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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (20 page)

BOOK: Impacto
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—Yo tampoco —añadió Jackie.

—Te quiero, Jackie. Me has salvado la vida.

—Y tú a mí. Yo también te quiero.

Abbey se enjugó una lágrima, suya esta vez.

—Habrá que armarse de valor, qué coño.

Ya con el muelle a la vista, Abbey descubrió que en el aparcamiento se habían reunido como mínimo una docena de coches patrulla estacionados de cualquier manera, con las sirenas encendidas; y detrás, en el césped de la Anchor Inn, parecía haber salido medio pueblo para verlas llegar. Ello sin contar a los equipos de reporteros y de cámaras de televisión.

—¡Madre de Dios! Pero ¿tú has visto cuánta gente? —dijo Jackie, mientras se secaba la cara y se sonaba la nariz.

—Estoy hecha una mierda.

—Prepárate para tu cuarto de hora de fama.

Ya oía el bullicio al final del agua, los murmullos de la gente, los gritos de la pasma y el chisporroteo de radios policiales. No faltaba ni el cuerpo de bomberos voluntarios, el Samoset n.° 1, con su camión recién estrenado. Todos se lo pasaban en grande.

—Fitch
a
Old Salt,
adelante —crepitó en la VHF una voz solemne.

—Aquí
Old Salt.

A Abbey casi le daba náuseas pronunciar el nombre del destartalado barco de Worth.

—Old Salt,
la policía del estado solicita que atraquen en el puesto número uno del muelle comercial y bajen inmediatamente del barco sin llevarse nada. No apaguen el motor, ni amarren. Las fuerzas del orden subirán a bordo y se encargarán de todo.

—Vale.

—Fitch,
corto.

Cuando el
Fitch
llegó al embarcadero público, bajaron los de la guardia costera con sus pulcros uniformes y lo amarraron con eficacia militar. Abbey situó el
Old Salt
justo detrás. El muelle era un hormiguero de policías del estado, que saltaron inmediatamente a bordo y tomaron posesión del barco. Abbey bajó a tierra, con Jackie al lado. Se les acercó un policía con un porta-papeles.

—¿Abbey Straw y Jacqueline Spann?

—Somos nosotras.

Abbey echó un vistazo al aparcamiento. Tenía la impresión de estar siendo observada por el pueblo al completo, detrás de un cordón de policías. En un lado había cámaras filmando. Oyó gritos, forcejeos.

—¡Que es mi hija, idiota! ¡Abbey! ¡¡Abbey!!

Era su padre. Llegaba antes de lo previsto.

—¡Suélteme!

Bajó corriendo por el césped, con la camisa de cuadros fuera del pantalón y la barba al viento. En un santiamén recorrió los escalones de madera y el embarcadero, dejando atrás el cobertizo de los cebos. Al llegar al final de la rampa se lanzó hacia su hija con el pelo despeinado, aferrándose a las dos barandas.

—Papá…

El policía se apartó. El padre de Abbey llegó corriendo y la tomó entre sus brazos, a la vez que dejaba escapar un profundo sollozo de su ancho pecho.

—¡Abbey! ¡Dicen que ha intentado matarte!

—Papá…

Abbey se retorció un poco, pero su padre no la soltaba; la abrazaba sin parar, mientras ella se quedaba en su sitio, sintiéndose incómoda y mortificada. «Qué espectáculo, delante de todo el pueblo.»

Su padre le puso las manos en los hombros y retrocedió.

—Estaba muy preocupado… Pero ¡mira qué dientes! Y tienes un corte en el labio. ¿El muy asqueroso te…?

—Papá… No pienses en los dientes. Se ha hundido tu barco.

Se quedó mirándola, estupefacto. Abbey bajó la cabeza y rompió a llorar.

—Lo siento.

Tras un largo silencio, su padre tragó saliva, o al menos se le movió la nuez al intentarlo. Instantes después volvió a abrazarla.

—Bueno, un barco es un barco.

Todo el pueblo lanzó un grito entrecortado de alegría.

SEGUNDA PARTE
37

Al entrar en el despacho, Ford se encontró a Lockwood sentado ante su mesa, junto a un general de brigada de pelo gris y uniforme de campo arrugado, a quien reconoció como el enlace del Pentágono en la Oficina de Políticas Científicas y Tecnológicas (OSTP).

—Wyman —dijo Lockwood, levantándose—, ya conoces al teniente general Jack Mickelson, de las Fuerzas Aéreas, director de la Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial. Es quien dirige todo el GEOINT.

Ford tendió la mano al militar, que también se levantó.

—Me alegro de volver a verlo —dijo con cierto grado de frialdad.

—Yo también me alegro mucho, señor Ford.

Estrechó la mano del general, que se la dio con suavidad, no con la pétrea dureza de los militares que intentan demostrar constantemente su virilidad. Ford lo recordó como un rasgo de Mickelson que le había gustado. En ese momento ya no estaba tan seguro de sus simpatías.

Lockwood salió de detrás de la mesa e indicó la zona de estar de su despacho.

—Si les parece…

Ford se sentó. El general lo hizo enfrente, y Lockwood en el sofá.

