Inés del alma mía (9 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Biografía, histórico, romántico.

BOOK: Inés del alma mía
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—Parece que tendré que hacerme cargo de este lío, doña Inés —decidió cuando terminé de hablar.

Acudió a mi modesta vivienda con un marinero de su confianza y entre ambos se llevaron a Romero envuelto en un trozo de vela. Nunca supe qué hicieron con él; imagino que lo lanzaron al mar atado a una piedra, donde los peces deben de haber dado cuenta de sus restos. Manuel Martín me sugirió que me fuera pronto de Cartagena, porque un secreto como ése no podía ocultarse indefinidamente, y así fue como pocos días más tarde me despedí de mi sobrina y su marido y partí con otros dos viajeros rumbo a la ciudad de Panamá. Varios indios llevaban el equipaje y nos guiaban por montañas, bosques y ríos.

El istmo de Panamá es una angosta faja de tierra que separa nuestro océano europeo del mar del Sur, que también llaman Pacífico. Tiene menos de veinte leguas de ancho, pero las montañas son abruptas, la selva muy espesa, las aguas insalubres, los pantanos putrefactos y el aire está infestado de fiebre y pestilencia. Hay indios hostiles, lagartos y serpientes de tierra y de río, pero el paisaje es magnífico y las aves bellísimas. Por el camino nos acompañó la algarabía de los monos, animales curiosos y atrevidos que nos saltaban encima para robarnos las provisiones. La jungla era de un verde profundo, sombría, amenazante. Mis compañeros de ruta llevaban las armas en la mano y no perdían de vista a los indios, que podían traicionarnos en cualquier descuido, tal como nos había advertido el padre Gregorio, quien también nos previno contra los caimanes, que arrastran a su víctima al fondo de los ríos; las hormigas rojas, que llegan por millares y se introducen por los orificios del cuerpo, devorándolo por dentro en cuestión de minutos, y los sapos que producen ceguera con la ponzoña de sus salivazos. Traté de no pensar en nada de eso, porque me habría paralizado el terror. Tal como decía Daniel Belalcázar, no vale la pena sufrir de antemano por las desgracias que posiblemente no ocurrirán. Hicimos la primera parte de la travesía en un bote impulsado a remo por ocho nativos. Me alegré de que mi sobrina no estuviese presente, porque los remeros iban desnudos y la verdad era que, a pesar del paisaje soberbio, se me iban los ojos hacia aquello que no debía mirar. La última parte del camino la recorrimos en mula. Desde la última cumbre divisamos el mar color turquesa y los contornos borrosos de la ciudad de Panamá, sofocada en un vaho caliente.

Capítulo dos
América, 1537-1540

T
reinta y cinco años tenía Pedro de Valdivia cuando llegó con Jerónimo de Alderete a Venezuela, a
Venecia pequeña
, como la llamaron irónicamente los primeros exploradores al ver sus pantanos, canales y chozas en palafitos. Había dejado a la delicada Marina Ortiz de Gaete con la promesa de que regresaría rico o enviaría por ella tan pronto como fuese posible —magro consuelo para la joven abandonada—, y había gastado lo que tenía, endeudándose además, para financiar el viaje. Como cualquiera que se aventuraba en el Nuevo Mundo, colocó sus bienes, su honor y su vida al servicio de la empresa, aunque las tierras conquistadas y un quinto de las riquezas —si las había— pertenecerían a la Corona de España. Tal como decía Belalcázar, con autorización del rey la aventura se llamaba conquista, sin ella era asalto a mano armada.

Las playas del Caribe, con sus aguas y arenas opalescentes y sus elegantes palmeras, recibieron a los viajeros con engañosa tranquilidad, pues tan pronto se internaron en el follaje los envolvió una jungla de pesadilla. Debían abrirse paso a machetazos, aturdidos por la humedad y el calor, hostigados sin tregua por mosquitos y alimañas desconocidas. Avanzaban por un suelo pantanoso, donde se hundían hasta los muslos en una materia blanda y putrefacta, pesados, torpes, cubiertos de asquerosas sanguijuelas que les chupaban la sangre. No podían quitarse las armaduras por temor a las flechas envenenadas de los indios, que los seguían silenciosos e invisibles en la vegetación.

