. Tal vez hasta el cuidado de los niños pudo servir originariamente de pretexto a la astucia femenina para sustraerse lo más posible al trabajo. Incluso hoy, si se dedican en serio a algo, por ejemplo, a las tareas del hogar, hacen una ostentación tan maravillosa de ello, que los hombres suelen estimar el mérito de esta actividad diez veces más de lo que vale.