—Le he pedido al general Mickelson que viniera porque sé que lo respetas, Wyman, y tenía la esperanza de resolver deprisa estas cuestiones.

—Perfecto, pues vamos al grano —dijo Ford, mirando a Lockwood—. Me mentiste, Stanton. Me enviaste a una misión peligrosa, me engañaste acerca de sus objetivos y te guardaste información.

—El tema del que vamos a hablar es secreto —señaló Lockwood.

—Sabes perfectamente que eso ni tienes que decírmelo.

Mickelson se inclinó, apoyándose en los codos.

—Wyman… ¿Me permite? A mí puede llamarme Jack.

—Con todo respeto, general, ni disculpas ni cumplidos; solo explicaciones.

—De acuerdo.

Su voz tenía el punto justo de rasposidad; sus ojos azules eran amistosos, y su inmejorable aplomo quedaba suavizado por lo informal de la vestimenta y lo natural de su actitud. Ford se empezó a irritar por la tomadura de pelo a la que estaba a punto de ser sometido.

—Posiblemente sepa usted que tenemos una red de sensores sísmicos en todo el mundo, con el objetivo de detectar pruebas nucleares clandestinas. El 14 de abril, a las nueve cuarenta y cuatro de la noche, nuestra red detectó una posible prueba nuclear subterránea en las montañas de Camboya, así que investigamos. Demostramos rápidamente que se trataba de un impacto de meteoroide, y descubrimos el cráter. Aproximadamente a la misma hora se vio caer un meteoro en la costa de Maine. Dos impactos simultáneos. Nuestros científicos explicaron que lo más probable era que se tratase de un asteroide pequeño, que después de estallar en el espacio se había separado lo suficiente como para aterrizar en puntos muy alejados entre sí. Me han dicho que eso es bastante común.

En la mesa de Lockwood sonó una suave alarma, que hizo interrumpirse al general. Poco después llegó el café: un camarero empujando un carrito con una cafetera de plata, unas tacitas y terrones de azúcar en un recipiente de cristal azul. Ford se sirvió una taza, y se la bebió sola: oscuro, intenso y recién hecho. Mickelson no quiso tomar nada.

Cuando se fue el camarero, Mickelson siguió.

—Como a nosotros no nos competen los impactos de meteorito, nos limitamos a archivar la información. No se habría hablado más del tema de no ser…

El general sacó de su cartera una fina carpeta de color azul, que se puso delante y abrió. Contenía una imagen captada desde el espacio, que Ford reconoció enseguida como la mina de mieles de Camboya.

—Porque luego empezaron a aparecer en el mercado las gemas radiactivas, para gran preocupación de nuestros responsables de antiterrorismo, que temían que pudieran convertirse en materia prima para una bomba sucia. Cualquier persona podría concentrar el americio 241 a partir de estas piedras, solo con que dispusiera de un laboratorio de nivel escolar.

—¿Y el impacto de Maine? ¿Lo han investigado?

—Sí, pero el meteorito cayó en el Atlántico a unos diez kilómetros de la costa. Es irrecuperable, y el lugar del impacto imposible de localizar.

—Entiendo.

—El caso es que estábamos al corriente del cráter de impacto de Camboya, y de que las gemas procedían a grandes rasgos de la misma zona, pero no podíamos confirmar el vínculo. Eso solo se podía demostrar sobre el terreno.

—Y ahí es donde entré yo.

Mickelson asintió con la cabeza.

—Con todo respeto, mi general, deberían haberme apoyado más. Podrían haberme informado, y haberme enseñado las imágenes por satélite. Es lo que habrían hecho para un operativo de la CIA.

—Francamente, por eso no recurrimos a la CIA para esta misión. Solo queríamos un par de ojos
in situ
, sobre el terreno. Una confirmación independiente. No nos esperábamos… —carraspeó y se apoyó en el respaldo— que destruyera usted la mina, nada menos.

—Sigo sin creerme que esté diciendo toda la verdad.

Lockwood se inclinó.

—Pues claro que no te estamos diciendo toda la verdad. Pero Wyman, hombre, ¿cuándo le dicen a alguien toda la verdad sobre estas cosas? Queríamos que examinases la mina intacta. Nos has creado un problema enorme.

—Otro inconveniente de contratar a gente que trabaja por su cuenta —dijo fríamente Ford.

Lockwood suspiró de irritación.

—¿Por qué era tan importante la mina? —preguntó Ford. —¿Podéis decirme eso, al menos?

—A juzgar por el análisis de las gemas, parece que el meteoroide era muy inusual.

—¿En qué sentido?

—Aunque lo supiéramos (que no es el caso), no podríamos decírtelo. Basta con que sepas que nunca habíamos visto nada parecido. Y ahora, Wyman, los datos, por favor.

Ford ya se había fijado en los soldados apostados a la puerta del despacho de Lockwood, y sabía muy bien qué le sucedería si no cumplía la petición, pero daba lo mismo: ya tenía lo que había ido a buscar. Se sacó del bolsillo una memoria flash y la echó sobre la mesa.