—¡No podemos caer vivos en manos de los salvajes! —les advirtió Alderete, y les recordó que el conquistador Francisco Pizarro, en su primera expedición al sur del continente, había entrado con un grupo de sus hombres a una aldea desocupada donde aún ardían fogatas. Los españoles, hambrientos, destaparon los calderos y vieron los ingredientes de la sopa: cabezas, manos, pies y vísceras humanas.

—Eso ocurrió en el oeste, cuando Pizarro buscaba el Perú —aclaró Pedro de Valdivia, quien se creía bien informado sobre descubrimientos y conquistas.

—Los indios caribes de estos lados también son antropófagos —insistió Jerónimo.

Era imposible orientarse en el verde absoluto de ese mundo primitivo, anterior al Génesis, un infinito laberinto circular, sin tiempo, sin historia. Si se alejaban unos pasos de la ribera de los ríos, se los tragaba la jungla para siempre, como le ocurrió a uno de los hombres, que se internó entre los helechos llamando a su madre, loco de congoja y miedo. Avanzaban en silencio, agobiados por una soledad de abismo profundo, una angustia sideral. El agua estaba infestada de pirañas que, al olor de la sangre, se abalanzaban en masa y acababan con un cristiano en pocos minutos; sólo los huesos, blancos y limpios, demostraban que alguna vez existió. En esa lujuriante naturaleza no había qué comer. Pronto se les terminaron los víveres y empezó el padecimiento del hambre. A veces lograban cazar un mono y lo devoraban crudo, asqueados por su aspecto humano y su fetidez, porque en la humedad eterna del bosque era muy difícil hacer fuego. Se enfermaron al probar unos frutos desconocidos y durante días no pudieron seguir adelante, derrotados por los vómitos y una cagantina implacable. Se les hinchaba el vientre, se les soltaban los dientes, se revolcaban de fiebre. Uno murió echando sangre hasta por los ojos, a otro se lo tragó un lodazal, un tercero fue triturado por una anaconda, monstruosa serpiente de agua, gruesa como una pierna de hombre y larga como cinco lanzas alineadas. El aire era un vapor caliente, podrido, malsano, un hálito de dragón. «Es el reino de Satanás», sostenían los soldados, y debía de serlo, porque los ánimos se enardecían y peleaban a cada rato. Los jefes se hallaban en duros aprietos para mantener algo de disciplina y obligarlos a continuar. Un solo señuelo les impulsaba a seguir adelante: El Dorado.

A medida que avanzaban penosamente, disminuía la fe de Pedro de Valdivia en la empresa y aumentaba su disgusto. No era eso lo que había soñado en su aburrido solar de Extremadura. Iba dispuesto a enfrentarse con bárbaros en batallas heroicas y a conquistar regiones remotas para gloria de Dios y el rey, pero nunca imaginó que usaría su espada, la espada victoriosa de Flandes e Italia, para luchar contra la naturaleza. La codicia y crueldad de sus compañeros le repugnaban, nada había de honorable o idealista en esa soldadesca brutal. Salvo Jerónimo de Alderete, quien había dado pruebas sobradas de nobleza, sus compañeros eran rufianes de la peor calaña, gente traidora y pendenciera. El capitán al mando de la expedición, a quien no tardó en detestar, era un desalmado: robaba, traficaba con los indios como esclavos y no pagaba el quinto correspondiente a la Corona. ¿Adónde vamos tan iracundos y desesperados, si al fin y al cabo nadie puede llevarse el oro a la tumba?, pensaba Valdivia, pero seguía andando porque era imposible retroceder. La disparatada aventura duró varios meses, hasta que por fin Pedro de Valdivia y Jerónimo de Alderete lograron separarse del nefasto grupo y embarcarse a la ciudad de Santo Domingo, en la isla de La Española, donde pudieron reponerse de los estragos del viaje. Pedro aprovechó para enviar a Marina algún dinero que había ahorrado, como haría siempre, hasta su muerte.

