Anduve por las calles del Cuzco asombrada, escudriñando a la multitud. Esos rostros cobrizos nunca sonreían ni me miraban a los ojos. Trataba de imaginar sus vidas antes de que llegáramos nosotros, cuando por esas mismas calles paseaban familias completas vestidas con vistosos trajes de colores, sacerdotes con petos de oro, el Inca cuajado de joyas y transportado en una litera de oro decorada con plumas de aves fabulosas, acompañado por sus músicos, sus orondos guerreros y su interminable séquito de esposas y vírgenes del Sol. Esa compleja cultura seguía casi intacta, a pesar de los invasores, pero era menos visible. El Inca había sido puesto en el trono y era mantenido como prisionero de lujo por Francisco Pizarro; nunca lo vi, porque no tuve acceso a su corte secuestrada. En las calles estaba el pueblo, numeroso y callado. Por cada barbudo había centenares de indígenas lampiños. Los españoles, altaneros y ruidosos, existían en otra dimensión, como si los nativos fuesen invisibles, sólo sombras en las angostas callejuelas de piedra. Los indígenas cedían el paso a los extranjeros, que los habían derrotado, pero mantenían sus costumbres, creencias y jerarquías, con la esperanza de librarse de los barbudos a punta de tiempo y paciencia. No podían concebir que se quedarían para siempre.
Para entonces la violencia fratricida, que dividió a los españoles en tiempos de Diego de Almagro, se había calmado. En el Cuzco, la vida recomenzaba a un ritmo lento, con paso cauteloso, porque existía mucho rencor acumulado y los ánimos se caldeaban con facilidad. Los soldados estaban aún en ascuas por la despiadada guerra civil, el país se hallaba empobrecido y desordenado, y los indios eran sometidos a trabajos forzados. Nuestro emperador Carlos V había ordenado en sus reales cédulas tratar a los nativos con respeto, evangelizarlos y civilizarlos por la bondad y las buenas obras, pero ésa no era la realidad. El rey, quien nunca había pisado el Nuevo Mundo, dictaba sus juiciosas leyes en oscuros salones de palacios muy antiguos, a miles de leguas de distancia de los pueblos que pretendía gobernar, sin tener en cuenta la perpetua codicia humana. Muy pocos españoles respetaban esas ordenanzas y menos que nadie el marqués gobernador Francisco Pizarro. Hasta el más mísero castellano contaba con sus indios de servicio, y los ricos encomenderos los tenían por centenares, ya que de nada valían la tierra ni las minas sin brazos para trabajarlas. Los indios obedecían bajo el látigo de los capataces, aunque algunos preferían dar una muerte compasiva a sus familias y luego suicidarse.
Hablando con los soldados pude juntar los pedazos de la historia de Juan y tuve la certeza de su muerte. Mi marido había llegado al Perú, después de agotar sus fuerzas buscando El Dorado en las selvas calientes del norte, y se había alistado en el ejército de Francisco Pizarro. No tenía pasta de soldado, pero se las arregló para sobrevivir en los encuentros con los indios. Pudo obtener algo de oro, puesto que existía en abundancia, pero lo perdía una y otra vez en apuestas. Debía dinero a varios de sus camaradas y una suma importante a Hernando Pizarro, hermano del gobernador. Esa deuda lo convirtió en su lacayo, y por encargo suyo cometió diversas bellaquerías.
Mi marido combatió con las tropas victoriosas en la batalla de Las Salinas, donde le tocó una extraña misión, la última de su vida. Hernando Pizarro le ordenó que se cambiara el uniforme con él; así, mientras Juan llevaba el traje de terciopelo color naranja, la fina armadura, el yelmo con celada de plata coronado de albo penacho, y la capa adamascada, que caracterizaba al primero, éste se mezclaba entre los infantes vestido de soldado raso. Es posible que Hernando Pizarro escogiera a mi marido por la altura: Juan era de su mismo tamaño. Supuso que sus enemigos lo buscarían durante la batalla, como en verdad ocurrió. El extravagante atuendo atrajo a los capitanes de Almagro, quienes lograron acercarse a golpes de espada y dar muerte al insignificante Juan de Málaga, confundiéndolo con el hermano del gobernador. Hernando Pizarro salvó la vida, pero su nombre quedó manchado para siempre con la mala fama de cobarde. Sus proezas militares anteriores fueron borradas de un plumazo y nada pudo devolverle el prestigio perdido; la vergüenza de ese ardid salpicó a los españoles, amigos y enemigos, que nunca se lo perdonaron.
