Para acercarse al Cuzco, donde debería enfrentarse al ejército del rebelde Gonzalo Pizarro, Valdivia utilizó los angostos senderos de los incas, tallados al borde de los precipicios. Avanzaba con sus tropas como una fila de insectos en la maciza presencia de las montañas moradas: roca, hielo, cumbres perdidas en las nubes, viento y cóndores. Raíces petrificadas surgían a veces de las grietas y de ellas se aferraban los hombres para descansar un momento en el terrible ascenso. Las patas de las bestias resbalaban en los riscos, y los soldados, unidos por cuerdas, debían sujetarlas por las crines para evitar que rodaran a los profundos abismos. El paisaje era de una belleza abrumadora y amenazante, aquél era un mundo de luz refulgente y sombras siderales. El viento y el granizo habían tallado demonios en los contrafuertes; el hielo atrapado en las hendiduras de las rocas brillaba con los colores de la aurora. Por la mañana el sol surgía distante y frío, pintando las cimas con trazos de naranja y rojo; por la tarde la luz desaparecía tan súbitamente como había amanecido, sumiendo la cordillera en la negrura. