La condena de Diego de Almagro se cumplió una mañana de pleno invierno en 1538. A última hora Pizarro cambió la sentencia, por temor a la reacción de los soldados si lo degollaban en público, como había ordenado. Lo ejecutaron en su celda. El verdugo le aplicó el tormento del garrote vil, estrangulándolo lentamente con una cuerda, y luego su cuerpo fue llevado a la plaza del Cuzco, donde lo decapitaron, aunque tampoco se atrevieron a exponer la cabeza en un gancho de carnicero, como estaba planeado. Para entonces Hernando Pizarro comenzaba a darse cuenta de la magnitud de lo que había hecho y a preguntarse cuál sería la reacción del emperador Carlos V. Decidió dar a Diego de Almagro un entierro digno, y él mismo, vestido de luto riguroso, encabezó el cortejo fúnebre. Años más tarde todos los hermanos Pizarro pagaron sus crímenes, pero ésa es otra historia.
He debido alargarme en la narración de estos episodios porque explican la determinación de Pedro de Valdivia de alejarse del Perú, que estaba desgarrado por la insidia y la corrupción, y conquistar el territorio aún inocente de Chile, empresa que compartió conmigo.
La batalla de Las Salinas y la muerte de Diego de Almagro ocurrieron unos meses antes de mi viaje al Cuzco. A la sazón, yo me hallaba en Panamá, donde varias personas me dijeron que habían visto a Juan de Málaga, aguardando noticias de mi marido. En el puerto se daban cita quienes iban o venían de España. Muchos viajeros pasaban por allí —soldados, empleados de la Corona, cronistas, frailes, científicos, aventureros y bandidos—, todos cocinándose en el mismo vaho de los trópicos. Con ellos yo enviaba mensajes hacia los cuatro puntos cardinales, pero el tiempo se arrastraba sin una respuesta de mi marido. Entretanto, me gané la vida con los oficios que conozco: coser, cocinar, componer huesos y curar heridas. Nada podía hacer por ayudar a quienes sufrían de peste, fiebres que convierten la sangre en melaza, mal francés y picaduras de bichos ponzoñosos, que allí abundan y no tienen remedio. Como mi madre y mi abuela, tengo salud de roble y pude vivir en los trópicos sin enfermarme. Más tarde, en Chile, sobreviví sin problemas en el desierto, caliente como una hoguera, en diluvios invernales, que mataban de gripe a los hombres más robustos, y durante las epidemias de tifus y viruela, en las que me tocó cuidar y enterrar a víctimas pestilentes.
Un día, hablando con la tripulación de una goleta atracada en el puerto, me enteré de que Juan se había embarcado rumbo al Perú hacía ya un buen tiempo, como lo hicieron otros españoles al oír de las riquezas descubiertas por Pizarro y Almagro. Junté mis pertenencias, eché mano de mis ahorros y conseguí embarcarme hacia el sur con un grupo de frailes dominicos, porque no obtuve permiso para hacerlo sola. Imagino que esos curas eran de la Inquisición, pero nunca se lo pregunté, porque la sola palabra me aterrorizaba entonces y me aterroriza todavía. Jamás olvidaré una quema de herejes que hubo en Plasencia cuando yo tenía unos ocho o nueve años. Volví a usar mis vestidos negros y asumí el papel de esposa desconsolada para que me ayudaran a llegar al Perú. Los frailes se maravillaban de mi fidelidad conyugal, que me conducía por el mundo persiguiendo a un marido que no me había convocado a su lado y cuyo paradero desconocía. Mi motivo no era la fidelidad, sino el deseo de salir del estado de incertidumbre en que Juan me había dejado. Hacía muchos años que no lo amaba, apenas recordaba su rostro y temía que cuando lo viera no lo reconocería. Tampoco pretendía quedarme en Panamá, expuesta a los apetitos de la soldadesca de paso y al clima insalubre.