—Aquí está todo, encriptado: fotos, coordenadas GPS y vídeo.

Les dio la contraseña.

—Gracias. —Lockwood cogió la memoria, sonriendo adustamente. Después se sacó del bolsillo un sobre blanco, que dejó sobre la mesa.

—El segundo plazo de tu compensación. A las dos de esta tarde te esperan en Langley para un informe completo, en la sala de reuniones del director de Inteligencia Central. A partir de ese momento tu misión se habrá acabado a todos los efectos. —Se alisó la corbata roja con la mano, se compuso el traje azul y se tocó el pelo gris encima de las orejas.

—El presidente me ha pedido que te agradezca el esfuerzo, a pesar de… hummm… de que no hayas seguido las instrucciones.

—Estoy de acuerdo —dijo Mickelson.

—Lo ha hecho usted muy bien, Wyman.

—Me alegro de haber sido útil —dijo Ford con un deje irónico, y añadió como si tal cosa: —Se me olvidaba algo.

—¿Qué?

—Han dicho que el asteroide se partió en dos, y que los dos trozos cayeron sobre la Tierra.

—Correcto.

—Pero no es así. Había un solo objeto.

—Imposible —dijo Mickelson.

—Nuestros científicos están seguros de que hubo dos impactos, uno en el Atlántico y otro en Camboya.

—No. La mina de Camboya no era un cráter de impacto.

—¿Pues qué era?

—Un agujero de salida.

Lockwood se quedó mirando a Ford, mientras Mickelson se levantaba del sillón.

—¿No estará insinuando…?

—Justamente: el meteorito que cayó en Maine atravesó la Tierra y salió por Camboya. Los datos de la memoria deberían confirmarlo.

—¿Cómo se diferencia un agujero de entrada de uno de salida?

—Más o menos como las heridas entrante y saliente de una bala: la primera es limpia y simétrica, mientras que la segunda lo deja todo destrozado. Ya lo verán.

—¿Qué narices podría atravesar la Tierra? —preguntó el militar.

—Muy buena pregunta, sí señor —dijo Ford, cogiendo su cheque.

38

Abbey había preparado hamburguesas con queso para cenar, pero estaban demasiado hechas y resecas; se le había quemado el queso en la sartén, y los panecillos eran demasiado blandos. Sentado al otro lado de la mesa, su padre masticaba en silencio, mirando hacia abajo, mientras movía lentamente los músculos de las mandíbulas. Llevaba toda la tarde en un silencio de mal agüero.

Dejó la hamburguesa a medias en el plato y, tras un simbólico empujón a este último, se decidió a mirar a su hija. Tenía los ojos rojos. A Abbey se le ocurrió que quizá hubiera vuelto a beber —como había hecho, y mucho, tras la muerte de su madre—, pero no era eso; no olía a cerveza.

—¿Abbey?

Tenía la voz ronca.

—¿Qué, papá?

—He tenido noticias de la compañía de seguros.

La chica sintió como si la bola de hamburguesa se le pegara a la boca. Hizo el esfuerzo de tragársela.

—No van a cubrir la pérdida del barco.

Un largo silencio.

—¿Por qué no?

—Era una póliza comercial, y tú no estabas pescando langostas. Consideran que lo que hacías era una actividad de ocio.

—Pero… siempre podrías decir que sí estaba pescando.

—Hay un informe de los guardacostas, partes de la policía y artículos de prensa. No pescabas, y punto.

Abbey estaba anonadada. No se le ocurría nada que decir.

—Yo el barco lo sigo debiendo, y mientras no lo haya pagado no me darán un préstamo para comprarme otro. Estoy pagando una hipoteca que cuesta más que la casa. Los pocos ahorros que tenía me los gasté en el año y medio que pasaste en la universidad sin dar golpe.

Abbey volvió a tragar saliva, con la vista fija en el plato. Tenía la boca seca como la ceniza.

—Te daré lo que cobro de camarera. Y venderé el telescopio.

—Gracias. Aceptaré la ayuda. Jim Clayton me ha ofrecido que sea su segundo de a bordo durante esta temporada. Entre lo que ganes tú y lo que gane yo, si es un buen año, puede que no perdamos la casa.

Abbey notó que se le formaba una lágrima gigante en un ojo, bajaba por un lado de la nariz y colgaba un momento antes de caer en el plato. Le siguió otra, y otra.

—Lo lamento mucho, papá, de verdad.

Sintió que la curtida mano de su padre buscaba la suya y se la apretaba con fuerza.

—Ya lo sé.

Al bajar la cabeza regó de lágrimas el panecillo, que quedó empapado. A continuación, su padre le soltó la mano y se levantó de su sitio. Fue a sentarse en su vieja silla de cuadros con tartán del Black Watch, al lado de la estufa de leña, y cogió
The Lincoln County News.

Abbey quitó la mesa, tiró las hamburguesas sin comer al cubo de los pollos y limpió los platos en el fregadero, amontonándolos a un lado. Su padre había hablado de comprarse algún día un lavavajillas, pero ese día no llegaría nunca.

BOOK: Impacto
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