—Buen día, doña Inés. ¿Sucede algo? ¿Cómo está Isabel?
—Vengo a proponeros matrimonio, don Rodrigo. ¿Qué os parece? —le solté de un tirón, porque no era posible andar con rodeos en semejantes circunstancias.
Debo decir, en honor a Quiroga, que tomó mi propuesta con una ligereza de comedia. Se le iluminó la cara, levantó los brazos al cielo y lanzó un largo grito de indio, inesperado en un hombre de su compostura. Por supuesto que ya le había llegado el rumor de lo ocurrido en el Perú con La Gasca y de la extraña solución que se le ocurrió al gobernador; todos los capitanes lo comentaban, en especial los solteros. Tal vez él sospechaba que sería mi elegido, pero era demasiado modesto para darlo por seguro. Quise explicarle los términos del acuerdo, pero no me dejó hablar, me tomó en sus brazos con tanta urgencia, que me levantó del suelo y, sin más, me tapó la boca con la suya. Entonces me di cuenta de que yo también había esperado ese momento desde hacía casi un año. Me aferré a su camisa a dos manos y le devolví el beso con una pasión que llevaba mucho tiempo dormida o engañada, una pasión que tenía reservada para Pedro de Valdivia y que clamaba por ser vivida antes de que se me fuera la juventud. Sentí la certeza de su deseo, sus manos en mi cintura, en la nuca, en el cabello, sus labios en mi cara y cuello, su olor de hombre joven, su voz murmurando mi nombre, y me sentí plenamente dichosa. ¿Cómo pude pasar en un minuto del dolor por haber sido abandonada a la felicidad de sentirme querida? En aquellos tiempos yo debía de ser muy veleta... Me juré en ese instante que sería fiel hasta la muerte a Rodrigo, y no sólo he cumplido ese juramento al pie de la letra, además lo he amado durante treinta años, cada día más. Resultó muy fácil quererlo. Rodrigo siempre fue admirable, en eso estaba todo el mundo de acuerdo, pero los mejores hombres suelen tener graves defectos que sólo se manifiestan en la intimidad. No era el caso de ese noble hidalgo, soldado, amigo y marido. Nunca pretendió que olvidara a Pedro de Valdivia, a quien respetaba y quería, incluso me ayudó a preservar su memoria para que Chile, tan ingrato, lo honre como merece, pero se propuso enamorarme y lo consiguió.
Cuando por fin pudimos desprendemos del abrazo y recuperar el aliento, salí a dar una orden a Catalina, mientras Rodrigo saludaba a su hija. Media hora más tarde una fila de indios transportó mis baúles, mi reclinatorio y la estatua de Nuestra Señora del Socorro a la casa de Rodrigo de Quiroga, mientras los vecinos de Santiago, que se habían quedado esperando en la plaza de Armas después de la misa, aplaudían. Necesité dos semanas para preparar la boda, porque no quería casarme con disimulo, sino con pompa y ceremonia. Era imposible decorar la casa de Rodrigo en tan poco tiempo, pero nos concentramos en trasplantar árboles y arbustos a su patio, preparar arcos de flores y poner toldos y largos mesones para la comida. El padre González de Marmolejo nos casó en lo que hoy es la catedral, pero entonces era la iglesia en construcción, con asistencia de mucha gente, blancos, negros, indios y mestizos. Arreglamos para mí un virginal vestido blanco de Cecilia, ya que no hubo tiempo de encargar la tela para otro. «Cásate de blanco, Inés, porque don Rodrigo merece ser tu primer amor», opinó Cecilia, y tenía razón. La boda fue con misa cantada y después ofrecimos una merienda con platos de mi especialidad, empanadas, cazuela de ave, pastel de maíz, papas rellenas, frijoles con ají, cordero y cabrito asado, verduras de mi chacra y los variados postres que pensaba preparar para la llegada de Pedro de Valdivia. El ágape fue debidamente regado con los vinos que saqué sin cargo de conciencia de la bodega del gobernador, que también era mía. Las puertas de la casa de Rodrigo se mantuvieron abiertas el día entero y quien quiso comer y celebrar con nosotros fue bienvenido. Entre la multitud corrían docenas de niños mestizos e indios y, sentados en sillas dispuestas en semicírculo, estaban los ancianos de la colonia. Catalina calculó que desfilaron trescientas personas por esa casa, pero nunca fue buena para sumar, podrían haber sido más. Al otro día, Rodrigo y yo partimos contigo, Isabel, y un séquito de yanaconas a pasar unas semanas de amor en mi chacra. También nos acompañaron varios soldados para protegernos de los indios chilenos, que solían atacar a los viajeros incautos. Catalina y mis fieles criadas traídas del Cuzco quedaron a cargo de acomodar lo mejor posible la vivienda de Rodrigo; el resto de la numerosa servidumbre permaneció donde siempre. Recién entonces Valdivia se atrevió a desembarcar con sus dos mancebas y volver a su casa en Santiago, que encontró limpia, ordenada y bien abastecida, sin rastro mío.