La travesía en barco demoró más o menos siete semanas, zigzagueando en el océano de acuerdo con el capricho de los vientos. Para entonces, decenas de barcos españoles recorrían la ruta de ida y vuelta al Perú, pero las valiosas cartas de navegación eran todavía un secreto de Estado. Como no estaban completas, en cada viaje los pilotos tenían el deber de anotar sus observaciones, desde el color del agua y las nubes, hasta la menor novedad en el contorno de la costa cuando ésta se hallaba a la vista, así podían ajustar las cartas, que después servirían a otros viajeros. Nos tocó mar agitado, neblina, tormentas, rencillas entre los tripulantes y otros inconvenientes que me abstendré de relatar aquí para no alargarme demasiado. Baste decir que los frailes decían misa cada mañana y nos hacían rezar el rosario por la tarde para aplacar el océano y los ánimos pendencieros de los hombres. Todos los viajes son peligrosos. Me horroriza ir a merced del agua inmensa en una frágil embarcación, desafiando a Dios y a la Naturaleza, lejos del humano socorro. Prefiero verme sitiada por indios salvajes, como lo he estado tantas veces, que subirme de nuevo a un barco, por eso nunca se me ocurrió regresar a España, ni siquiera en los tiempos en que la amenaza de los indígenas nos obligó a evacuar las ciudades y a escapar como ratones. Supe siempre que mis huesos acabarían en tierra de Indias.
En alta mar volví a padecer el acoso de los hombres, a pesar de la vigilancia permanente de los frailes. Los sentía acechándome como una jauría de perros. ¿Emanaba yo el olor de una hembra en celo? En la intimidad de mi camarote, me lavaba con agua de mar, asustada de ese poder que no deseaba, porque podía volverse contra mí. Soñaba con lobos jadeantes, las lenguas colgando, los colmillos ensangrentados, dispuestos a saltarme encima, todos a la vez. A veces los lobos tenían el rostro de Sebastián Romero. Pasaba las noches en vela, encerrada en mi cabina, cosiendo, rezando, sin atreverme a salir al aire fresco de la noche, para calmar los nervios, por temor a la constante presencia masculina en la oscuridad. Temía esa amenaza, es cierto, pero también me atraía y fascinaba. El deseo era un abismo terrible que se abría a mis pies y me invitaba a dar un salto y perderme en sus profundidades. Conocía la fiesta y el tormento de la pasión porque los había vivido con Juan de Málaga en los primeros años de nuestra unión. Muchos defectos tenía mi marido, pero no puedo negar que era un amante incansable y divertido, por eso lo perdoné una y otra vez. Cuando ya nada me quedaba del amor o del respeto por él, seguía deseándolo. Para protegerme de la tentación del amor, me decía que nunca encontraría a otro capaz de darme tanto gozo como Juan. Sabía que debía cuidarme de las enfermedades que contagian los hombres; había visto sus efectos y, por muy sana que fuese, las temía como al Diablo, ya que basta el menor contacto con el mal francés para infectarse. Además, podía quedar preñada, porque las esponjas con vinagre no son remedio seguro, y tanto había rogado a la Virgen por un hijo, que ésta podía hacerme el favor a destiempo. Los milagros suelen ser inoportunos.
Esas buenas razones me sirvieron durante años de forzada castidad, en los que mi corazón aprendió a vivir sofocado pero mi cuerpo nunca dejó de reclamar. En este Nuevo Mundo el aire es caliente, propicio a la sensualidad, todo es más intenso, el color, los aromas, los sabores; incluso las flores, con sus terribles fragancias, y las frutas, tibias y pegajosas, incitan a la lascivia. En Cartagena y luego en Panamá dudaba de los principios que me sostenían en España. Se me iba la juventud, se me gastaba la vida... ¿A quién le interesaba mi virtud? ¿Quién me juzgaba? Concluí que Dios debía de ser más complaciente en las Indias que en Extremadura. Si perdonaba los agravios cometidos en su nombre contra millares de indígenas, ciertamente perdonaría las debilidades de una pobre mujer.
Tuve gran alegría cuando llegamos sanos y salvos al puerto del Callao y pude abandonar el barco, donde empezaba a perder la razón. No hay nada tan opresivo como el confinamiento de una nave en la inmensidad de las aguas negras del océano, sin fondo y sin límite. «Puerto» resulta una palabra demasiado ambiciosa para el Callao de esos años. Dicen que ahora es el puerto más importante del Pacífico, de donde salen incalculables tesoros hacia España, pero entonces era un muelle mísero. Del Callao fui con los frailes a la Ciudad de los Reyes, que ahora llaman Lima, nombre menos gracioso. Como prefiero el primero, así seguiré llamándola. La ciudad, recién fundada por Francisco Pizarro en un gran valle, me pareció eternamente nublada; la luz del sol, al filtrarse en el aire húmedo, le daba un aspecto etéreo, como los borrosos dibujos de Daniel Belalcázar. Allí hice las indagaciones necesarias y a los pocos días encontré a un soldado que conocía a Juan de Málaga.
