Me asombra el poder de esos versos de Alonso, que inventan la Historia, desafían y vencen al olvido. Las palabras sin rima, como las mías, no tienen la autoridad de la poesía, pero de todos modos debo relatar mi versión de lo acontecido para dejar memoria de los trabajos que las mujeres hemos pasado en Chile y que suelen escapar a los cronistas, por diestros que sean. Al menos tú, Isabel, debes conocer toda la verdad, porque eres mi hija del corazón, aunque no lo seas de sangre. Supongo que pondrán estatuas de mi persona en las plazas, y habrá calles y ciudades con mi nombre, como las habrá de Pedro de Valdivia y otros conquistadores, pero cientos de esforzadas mujeres que fundaron los pueblos, mientras sus hombres peleaban, serán olvidadas. Me distraje. Volvamos a lo que estaba contando, porque no me sobra tiempo, tengo el corazón cansado.
Diego de Almagro abandonó la conquista de Chile, forzado por la resistencia invencible de los mapuche, la presión de sus soldados —desencantados por la escasez de oro— y las malas noticias de la rebelión de los indios en el Perú. Emprendió el regreso para ayudar a Francisco Pizarro a sofocar la insurrección y juntos consiguieron derrotar definitivamente a las huestes enemigas. El imperio de los incas, asolado por el hambre, la violencia y el desorden de la guerra, bajó la cerviz. Sin embargo, lejos de agradecer la intervención de Almagro en su favor, Francisco Pizarro y sus hermanos se volvieron contra él para quitarle el Cuzco, ciudad que le correspondía en el reparto territorial hecho por el emperador Carlos V. Para satisfacer la ambición de los Pizarro no alcanzaban esas tierras inmensas con sus incalculables riquezas; querían más, lo querían todo.
Francisco Pizarro y Diego de Almagro terminaron por tomar las armas y se enfrentaron, en el sitio de Abancay, en una corta batalla que culminó con la derrota del primero. Almagro, siempre magnánimo, trató con inusual clemencia a sus prisioneros, también a los hermanos Pizarro, sus implacables enemigos. Admirados de su actitud, muchos soldados vencidos se pasaron a sus filas, mientras sus leales capitanes le rogaban que ejecutara a los Pizarro y aprovechara su ventaja para adueñarse del Perú. Almagro desatendió los consejos y optó por la reconciliación con el ingrato socio que le había agraviado.
Pedro de Valdivia llegó a la Ciudad de los Reyes en aquellos días y se puso a las órdenes de quien le había convocado, Francisco Pizarro. Respetuoso de la legalidad, no cuestionó la autoridad ni las intenciones del gobernador; éste era el representante de Carlos V, y eso le bastó. Sin embargo, lo último que Valdivia deseaba era participar en una guerra civil. Había viajado hasta allí para combatir a indios insurrectos, y nunca se puso en el caso de tener que hacerlo contra otros españoles. Trató de servir de intermediario entre Pizarro y Almagro para llegar a una solución pacífica, y en un momento creyó estar a punto de lograrla. No conocía a Pizarro, quien decía una cosa, pero en la sombra planeaba otra. Mientras el gobernador se daba tiempo con discursos de amistad, preparaba su plan para acabar con Almagro, siempre con la idea fija de gobernar solo y apropiarse del Cuzco. Envidiaba los méritos de Almagro, su eterno optimismo y, sobre todo, la lealtad que provocaba en sus soldados, porque él se sabía detestado.
Después de más de un año de escaramuzas, convenios violados y traiciones, las fuerzas de ambos rivales se enfrentaron en Las Salinas, cerca del Cuzco. Francisco Pizarro no encabezó su ejército, sino que lo colocó bajo el mando de Pedro de Valdivia, cuyos méritos militares eran conocidos de todos. Lo nombró maestre de campo, porque había luchado bajo las órdenes del marqués de Pescara en Italia y tenía experiencia en batirse contra europeos, ya que una cosa era enfrentarse con indios mal armados y anárquicos y otra era hacerlo contra disciplinados soldados españoles. En su representación asistió a la batalla su hermano, Hernando Pizarro, odiado por su crueldad y arrogancia. Deseo que esto quede muy claro, para que no se culpe a Pedro de Valdivia de las atrocidades cometidas en esos días, de las cuales tuve pruebas contundentes porque me tocó atender a los infelices cuyas llagas no sanaban aun meses después de la batalla. Los pizarristas contaban con cañones y doscientos hombres más que Almagro; estaban muy bien armados, llevaban arcabuces nuevos y unas balas mortíferas, como pelotas de hierro que al abrirse desplegaban varias cuchillas afiladas. Tenían la moral alta y se hallaban bien descansados, mientras que sus contrarios venían de pasar grandes penurias en Chile y en la tarea de sofocar la sublevación de los indios del Perú. Diego de Almagro estaba muy enfermo y tampoco participó en la batalla.