En esos días llegó a la isla la noticia de que Francisco Pizarro necesitaba refuerzos en el Perú. Su socio en la conquista, Diego de Almagro, había partido al extremo sur del continente con la idea de someter las tierras bárbaras de Chile. Los socios tenían temperamentos opuestos: el primero era sombrío, desconfiado y envidioso, aunque muy valiente, y el segundo era franco, leal y tan generoso, que sólo deseaba hacer fortuna para repartirla. Era inevitable que hombres tan diferentes, pero de igual ambición, terminaran por enemistarse, a pesar de haberse jurado fidelidad comulgando ante el altar con la misma hostia partida en dos. El imperio incaico quedó chico para contenerlos a ambos. Pizarro, convertido en marqués gobernador y caballero de la Orden de Santiago, se quedó en el Perú, secundado por sus temibles hermanos, mientras Almagro se dirigía, en 1535, con un ejército de quinientos castellanos, diez mil indios yanaconas y el título de adelantado, a Chile, la región aún inexplorada, cuyo nombre, en lengua aymara, quiere decir «donde acaba la tierra». Para financiar el viaje gastó de su peculio más de lo que el inca Atahualpa pagó por su rescate.

Apenas Diego de Almagro se fue con sus bravos a Chile, Pizarro debió enfrentar una insurrección general. Al dividirse las fuerzas de los viracochas, como llamaban a los españoles, los nativos del Perú tomaron la armas contra los invasores. Sin pronta ayuda, la conquista del imperio inca peligraba, así como las vidas de los españoles, obligados a batirse con fuerzas muy superiores. El llamado de socorro de Francisco Pizarro alcanzó a La Española, donde lo oyó Valdivia, quien sin vacilar decidió acudir al Perú.

El solo nombre de ese territorio —Perú— evocaba en Pedro de Valdivia las inconcebibles riquezas y la refinada civilización que su amigo Alderete describía con elocuencia. Admirable, en verdad, pensaba al oír las cosas que se contaban, aunque no todo era digno de encomio. Sabía que los incas eran crueles, controlaban al pueblo con ferocidad. Después de una batalla, si los vencidos no aceptaban incorporarse por completo al imperio, no dejaban a nadie vivo, y ante el menor asomo de descontento trasladaban aldeas completas a mil leguas de distancia. Aplicaban los peores suplicios a sus enemigos, incluso a mujeres y niños. El Inca, quien desposaba a sus hermanas para garantizar la pureza de la sangre real, encarnaba a la divinidad, el alma del imperio, pasado, presente y futuro. De Atahualpa se decía que tenía miles de doncellas en su serrallo y una multitud incalculable de esclavos, que se divertía torturando a los prisioneros y que solía degollar a sus ministros con su propia mano. El pueblo, sin rostro y sin voz, vivía sometido; su destino era trabajar desde la infancia hasta la muerte en beneficio de los orejones —cortesanos, sacerdotes y militares—, que vivían en un fausto babilónico, mientras el hombre común y su familia sobrevivían apenas con el cultivo de un terruño que les era asignado pero no les pertenecía. Contaban los españoles que muchos indios practicaban la sodomía, que en España se paga con la muerte, aunque los incas la habían prohibido. Buena prueba de la lujuria de esa gente eran las cerámicas eróticas que los aventureros mostraban en las tabernas para regocijo de los parroquianos, quienes no sospechaban que se pudiese holgar de tan variadas maneras. Aseguraban que las madres rompían la virginidad de sus hijas con los dedos antes de entregarlas a los hombres.

Nada repudiable hallaba Valdivia en aspirar a la fortuna que podría encontrar en el Perú, pero no era ése su incentivo, sino la obligación de luchar junto a los suyos y alcanzar la gloria, que hasta entonces le había sido escurridiza. Eso lo distinguía de los demás participantes de la expedición de socorro, que iban encandilados por el brillo del oro. Así me lo aseguró él mismo muchas veces, y se lo creo, porque esa conducta era consecuente con las demás decisiones de su vida. Impulsado por su idealismo, abandonó años más tarde la seguridad y la riqueza, que por fin había obtenido, para intentar la conquista de Chile, empresa en la que Diego de Almagro había fracasado. Gloria, siempre gloria, ése fue el único norte de su destino. Nadie amó a Pedro más que yo, nadie lo conoció más que yo, por eso puedo hablar de sus virtudes, tal como más adelante deberé referirme a sus defectos, que no eran leves. Es cierto que me traicionó y conmigo fue cobarde, pero hasta los hombres más íntegros y valientes suelen fallarnos a las mujeres. Y, puedo asegurarlo, Pedro de Valdivia fue uno de los hombres más íntegros y valientes de los que han venido al Nuevo Mundo.