S
e nota que mi letra ha cambiado en la última parte de este relato. Durante los primeros meses escribí de mi puño, pero ahora me canso a las pocas líneas y prefiero dictarte; mi caligrafía parece un enredo de moscas, pero la tuya, Isabel, es fina y elegante. Te gusta la tinta color óxido, una novedad llegada de España que me cuesta mucho leer, pero, ya que haces el favor de ayudarme, no puedo imponerte mi tintero negro. Avanzaríamos más rápido si no me acosaras con tantas preguntas, hija. Me divierte oírte. Hablas el castellano cantadito y escurridizo de Chile; Rodrigo y yo no logramos inculcarte las duras jotas y zetas castizas. Así hablaba el obispo González de Marmolejo, que era sevillano. Se murió hace mucho, ¿te acuerdas de él? Te quería como un abuelo, el pobre viejo. En esa época admitía tener setenta y siete años, aunque parecía un patriarca bíblico de cien, con su barba blanca y esa tendencia a anunciar el Apocalipsis que le vino al final de sus días. La fijación con el fin del mundo no le impidió ocuparse de asuntos materiales, recibía inspiración divina para hacer dinero. Entre sus espléndidos negocios estaba el criadero de caballos que teníamos en sociedad. Experimentamos mezclando razas y obtuvimos animales fuertes, elegantes y dóciles, los famosos potros chilenos, que ahora se conocen en todo el continente porque son tan nobles como los corceles árabes y más resistentes. El obispo falleció el mismo año que mi buena Catalina; él padeció el mal de los pulmones, que ninguna planta medicinal pudo curar, y a ella la despachó una teja que cayó del cielo en un temblor y le dio en la nuca. Fue un golpe certero, no alcanzó a darse cuenta de que estaba temblando. También en esa época murió Villagra, tan asustado de sus pecados, que se vestía con el hábito de san Francisco. Fue gobernador de Chile por un tiempo y será recordado entre los más pujantes y arrojados militares, pero nadie lo apreciaba, porque era tacaño. La avaricia es un defecto que a los españoles, siempre dadivosos, nos repugna.
No hay tiempo para detalles, hija, porque si nos demoramos esto puede quedar inconcluso y a nadie le gusta leer cientos de cuartillas y encontrarse con que la historia no tiene un final claro. ¿Cuál es el final de ésta? Mi muerte, supongo, porque mientras me quede un soplo de vida tendré recuerdos para llenar páginas; hay mucho que contar en una vida como la mía. Debí empezar estas memorias hace tiempo, pero estaba ocupada; erigir y dar prosperidad a una ciudad es bastante trabajo. No me puse a escribir hasta que murió Rodrigo y la tristeza me quitó las ganas de hacer otras cosas que antes me parecían urgentes. Sin él, mis noches transcurren casi enteras en blanco, y el insomnio es muy conveniente para la escritura. Me pregunto dónde está mi marido, si acaso me espera en alguna parte o está aquí mismo, en esta casa, atisbando en las sombras, cuidándome con discreción, como siempre hizo en vida. ¿Cómo será morir? ¿Qué hay al otro lado? ¿Es sólo noche y silencio? Se me ocurre que morir es partir como una flecha en la oscuridad hacia el firmamento, un espacio infinito, donde deberé buscar a mis seres amados uno por uno. Me asombra que ahora, cuando pienso tanto en la muerte, aún tenga deseos de realizar proyectos y satisfacer ambiciones. Debe de ser el puro orgullo: dejar fama y memoria de mí, como decía Pedro. Sospecho que en esta vida no vamos a ninguna parte, y menos apurados; se camina solamente, un paso cada vez, hacia la muerte. De modo que adelante, sigamos contando hasta donde me alcancen los días, ya que me sobra material.
Después de casarme con Rodrigo, decidí evitar a Pedro, al menos al comienzo, hasta que se me pasara la animosidad que reemplazó el amor que le tuve durante diez años. Lo detestaba tanto como antes lo amé; deseaba herirlo como antes lo defendí. Sus defectos se magnificaron a mis ojos, ya no me parecía noble, sino ambicioso y vano; antes era fornido, astuto y severo; entonces era gordo, falso y cruel. Sólo me desahogué con Catalina, porque ese reconcomio contra el antiguo amante me avergonzaba. Logré ocultarlo de Rodrigo, cuya rectitud le impedía percibir mi carga de malos sentimientos. Como él era incapaz de bajeza, no la imaginaba en otros. Si le pareció extraño que no me apareciera por Santiago cuando Pedro de Valdivia estaba en la ciudad, no me lo dijo. Me dediqué a mejorar nuestras casas del campo y extendí mis estadías en ellas lo más posible con el pretexto de sembradíos, cultivos de rosas, crianza de caballos y mulas, aunque en el fondo me aburría y echaba de menos mi trabajo en el hospital. Rodrigo viajaba entre la ciudad y el campo cada semana, moliéndose los riñones a galope tendido, para vernos a su hija y a mí. El aire libre, el trabajo físico, tu compañía, Isabel, y una camada de perritos, hijos del viejo Baltasar, me ayudaron. En esa época rezaba mucho, llevaba a Nuestra Señora del Socorro al jardín, nos instalábamos bajo un árbol y le contaba mis cuitas. Ella me hizo ver que el corazón es como una caja: si está ocupada con porquería, falta espacio para otras cosas. No podría amar a Rodrigo y a su hija si tenía el corazón lleno de amargura, me advirtió la Virgen. Según Catalina, el encono pone la piel amarilla y produce mal olor, por eso me daba a beber tisanas de limpieza.