—Habéis llegado tarde, señora —me dijo—. Vuestro marido pereció en la batalla de Las Salinas.
—Juan no era soldado —le aclaré.
—Aquí no hay otro oficio, hasta los frailes empuñan la espada.
El hombre tenía mala catadura, una barba montaraz que le cubría la mitad del pecho, la ropa en hilachas e inmunda, la boca sin dientes y la conducta de un ebrio. Me juró que había sido amigo de mi marido, pero no lo creí, porque primero me contó que Juan era soldado de infantería, endeudado por el juego y debilitado por el vicio de las mujeres y el vino, y luego empezó a divagar sobre un penacho de plumas y una capa de brocado. Para terminar de espantarme, se me fue encima con la intención de abrazarme, y cuando lo rechacé, ofreció comprar mis favores con monedas de oro.
Ya que había llegado tan lejos —de Extremadura a los antiguos dominios de Atahualpa—, decidí que bien podía hacer un último esfuerzo y me sumé a una caravana que transportaba bastimentos y una manada de llamas y alpacas al Cuzco. Nos custodiaba un grupo de soldados al mando de un tal alférez Núñez, soltero, guapo, jactancioso y, por lo visto, acostumbrado a satisfacer sus caprichos. En la caravana iban dos frailes, un escribano, un auditor y un médico alemán, además de los soldados, todos a caballo, en mula o transportados en litera por los indios. Yo era la única española, pero algunas indias quechuas con sus niños acompañaban a la interminable hilera de cargadores llevando vituallas para sus maridos. Las ropas de lana de colores brillantes les daban un aire alegre, pero en verdad tenían la expresión hosca y rencorosa de la gente sometida. Eran de corta estatura, pómulos altos, ojos pequeños y alargados, y dientes negros por las hojas de coca que masticaban para darse ánimo. Los niños me parecieron encantadores, y algunas mujeres atrayentes, aunque nunca sonreían. Nos siguieron por varias leguas, hasta que recibieron de Núñez la orden de regresar a sus casas; entonces se fueron una a una, conduciendo a sus hijos de la mano. Los hombres que llevaban el equipaje a la espalda eran muy fuertes y, a pesar de ir descalzos y cargados como bestias, resistían los caprichos del clima y las fatigas del viaje mejor que nosotros, que íbamos montados. Podían marchar horas y horas sin perder el ritmo de su trotecito, callados y ausentes, como si anduvieran en sueños. Hablaban un castellano mínimo, quejumbroso, cantado y siempre en tono de pregunta. Sólo se alteraban con los ladridos de los perros del alférez Núñez, dos fieros mastines entrenados para matar.
Núñez empezó a acosarme el primer día de marcha y ya no me dejó en paz. Procuré mantenerlo a raya con prudencia, recordándole mi condición de casada, porque no me convenía enemistarme con él, pero a medida que avanzábamos su atrevimiento aumentaba. Hacía alarde de su condición de hidalgo, lo que me costaba creer dada su conducta. Había hecho algo de fortuna y mantenía a treinta concubinas indias repartidas entre la Ciudad de los Reyes y el Cuzco, «todas muy complacientes», según las describía. En su pueblo de España eso habría sido un escándalo, pero en el Nuevo Mundo, donde los españoles toman a las indias y negras a su antojo, es la norma. Los mas las abandonan después de forzarlas, pero algunos las mantienen a su servicio, aunque rara vez se ocupan de los críos que nacen de esas madres sometidas. Así van poblando estas tierras de mestizos resentidos. Núñez me ofreció desprenderse de sus mancebas cuando yo aceptara su propuesta, pues no le cabía duda de que lo haría apenas comprobara la muerte de mi marido que, según él, era segura. Este orondo alférez se parecía demasiado a Juan de Málaga en sus defectos y no tenía ninguna de sus virtudes como para que yo pudiera amarlo. No soy de las personas que tropiezan dos veces con la misma piedra.