Valdivia se dirigió por tierra a Panamá y allí se embarcó, en 1537, junto a cuatrocientos soldados, rumbo al Perú. El viaje demoró un par de meses, y cuando llegó a su destino la sublevación de los indios ya había sido sofocada por la oportuna intervención de Diego de Almagro, quien regresó de Chile a tiempo para unir sus fuerzas a las de Francisco Pizarro. Almagro había atravesado las cumbres más heladas en su avance hacia el sur, había sobrevivido a increíbles padecimientos y había regresado por el desierto más caliente del planeta, arruinado. Su expedición a Chile alcanzó hasta el Bío-Bío, el mismo río donde los incas habían retrocedido setenta años antes, cuando pretendieron en vano adueñarse del territorio de los indios del sur, los mapuche. También los incas, como Almagro y sus hombres, fueron detenidos por ese pueblo guerrero.

Mapu-ché
, «gente de la tierra», así se llaman ellos mismos, aunque ahora los denominan araucanos, nombre más sonoro, dado por el poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga, que no sé de dónde lo sacó, tal vez de Arauco, un lugar del sur. Yo pienso seguir llamándolos mapuche —la palabra no tiene plural en castellano— hasta que me muera, porque así se dicen ellos mismos. No me parece justo cambiarles el nombre para facilitar la rima: araucano, castellano, hermano, cristiano y así durante trescientas cuartillas. Alonso era un mocoso en Madrid cuando los primeros españoles luchábamos en este suelo; llegó a la conquista de Chile un poco atrasado, pero sus versos contarán la epopeya por los siglos de los siglos. Cuando de los esforzados fundadores de Chile no quede ni el polvo de sus huesos, nos recordarán por la obra de aquel joven, quien no siempre es fiel á los hechos, ya que en su deseo de rimar los versos suele sacrificar la verdad. Además, no nos deja bien parados, me temo que muchos de sus admiradores tendrán una idea algo errada de lo que es la guerra de la Araucanía. El poeta acusa a los españoles de crueldad y desmedida ambición de riqueza, mientras exalta a los mapuche, a quienes atribuye bravura, nobleza, caballerosidad, ánimo de justicia y hasta ternura con sus mujeres. Creo conocerlos mejor que Alonso, porque llevo cuarenta años defendiendo lo que fundamos en Chile, y él apenas estuvo aquí unos meses. Admiro a los mapuche por su coraje y su amor exaltado a la tierra, pero puedo afirmar que no son un dechado de compasión y dulzura. El amor romántico que tanto exalta Alonso es bastante raro entre ellos. Cada hombre tiene varias mujeres, a las que trata como bestias de trabajo y crianza; así les consta a las españolas que han sido raptadas. Son tales las humillaciones padecidas en cautiverio, que estas pobres mujeres, avergonzadas, a menudo prefieren no regresar al seno de sus familias. Admito, eso sí, que los españoles no tratan mejor a las indias destinadas a su holgura y servicio. Los mapuche nos aventajan en otros aspectos, por ejemplo, no conocen la codicia. Oro, tierras, títulos, honores, nada de eso les interesa; no poseen más techo que el cielo ni más lecho que el musgo, andan libres por el bosque, con el viento en la melena, galopando en los caballos que nos han robado. Otra virtud que les celebro es el cumplimiento de la palabra dada. No son ellos quienes faltan a los pactos establecidos, sino nosotros. En tiempos de guerra atacan por sorpresa, pero no a traición, y en tiempos de paz respetan los acuerdos. Antes de nuestra llegada no conocían la tortura y respetaban a los prisioneros de guerra. El peor castigo es el exilio, la expulsión de la familia y de la tribu, más temida que la muerte. Los crímenes graves se pagan con una ejecución rápida. El condenado cava su propia tumba, donde echa palitos y piedras mientras nombra a los seres que desea que lo acompañen al otro mundo, luego recibe un mazazo mortal en el cráneo.

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