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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (32 page)

BOOK: Impacto
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66

Abbey llevó el
Marea II
hasta el minúsculo embarcadero flotante del puerto de Owls Head. Jackie saltó a tierra y ató las amarras. En el puerto no había nadie, solo algunos barcos atracados y gaviotas que los observaban desde lo alto de los pilotes. Acababa de ponerse el sol, llenando el cielo con hilachas de nubes de color anaranjado, lo que su padre llamaba colas de yegua, que eran señal de mal tiempo. El diminuto puerto estaba desierto, y solo había media docena de barcos amarrados.

Wyman Ford cogió su maletín y bajó al muelle, que crujía, mientras se alisaba las arrugas del traje e intentaba peinarse con los dedos.

—No te esfuerces, que aún parece que tengas resaca —dijo Abbey, riéndose.

—¿Vas a robar algún otro coche?

—Espero que no haga falta. ¿Por dónde queda el pueblo?

—Sigues la carretera y ya está; no tiene pérdida. Yo de ti me iría, que se acerca una tormenta.

—¿Cómo lo sabes?

Miró hacia arriba.

—El cielo.

—Quedaos en la isla hasta recibir noticias mías. Si no sabéis nada en cinco días, será que me han detenido. En ese caso, acercad el barco a tierra firme lo justo para tener cobertura en el móvil y llamad a este número. —Ford le dio un papel.

—Os ayudará. —Hizo una pausa—. He decidido hacer pública la información.

—Si lo haces, la mierda empezará a salpicar, pero de verdad.

—Es la única manera. El mundo tiene que saberlo. —Ford cogió afectuosamente a Abbey por un hombro y la miró desde lo alto de su gran estatura, con el pelo negro y rebelde erizado de cualquier manera, y una mirada grave en sus ojos azules.

—Prométeme que os quedaréis en la isla, sin que os vea nadie. Nada de saliditas en barco. Tenéis víveres para una semana.

—Vale.

Le apretó el hombro.

—Suerte, Abbey. Has sido una ayudante estupenda. Lamento haberte mezclado en esto.

Abbey resopló.

—No pasa nada. Me gusta robar coches y que me disparen.

Ford se dio la vuelta. Ella le vio dar zancadas por la pasarela, subir por el embarcadero y llegar hasta la carretera. Instantes después, su silueta alta y angulosa desapareció por una curva, y Abbey sintió cierta soledad, rara e inesperada.

—Pues nada, ya se ha ido el señor CIA —dijo Jackie.

—¿Te lo has follado?

—Para el carro, Jackie. Me dobla la edad. Tú siempre pensando en el sexo.

—Como todo el mundo, ¿no?

Levaron anclas. Jackie encendió un porro, mientras salían del puerto y Abbey navegaba lentamente, disfrutando del anochecer. Frente a ellas se erguía la gran silueta de Monroe Island, cubierta de árboles. En Cutters Nubble, un arrecife situado más allá de la punta sur de la isla, rompía un oleaje constante, con la regularidad de un reloj lento. Abbey dio un amplio rodeo en torno al arrecife. Cuando se alejaban de él, salió una luna llena de color mantequilla por el borde del mar. Un grupo de araos volaba de regreso a poca altura, lanzados sobre el agua como balas, mientras mucho más arriba un águila pescadora volvía a su nido con un pez, que todavía se agitaba, entre las garras.

—¡Anda, mira! —exclamó Jackie, vuelta hacia el este para contemplar la luna llena.

—Casi parece que se pueda tocar.

Abbey empujó suavemente la palanca, giró el timón y puso rumbo a las islas de Muscle Ridge, una hilera de jorobas negras que se vislumbraban en el horizonte, a siete kilómetros de distancia. Se veía todo tan tranquilo, perfecto, atemporal… Parecía surrealista que muy encima de ellas, en una luna pequeña y remota, pudiera haber un arma que justo en ese instante apuntaba hacia la Tierra; y que todo aquello pudiera desaparecer en décimas de segundo.

67

Burr arrojó el cigarrillo a la estela, y una vez más miró a través de los prismáticos. El sol ya se había puesto, y apenas quedaban barcos de pesca, pero aún veía traquetear alguna que otra embarcación llena de trampas rumbo a algún que otro puerto. De vez en cuando había visto yates o veleros aislados, pero del
Marea II
ni rastro. No se había dado cuenta de lo grande que era la costa, ni de lo numerosas que eran las puñeteras islas. De todos modos, parecía probable que estuviesen escondidos, o dedicándose a sus actividades —fueran cuales fuesen— lejos de miradas indiscretas. Por primera vez empezó a preocuparle el que quizá no pudiera cumplir la misión.

Encendió otro cigarrillo, el octavo. Normalmente los dosificaba, y no pasaba de los siete diarios, pero estaba teniendo un mal día.

Entró en la cabina abierta, y miró fijamente la carta digital.

—¿Dónde estamos ahora?

—Saliendo de la bahía de Muscongus por el norte.

—¿Hacia dónde?

—Al final del canal está la bahía de Penobscot.

Burr gruñó e inhaló.

—Casi es de noche. Creo que deberíamos buscar algún sitio donde pernoctar.