Una presurosa conspiración de silencio se tejió para proteger a este Pizarro, a quien todos temían, pero la vileza cometida en la batalla circulaba en voz baja por tabernas y corrillos. Nadie se quedó sin conocerla y comentarla, y así pude averiguar los detalles, aunque no encontré los restos de mi marido. Desde entonces me atormenta la sospecha de que Juan no recibió cristiana sepultura y por eso su alma anda en pena, buscando reposo. Juan de Málaga me siguió en el largo viaje a Chile, me acompañó en la fundación de Santiago, sostuvo mi brazo para ajusticiar a los caciques y se burló de mí cuando lloraba de rabia y de amor por Valdivia. Todavía hoy, más de cuarenta años después, se me aparece de vez en cuando, aunque ahora me fallan los ojos y suelo confundirlo con otros fantasmas del pasado. Mi casa de Santiago es grande, ocupa la manzana entera, incluyendo patios, caballerizas y una huerta; sus paredes son de adobe, muy gruesas, y los techos, altos, con vigas de roble. Tiene muchos escondites donde pueden instalarse ánimas errantes, demonios o la Muerte, que no es un espantajo encapuchado de cuencas vacías, como dicen los frailes para meternos susto, sino una mujer grande, rolliza, de pecho opulento y brazos acogedores, un ángel maternal. Me pierdo en esta mansión. Hace meses que no duermo, me falta la tibia mano de Rodrigo sobre el vientre. Por las noches, cuando la servidumbre se retira y sólo quedan los guardias afuera y las mucamas de turno, que se mantienen en vela por si las necesito, recorro la casa con una lámpara, examino las grandes habitaciones de paredes blanqueadas con cal y de techos azules, enderezo los cuadros y las flores en los jarrones, y atisbo en las jaulas de los pájaros. En realidad, ando cazando a la Muerte. A veces he estado tan cerca de ella, que he podido sentir su fragancia a ropa recién lavada, pero es juguetona y astuta, no puedo asirla, se me escabulle y se oculta en la multitud de espíritus que habitan esta casa. Entre ellos está el pobre Juan, que me siguió a los confines de la tierra, con su sonajera de huesos insepultos y sus andrajos de brocado ensangrentado.
En el Cuzco desapareció hasta el último rastro de mi primer marido. Sin duda, su cuerpo, vestido con el principesco atuendo de Hernando Pizarro, fue el primero que los soldados victoriosos levantaron del suelo al final de la batalla, antes de que los indios se descolgaran de los cerros para cebarse con los despojos de los vencidos. Sin duda, se sorprendieron al comprobar que bajo el yelmo y la armadura no estaba su dueño, sino un anónimo soldado, y supongo que obedecieron de mal talante la orden de disimular lo ocurrido, porque lo último que perdona un español es la cobardía, pero lo hicieron tan bien, que borraron por completo el paso de mi marido por la vida.
Cuando se supo que la viuda de Juan de Málaga andaba haciendo preguntas, el mismo marqués gobernador, Francisco Pizarro, quiso conocerme. Había hecho construir un palacio en la Ciudad de los Reyes, y desde allí dominaba el imperio con fausto, perfidia y mano dura, pero en ese momento se encontraba de visita en el Cuzco. Me recibió en un salón decorado con alfombras peruanas de rica lana y muebles tallados. La cubierta de la gran mesa principal, los respaldos de las sillas, las copas, los candelabros y las escupideras eran de plata maciza. Había más plata que hierro en el Perú. Varios cortesanos, apiñados en los rincones, sombríos como buitres, cuchicheaban y movían papeles dándose aires de importancia. Pizarro vestía de terciopelo negro, jubón ajustado con mangas acuchilladas, gola blanca, una gruesa cadena de oro al pecho, hebillas también de oro en el calzado y una capa de marta sobre los hombros. Era un hombre de unos sesenta y tantos años, altanero, de piel verdosa, barba entrecana, ojos hundidos de mirar desconfiado y un desagradable tono de voz en falsete. Me dio su breve pésame por la muerte de mi marido, sin mencionar su nombre, y enseguida, en un gesto inesperado, me pasó una bolsa de dinero para que sobreviviera «hasta que pudiera embarcarme de vuelta a España», como manifestó. En ese mismo instante tomé una decisión impulsiva, de la que nunca me he arrepentido.
—Con todo respeto, excelencia, no pienso regresar a España —le anuncié.
Una sombra terrible cruzó fugazmente por el semblante del marqués gobernador. Se aproximó a la ventana y por largo rato se quedó contemplando la ciudad que se extendía a sus pies. Pensé que me había olvidado y empecé a retroceder en dirección a la puerta, pero de pronto, sin volverse, se dirigió a mí de nuevo.
—Cuál me dijisteis que era vuestro nombre, señora?
—Inés Suárez, para serviros, señor marqués gobernador.
—¿Y cómo pensáis ganaros la vida?
—Honestamente, excelencia.
—Y con discreción, espero. La discreción es muy apreciada aquí, especialmente en las mujeres. El ayuntamiento os facilitará una casa. Buenos días y buena suerte.
Eso fue todo. Comprendí que si deseaba quedarme en el Cuzco más valía que dejara de hacer preguntas. Juan de Málaga bien muerto estaba, y yo era libre. Puedo decir con certeza que ese día comenzó mi vida; los años anteriores fueron de entrenamiento para lo que habría de venir. Te ruego un poco de paciencia, Isabel, verás que pronto este desordenado relato llegará al momento en que mi destino se entrecruza con el de Pedro de Valdivia y se inicia la epopeya que deseo contarte. Antes de eso mi existencia fue la de una insignificante modista de Plasencia, como la de cientos y cientos de obreras que vinieron antes y vendrán después de mí. Con Pedro de Valdivia viví un amor de leyenda, y con él conquisté un reino. Aunque adoré a Rodrigo de Quiroga, tu padre, y viví con él treinta años, sólo vale la pena contar mi vida por la conquista de Chile, que compartí con Pedro de Valdivia.