Los dos ejércitos se dieron cita en el valle de Las Salinas, en un rosado amanecer, mientras millares de indios quechuas observaban desde las colinas el divertido espectáculo de los viracochas matándose unos a otros como fieras rabiosas. No entendían las ceremonias ni las razones de esos barbudos guerreros. Primero formaban en filas ordenadas, luciendo sus bruñidas armaduras y gallardos caballos, luego ponían una rodilla en tierra, mientras otros viracochas, vestidos de negro, hacían magia con cruces y copones. Comían un pedacito de pan, se santiguaban, recibían bendiciones, se saludaban de lejos, y al fin, cuando ya habían transcurrido casi dos horas de esta danza, se aprestaban para asesinarse mutuamente. Lo hacían con método y ensañamiento. Durante horas y más horas peleaban cuerpo a cuerpo gritando lo mismo: «¡Viva el Rey y España!» «¡Santiago y a ellos!». En la confusión y el polvo que levantaban las patas de las bestias y las botas de los hombres, no se sabía quién era quién, porque los uniformes se habían vuelto todos color arcilla. Entretanto, los indios aplaudían, cruzaban apuestas, saboreaban su merienda de maíz asado y carne salada, mascaban coca, bebían chicha, se acaloraban y se cansaban, porque la reñida batalla duraba demasiado.
Al final del día los pizarristas salieron vencedores gracias a la pericia militar del maestre de campo, Pedro de Valdivia, héroe de la jornada, pero fue Hernando Pizarro quien dio la última orden: «¡A degüello!». Sus soldados, animados por un odio nuevo, que después ellos mismos no se explicaban y los cronistas no podrían enderezar, se encarnizaron en un baño de sangre contra cientos de sus compatriotas, muchos de los cuales habían sido sus hermanos en la aventura de descubrir y conquistar el Perú. Remataron a los heridos del ejército almagrista y entraron a hierro y pólvora al Cuzco, donde violaron a las mujeres, tanto españolas como indias y negras, y robaron y destrozaron hasta saciarse. Acometieron contra los vencidos con tanto salvajismo como los incas, lo que es mucho decir, porque éstos nunca fueron considerados, basta recordar que entre los tormentos habituales estaba el de colgar a los condenados por los pies con las tripas enrolladas al cuello, o el de desollarlos y, mientras aún estaban vivos, hacer tambores con la piel. No llegaron a tanto los españoles en esa ocasión, porque andaban apurados, según me contaron algunos sobrevivientes. Varios soldados de Almagro que no perecieron de inmediato a manos de sus compatriotas fueron aniquilados por los indios, que descendieron de los cerros al final de la batalla, dando alaridos de contento, porque por una vez las víctimas no eran ellos. Celebraron vejando los cadáveres; los hicieron picadillo a cuchilladas y golpes de piedra. Para Valdivia, quien había luchado desde los veinte años en muchos frentes y contra diversos enemigos, ése fue uno de los más vergonzosos momentos de su oficio de militar. A menudo despertó gritando en mis brazos, atormentado por pesadillas en que se le aparecían los compañeros degollados, tal como después del saqueo de Roma se le aparecían madres que se suicidaban con sus hijos para escapar de la soldadesca.
Diego de Almagro, de sesenta y un años y muy debilitado por su enfermedad y la campaña de Chile, fue hecho prisionero, humillado y sometido a un juicio que duró dos meses, en el que no tuvo oportunidad de defenderse. Cuando supo que había sido sentenciado a muerte, pidió que el maestre de campo enemigo, Pedro de Valdivia, fuese testigo de sus últimas disposiciones; no encontró otro más digno de su confianza. Diego de Almagro era todavía un hombre de buena estampa, a pesar de los estragos de la sífilis y de tantas batallas. Llevaba un parche negro en el ojo que había perdido en un encuentro con salvajes antes de descubrir el Perú. En esa ocasión, él mismo se arrancó de un tirón la flecha, con el ojo ensartado en ella, y continuó peleando. Un hacha de piedra filuda le rebanó tres dedos de la mano derecha, entonces empuñó la espada con la izquierda y así, ciego y cubierto de sangre, se batió hasta que fue socorrido por sus compañeros. Después le cauterizaron la herida con un hierro al rojo y aceite hirviendo, lo que le deformó la cara pero no destruyó el atractivo de su risa franca y su expresión amable.
—¡Que le den tormento en la plaza, delante de toda la población! ¡Merece ejemplar castigo! —ordenó Hernando Pizarro.
—No seré partícipe de eso, excelencia. Los soldados no lo aceptarán. Ha sido duro batirse entre hermanos, no echemos sal en la herida. Podría haber una revuelta en la tropa —le aconsejó Valdivia.
—Almagro nació villano, que muera como un villano —replicó Hernando Pizarro.
Pedro de Valdivia se abstuvo de recordarle que los Pizarro no eran de mejor cuna que Diego de Almagro. También Francisco Pizarro era hijo ilegítimo, no recibió educación y había sido abandonado por su madre. Los dos eran pobres de solemnidad antes de que un afortunado revés del destino los colocara en el Perú y los hiciera más ricos que el rey Salomón.