—De pernoctar nada. Seguiremos buscando. Tenemos radar y GPS. Podemos navegar de noche entre las islas, buscando barcos en sitios apartados.

Burr gruñó de nuevo.

—¿Y cómo los vería en la oscuridad?

—Esta noche hay luna llena. En el agua, con luna llena es casi como de día.

Echó un vistazo al cielo.

—¿Y lo de la tormenta?

—Ya lo pensaremos cuando empiece. Este barco tiene buen aguante.

—De acuerdo.

Se acercó a la baranda y acabó de fumar el cigarrillo. Oscurecía, y no había señales de tormenta. Tiró la colilla por la borda. A lo lejos vio la imprecisa silueta de otro langostero que navegaba por el fondo del canal. Apareció detrás de una isla grande, pero no se dirigía a tierra firme, sino todo lo contrario. Burr levantó rápidamente los prismáticos. Había la luz justa para leer el nombre pintado en la popa.

Marea II.

Controlando a duras penas su entusiasmo, examinó el barco con mayor atención, y le pareció ver dos siluetas en la cabina de control: Ford y la chica. Era una suerte increíble. El barco iba hacia un grupo de islas, al este del canal.

Ya tenía pensado qué haría al encontrar a su presa. Acercó la mano a la funda de la pistola y sacó la Desert Eagle. El silenciador no le hacía falta; era muy pesado, y la costa quedaba como mínimo a dos kilómetros. Se situó detrás de Straw, que acababa de levantar los prismáticos para mirar el barco. Una rápida aspiración de aire.

—¿Ve aquel barco? —exclamó Straw.

—¡Es el
Marea II!
Van hacia las islas de Muscle Ridge. —Dio media vuelta—. Bueno, lo hemos conseguido. Su plan ha salido bien. Ahora llamaremos a la caballería y echaremos el guante a ese cabrón.

Levantó la mano hacia la VHF.

Burr le aplicó suavemente el cañón en la nuca.

—Haga exactamente lo que le digo, Straw, o lo mato.

68

Cuando el
Marea II
se internó en el grupo de islas, Abbey redujo su velocidad a cuatro nudos. Little Green quedaba casi en el centro, y solo se podía llegar por dos rutas, una al noroeste y la otra al este. Ambos accesos eran delicados, llenos de rocas hundidas y de arrecifes, y había que acercarse con mucha precaución. El sol ya se había puesto, y en el cielo empezaban a aparecer las primeras estrellas.

Iban pasando las islas, oscuras, silenciosas. Con la mirada fija en la carta digital, Abbey maniobró con el barco por los sinuosos canales hasta que apareció Little Green, una isla larga, poblada de píceas, con una cala semicircular en el centro, y sobre ella, al fondo de un prado, la vieja cabaña de pesca.

Introdujo el barco en la cala con cuidado. Jackie echó el ancla, que se zambulló en el agua, sacando ruidosamente la cadena de su caja. En cuanto el ancla tocó fondo, Abbey apagó el motor.

En medio del silencio oyó el ruido lejano de otro barco, hacia el oeste, en algún punto de las islas.

Subieron al bote y remaron hacia la playa. Al entrar en la cabaña, Jackie encendió las luces mientras Abbey metía yesca en el hornillo.

—¿Hamburguesas? —preguntó Jackie, hurgando en la nevera.

—Por mí, de acuerdo.

Abbey encendió el fuego del horno y ajustó los reguladores. La yesca chisporroteó al prender. Se asomó a la puerta y respiró el aire de la noche, denso e inmóvil. Olía a hierba mojada, al humo de leña del horno, y a mar. Suaves olas rompían en la playa, susurrando; y a lo lejos, persistente, el sordo compás de un motor de barco. Parecía salir de la isla contigua, moviéndose con gran lentitud.

Se volvió en la puerta y le dijo a Jackie con calma, para no alarmarla:

—Creo que me voy a dar un paseo.

—No tardes. A las hamburguesas les falta muy poco.

En vez de caminar por la playa, Abbey se internó en el bosque, moteado por la luna, y siguió el ruido del barco hacia el extremo occidental de la isla. Al llegar a la punta, se quedó a la sombra de los primeros árboles, mirando hacia el agua, de donde procedía el ruido. El aire estaba húmedo. Había cambiado la marea, y el reflujo hacía borbotear corrientes que se rizaban en torno a la isla. Por el noroeste se acercaba un cielo aborregado, pero aún no había alcanzado la luna, que brillaba con una intensidad casi hiriente en el cielo nocturno.

Parecía que el sonido saliera de detrás de una isla contigua. Probablemente solo fuera un yate buscando dónde anclar; en verano mucha gente salía a navegar junto a la costa por diversión. Se reprochó el ser tan paranoica.

Por un hueco entre dos islas, a unos cuatrocientos metros, pasó la oscura silueta de un barco, y Abbey se estremeció: tenía apagadas las luces de posición. Desapareció tras la siguiente isla. Inmediatamente después, el ruido del motor cesó.