En aquella época las mujeres españolas en el Perú todavía se contaban con los dedos y no supe de ninguna que hubiese llegado sola, como yo. Eran esposas o hijas de soldados que viajaban por insistencia de la Corona, empeñada en reunir a las familias y crear una sociedad legítima y decente en las colonias. Esas mujeres llevaban su vida puertas adentro, solitaria y aburrida, aunque lujosa, puesto que disponían de docenas de indias para complacer sus menores caprichos. Me contaron que las damas españolas del Perú ni siquiera se limpiaban el trasero solas, las criadas se encargaban de hacerlo. Poco acostumbrados a ver a una española sin acompañante, los hombres de la caravana se esmeraron en tratarme con grandes consideraciones, como si yo fuese una persona de rango y alcurnia, no la pobre costurera que en verdad era. En ese largo y lento viaje al Cuzco atendieron mis necesidades, compartieron conmigo su comida, me prestaron sus tiendas y cabalgaduras, me regalaron botas y una manta de vicuña, el tejido más fino del mundo. A cambio, tan sólo me pedían que les cantara una canción o les hablara de España cuando acampábamos por las tardes y les pesaba la nostalgia. Gracias a esa ayuda pude arreglarme, porque allí todo costaba cien veces más que en España y muy pronto me encontré sin un maravedí. Era tanta la abundancia de oro en el Perú, que la plata se despreciaba, y tanta la falta de cosas esenciales, como herraduras para caballos o tinta para escribir, que los precios eran absurdos. A uno de los viajeros le arranqué de un tirón un diente podrido —asunto fácil y expedito, sólo se requieren una invocación a santa Apolonia y una tenaza—, y él me pagó con una esmeralda digna de un obispo. Está engastada en la corona de Nuestra Señora del Socorro, y ahora vale más que entonces, porque en Chile no abundan las piedras preciosas.
Al cabo de varios días de marcha por los caminos del Inca, a través de secas planicies y montañas, cruzando precipicios por puentes colgantes de cuerdas vegetales y vadeando arroyos y charcos de sal, subiendo y subiendo, llegamos al fin del viaje. El alférez Núñez, desde lo alto de su caballo, me señaló el Cuzco con su lanza.
Nunca he visto nada como la magnífica ciudad del Cuzco, ombligo del imperio inca, lugar sagrado donde los hombres hablan con la divinidad. Tal vez Madrid, Roma o algunas ciudades de los moros, que tienen fama de espléndidas, puedan compararse al Cuzco, pero yo no las conozco. A pesar de los destrozos de la guerra y el vandalismo sufrido, era una joya blanca y resplandeciente bajo un cielo color púrpura. Se me cortó el aliento y durante varios días anduve sofocada, no por la altura y el aire delgado, como me advirtieron, sino por la pesada belleza de sus templos, fortalezas y edificios. Dicen que cuando llegaron los primeros españoles había palacios laminados de oro, pero ahora estaban los muros desnudos. Al norte de la ciudad se alza una espectacular construcción, Sacsayhuamán, la fortaleza sagrada, con sus tres hileras de altas murallas zigzagueantes, el Templo del Sol, su laberinto de calles, torreones, andenes, escaleras, terrazas, sótanos y habitaciones, donde vivían con holgura cincuenta o sesenta mil personas. Su nombre significa «halcón satisfecho», y como un halcón vigila el Cuzco. Fue construida con monumentales bloques de piedras talladas y ensambladas sin argamasa y con tal perfección, que no cabe una fina daga entre las junturas. ¿Cómo cortaron esas enormes rocas sin herramientas de metal? ¿Cómo las transportaron sin ruedas ni caballos desde muchas leguas de distancia? Y me preguntaba también cómo un puñado de soldados españoles logró conquistar en tan poco tiempo un imperio capaz de erigir esa maravilla. Por mucho que azuzaran las disputas entre los incas y que contaran con miles de yanaconas dispuestos a servirlos y batirse por ellos, la epopeya me parece, todavía hoy, inexplicable. «Tenemos a Dios de nuestro lado, además de pólvora y hierro», decían los castellanos, agradecidos de que los nativos se defendieran con armas de piedra. «Cuando nos vieron llegar por el mar en grandes casas provistas de alas, creyeron que éramos dioses», añadían, pero yo creo que fueron ellos quienes difundieron esa idea tan conveniente y terminaron por creerla los indios y ellos mismos.