—Don Diego de Almagro ostenta los títulos de adelantado y gobernador de Nueva Toledo. ¿Qué explicación se le dará a nuestro emperador? —insistió Valdivia—. Os repito, con todo respeto, excelencia, que no conviene provocar a los soldados, cuyos ánimos ya están bastante exaltados. Diego de Almagro es un militar sin tacha.
—¡Volvió de Chile derrotado por una banda de salvajes desnudos! —exclamó Herrando Pizarro.
—No, excelencia. Regresó de Chile para socorrer al hermano de vuestra merced, el señor marqués gobernador.
Hernando Pizarro comprendió que el maestre de campo tenía razón, pero no estaba en su carácter retractarse y menos perdonar al enemigo. Ordenó que Almagro fuese degollado en la plaza del Cuzco.
En los días previos a la ejecución, Valdivia estuvo a menudo a solas con Almagro en la celda lóbrega e inmunda que fue la última morada del adelantado. Lo admiraba por sus hazañas de soldado y su fama de generoso, aunque conocía algunos de sus errores y flaquezas. En cautiverio, Almagro le contó lo que vivió en Chile durante los dieciocho meses de su peregrinaje, plantando en la imaginación de Valdivia el proyecto de la conquista que él no pudo llevar a cabo. Le describió el espantoso viaje por las altas sierras, vigilados por los cóndores, que volaban en lentos círculos sobre sus cabezas a la espera de nuevos caídos para limpiarles los huesos. El frío mató a más de dos mil indios auxiliares —los llamados yanaconas—, doscientos negros, cerca de cincuenta españoles e incontables caballos y perros. Hasta los piojos desaparecían, y las pulgas caían de las ropas como semillitas. Nada crecía allí, ni un liquen, todo era roca, viento, hielo y soledad.
—Era tanta la consternación, don Pedro, que masticábamos la carne cruda de los animales congelados y bebíamos la orina de los caballos. De día marchábamos a paso forzado, para evitar que nos cubriera la nieve y nos paralizara el miedo. De noche dormíamos abrazados con las bestias. Cada amanecer contábamos a los indios muertos y mascullábamos deprisa un padrenuestro por sus almas, pues no había tiempo para más. Los cuerpos quedaron donde cayeron, como monolitos de hielo señalando el camino para los extraviados viajeros del futuro.
Agregó que las armaduras de los castellanos se congelaban, aprisionándolos, y que al quitarse las botas o los guantes se desprendían los dedos sin dolor. Ni un demente hubiese emprendido el regreso por la misma ruta, le explicó, por eso prefirió enfrentarse al desierto; no imaginaba que también sería terrible. ¡Cuánto esfuerzo y padecimiento cuesta el cristiano deber de conquistar!, pensaba Valdivia.
—Durante el día el calor del desierto es como una hoguera y la luz es tan intensa que enloquece a hombres y caballos por igual, induciéndoles a ver visiones de árboles y remansos de agua dulce —contó el adelantado—. Apenas se oculta el sol, baja de súbito la temperatura y cae la camanchaca, un rocío tan helado como las nieves profundas que nos atormentaron en las cumbres de la sierra. Llevábamos abundante agua en barriles y en odres de cuero, pero pronto se nos hizo escasa. La sed mató a muchos indios y envileció a los españoles.
—En verdad parece un viaje al infierno, don Diego —comentó Valdivia.
—Lo fue, don Pedro, pero os aseguro que si me alcanzara la vida volvería a intentarlo.
—¿Por qué, si son tan espantosos los obstáculos y tan pobre la recompensa?
—Porque una vez vencida la cordillera y el desierto que separan a Chile del resto de la tierra conocida, se encuentran colinas suaves, bosques fragantes, fértiles valles, ríos copiosos y un clima tan amable como no lo hay en España ni en ninguna otra parte. Chile es un paraíso, don Pedro. Es allí donde debemos fundar nuestras ciudades y prosperar.
—¿Y qué opinión tiene vuestra merced de los indios de Chile? —preguntó Valdivia.
—Al principio encontramos salvajes amistosos, unos que llaman promaucaes y son de raza similar a la mapuche, pero de otras tribus. Luego éstos se volvieron contra nosotros. Están mezclados con indios del Perú y el Ecuador, son súbditos del incanato, cuyo dominio llegó sólo al río Bío-Bío. Nos entendimos con algunos curacas o jefes incas, pero no pudimos continuar hacia el sur, porque allí están esos mapuche, que son muy aguerridos. Con deciros, don Pedro, que en ninguna de mis arriesgadas expediciones y batallas encontré enemigos tan formidables como aquellos bárbaros armados de palos y piedras.
—Deben de serlo, adelantado, si pudieron deteneros a vos y a vuestros soldados, de tanta fama...
—Los mapuche sólo saben de guerra y libertad. No tienen rey ni entienden de jerarquías, sólo obedecen a sus
toquis
durante el lapso de la batalla. Libertad, libertad, sólo libertad. Es lo más importante para ellos, por eso no pudimos someterlos, tal como no lo lograron los incas. Las mujeres realizan todo el trabajo, mientras que los hombres no hacen otra cosa que prepararse para pelear.