Abbey escuchó atentamente, pero se estaba levantando viento, y su susurro entre los árboles sofocaba cualquier ruido suave. Esperó en cuclillas en la oscuridad, tratando de serenarse; la ausencia de Ford la había vuelto asustadiza. Era imposible que el asesino los hubiera seguido hasta Maine, y más imposible aún que hubiera seguido su rastro hasta Little Green. Probablemente fuera un simple aficionado con un martini de más, que se había olvidado de encender las luces de posición. A menos que fueran contrabandistas de droga… Aquel tramo salvaje de la costa lo usaban a menudo los traficantes de marihuana para traer cargamentos de hierba desde Canadá.

Esperó y observó.

De pronto vio que de entre las sombras, exponiéndose a la luz de la luna, salía el bulto oscuro de un bote a remo que avanzaba sin tregua por el estrecho canal de separación entre la otra isla y Little Green. La silueta se convirtió ante su mirada en un bote cuidadosamente propulsado por un hombre alto. Iba hacia la isla donde estaban ellas, hacia el extremo donde se encontraba Abbey, siguiendo una ruta que impedía verlo desde la cabaña de pesca. La marea lo hacía avanzar con mayor rapidez. Tardaría pocos minutos en llegar a la playa, justo debajo del acantilado de la punta de la isla.

Metiéndose de nuevo por el bosque, Abbey se deslizó hasta un punto que le permitiera observar el lugar más probable del desembarco. El hombre remaba sin parar, con un chapoteo de remos contra el agua que llegaba hasta ella. Seguía siendo una silueta oscura y encorvada. Un minuto más tarde, el bote hizo crujir la grava. El remero saltó, arrastró el bote playa arriba y se quedó quieto, mirando a su alrededor, sin que se le viera la cara.

Cuerpo a tierra contra el musgo, Abbey lo observaba. El hombre se sacó algo de la cintura, y pareció que hiciera alguna comprobación. Al ver un brillo tenue de metal, la chica comprendió que era una pistola. Él la enfundó y, tras un vistazo rápido en derredor, se adentró en la oscuridad de los árboles. Al cabo de muy poco pasaría junto a ella.

Abbey se levantó y corrió entre los árboles, esquivando ramas y saltando sobre troncos caídos. En pocos minutos llegó a la cabaña e irrumpió por la puerta.

—Gracias a ti se me han quemado las ham…

—Jackie, tenemos que irnos. Ahora mismo.

—Pero si las hamburguesas…

La cogió de la mano y tiró de ella hacia la puerta.

—Ahora. Y no hagas ruido. En la isla hay alguien con una pistola.

—Dios mío.

La sacó a la oscuridad, y miró a su alrededor. Probablemente el hombre fuera derecho a la cabaña.

—Por aquí —susurró, haciéndola cruzar el prado y meterse en el bosque que se extendía hacia la punta sur de la isla.

Sin embargo, era un sitio demasiado pequeño y evidente para constituir un buen escondite. Las rocas del extremo sur de la isla, sobre todo con la marea baja —que dejaba al descubierto una cresta de rocas gigantescas recubiertas de algas—, brindaban una mejor opción.

Hizo señas a Jackie de que la siguiese. Sigilosas, subieron por entre los árboles hasta el acantilado de encima de las rocas. La luna seguía cerca del horizonte, y las altas píceas proyectaban su sombra en el pétreo amasijo, sepultándolo todo en la oscuridad. Resbalaron por la cuesta de tierra y treparon por las rocas, hacia el destino elegido por Abbey: la larga fila de rocas que penetraba en el agua, por debajo de la línea de marea alta.

—Va a subir la marea —susurró Jackie, patinando entre las algas. —Nos ahogaremos.

—Solo es temporal.

Al llegar a la otra punta, encontró un escondite oscuro entre dos rocas cubiertas por las algas, de caras escarpadas, con huecos al pie en los que meterse. La marea subía muy deprisa.

—Métete aquí.

—Nos vamos a mojar.

—De eso se trata.

Jackie se agachó hacia las algas negras y frías, hasta quedar encajada bajo la repisa de piedra. Lo mismo hizo Abbey, que distribuyó todas las algas que pudo por encima de ella y a su alrededor. Aspiró un fuerte olor a algas. Su vista alcanzaba hasta las píceas, en lo alto de las rocas, y llegaba a vislumbrar la cabaña iluminada, al otro lado del prado, a una distancia de unos quinientos metros. Frente a ellas dos, el agua lamía las rocas y borboteaba con el subir de la marea.

—¿Quién es? —susurró Jackie.

—El que nos persigue. Ahora cállate.

Esperaron. Tras lo que le pareció una eternidad, Abbey vio salir del bosque la silueta del hombre, que caminó por el prado bañado por la luna. Pistola en mano, rodeó lentamente la cabaña, se asomó a una ventana y miró a través del cristal, pegándose por fuera al muro. Después de un rato mirando, se acercó a la puerta y la abrió de una patada. El ruido turbó la placidez del aire de la noche, y sus ecos se alejaron por el agua oscura.

Entró en la cabaña, y al cabo de un rato salió y miró a su alrededor. En su mano llevaba una linterna. Rodeó despacio el prado, enfocándola hacia los árboles.

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