Con rezos y tisanas me curé del rencor contra Pedro en un plazo de dos meses. Una noche soñé que me crecían garras de cóndor, que me abalanzaba sobre él y le arrancaba los ojos. Fue un sueño estupendo, muy vívido, y desperté vengada. Al alba salí de la cama y comprobé que ya no sentía ese dolor en los hombros y el cuello que me había atormentado durante semanas; había desaparecido el peso inútil del odio. Escuché los ruidos del despertar: los gallos, los perros, la escoba de ramas del jardinero en la terraza, las voces de las criadas. Era una mañana tibia y clara. Salí al patio descalza y la brisa me acarició la piel bajo la camisa. Pensé en Rodrigo, y la necesidad de hacer el amor con él me hizo estremecer, como en mi juventud, cuando escapaba a los vergeles de Plasencia para yacer con Juan de Málaga. Bostecé a todo pulmón, me estiré como un gato, cara al sol, y enseguida ordené preparar los caballos para regresar contigo a Santiago ese mismo día, sin más equipaje que la ropa puesta y las armas. Rodrigo no nos permitía movernos de la casa sin protección, por temor a las bandas de indios que rondaban el valle, pero igual partimos. Tuvimos suerte y pudimos llegar a Santiago al anochecer, sin inconvenientes. Los centinelas de la ciudad dieron la alarma desde sus atalayas cuando vieron la polvareda de los caballos. Rodrigo salió a recibirme asustado, temiendo una desgracia, pero le salté al cuello, lo besé en la boca y lo llevé de la mano a la cama. Esa noche comenzó verdaderamente nuestro amor, lo anterior fue entrenamiento. En los meses siguientes aprendimos a conocernos y darnos gusto. Mi amor por él era distinto al deseo que sentí por Juan de Málaga y a la pasión por Pedro de Valdivia, era un sentimiento maduro y alegre, sin conflicto, que se volvió más intenso con el transcurso del tiempo, hasta que no pude vivir sin él. Terminaron mis viajes solitarios al campo, sólo nos separábamos cuando la urgencia de la guerra llamaba a Rodrigo. Ese hombre, tan serio frente al mundo, era tierno y chacotero en privado; nos mimaba, éramos sus dos reinas, ¿te acuerdas? Así se cumplió la profecía de las conchas mágicas de Catalina de que yo sería reina. En los treinta años que habríamos de vivir juntos, Rodrigo nunca perdió el buen humor en nuestro hogar, por muy graves que fuesen las presiones externas. Compartía conmigo los asuntos de la guerra, el gobierno y la política, sus temores y pesares, sin que nada afectara nuestra relación. Tenía confianza en mi criterio, pedía mi opinión, escuchaba mis consejos. Con él no era necesario andar con rodeos para evitar ofenderlo, como sucedía con Valdivia y sucede en general con los hombres, que suelen ser quisquillosos en lo que se refiere a su autoridad.
Supongo que no deseas que hable de esto, Isabel, pero no puedo omitirlo, porque es un aspecto de tu padre que debes conocer. Antes de estar conmigo, Rodrigo creía que la juventud y el vigor bastaban a la hora de hacer el amor, error muy común. Me llevé una sorpresa cuando estuvimos la primera vez en la cama, pues se comportaba apurado como un chico de quince años. Lo atribuí al hecho de que me había esperado mucho tiempo, amándome en silencio y sin esperanzas durante nueve años, como me confesó, pero su torpeza no dio señales de disminuir en las noches siguientes. Por lo visto, Eulalia, tu madre, que lo amaba celosamente, nada le enseñó; la tarea de educarlo recayó sobre mí, y, una vez libre del rencor por Valdivia, la asumí muy gustosa, como puedes imaginar. Lo mismo había hecho con Pedro de Valdivia años antes, cuando nos conocimos en el Cuzco. Mi experiencia en capitanes españoles es limitada, pero puedo decirte que los que me tocaron fueron muy poco sabidos en materia amorosa, aunque bien dispuestos a la hora de aprender. No te rías, hija, es cierto. Te cuento estas cosas por si acaso. No sé cómo son tus relaciones íntimas con tu marido, pero si tienes quejas, te aconsejo que hablemos del tema, porque después de mi muerte no tendrás con quién hacerlo. Los hombres, como los perros y caballos, deben ser domesticados, pero pocas mujeres son capaces de hacerlo, ya que ellas mismas nada saben, no han tenido un maestro como Juan de Málaga. Además, la mayoría se enreda en escrúpulos, acuérdate del célebre camisón con el ojal de Marina Ortiz de Gaete. Así se multiplica la ignorancia, que suele acabar con los amores mejor intencionados.