Me instalé en el Cuzco, en la casa que me prestó el ayuntamiento por instrucciones del marqués gobernador Pizarro. Era modesta, pero decente, con tres habitaciones y un patio, bien situada en el centro de la ciudad y siempre fragante por la enredadera de madreselva que trepaba por sus paredes. También me asignaron tres indias de servicio, dos jóvenes y una de más edad que había adoptado el nombre cristiano de Catalina y llegaría a ser mi mejor amiga. Me dispuse a ejercer mi oficio de costurera, muy apreciado entre los españoles, que se hallaban en aprietos para hacer durar la poca ropa traída de España. También curaba a los soldados tullidos o malheridos en la guerra, en su mayoría combatientes de Las Salinas. El médico alemán, que viajó conmigo en la caravana desde la Ciudad de los Reyes al Cuzco, me convocaba a menudo para ayudarlo a atender los peores casos, y yo acudía con Catalina, porque ella sabía de remedios y encantamientos. Entre Catalina y él existía cierta rivalidad que no siempre convenía a los infortunados pacientes. Ella no se interesaba en aprender sobre los cuatro humores que determinan el estado de salud del cuerpo, y él despreciaba la hechicería, aunque a veces resultaba muy efectiva. Lo peor de mi trabajo con ellos eran las amputaciones, que siempre me han repugnado, pero debían hacerse, porque si la carne empieza a pudrirse no hay otra forma de salvar al herido. De todos modos, muy pocos sobreviven a esas operaciones.
Nada sé de la vida de Catalina antes de la llegada de los españoles al Perú; no hablaba de su pasado, era desconfiada y misteriosa. Baja, cuadrada, de color avellana, con dos trenzas gruesas atadas a la espalda con lanas de colores, ojos de carbón y olor a humo, esta Catalina podía estar en varias partes al mismo tiempo y desparecer en un suspiro. Aprendió castellano, se adaptó a nuestras costumbres, parecía satisfecha de vivir conmigo y un par de años más tarde insistió en acompañarme a Chile. «Yo queriendo ir contigo, pues, señoray», me suplicó en su lengua cantadita. Había aceptado el bautismo para ahorrarse problemas, pero no abandonó sus creencias; tal como rezaba el rosario y encendía velas en el altar de Nuestra Señora del Socorro, recitaba invocaciones al Sol. Esta sabia y leal compañera me instruyó en el uso de las plantas medicinales y en los métodos curativos del Perú, distintos a los de España. La buena mujer sostenía que las enfermedades provienen de espíritus traviesos y demonios que se introducen por los orificios del cuerpo y se albergan en el vientre. Había trabajado con médicos incas, quienes solían perforar huecos en el cráneo de sus pacientes para aliviar migrañas y demencias, procedimiento que fascinaba al alemán, pero al que ningún español estaba dispuesto a someterse. Catalina sabía sangrar a los enfermos tan bien como el mejor cirujano y era experta en purgas para aliviar los cólicos y la pesadez del cuerpo, pero se burlaba de la farmacopea del alemán. «Con eso no mas matando, pues, tatay», le decía, sonriendo con sus dientes negros de coca, y él terminó por dudar de los afamados remedios que con tanto esfuerzo había traído desde su país. Catalina conocía poderosos venenos, pociones afrodisíacas, yerbas que daban incansable energía, y otras que inducían el sueño, detenían desangramientos o atenuaban el dolor. Era mágica, podía hablar con los muertos y ver el futuro; a veces bebía una mixtura de plantas que la enviaba a otro mundo, donde recibía consejos de los ángeles. Ella no los llamaba así, pero los describía como seres transparentes, alados y capaces de fulminar con el fuego de la mirada; ésos no pueden ser sino ángeles. Nos absteníamos de mencionar estos asuntos delante de terceras personas porque nos habrían acusado de brujería y tratos con el Maligno. No es divertido ir a dar a una mazmorra de la Inquisición; por menos de lo que nosotras sabíamos, muchos desventurados han terminado en la hoguera. No siempre los conjuros de Catalina daban el resultado esperado, como es natural. Una vez trató de echar de la casa al ánima de Juan de Málaga, que nos molestaba demasiado, pero sólo consiguió que se nos murieran varias gallinas esa misma noche y que al día siguiente apareciera en el centro del Cuzco una llama con dos cabezas. El animal agravó la discordia entre indios y castellanos, porque los primeros creyeron que era la reencarnación del inmortal inca Atahualpa y los segundos la despacharon de un lanzazo para probar que de inmortal poco tenía. Se armó un altercado que dejó varios indios muertos y un español herido. Catalina vivió conmigo muchos años, cuidó de mi salud, me previno de peligros y me guió en decisiones importantes. La única promesa que no cumplió fue la de acompañarme en la vejez, porque se murió antes que yo.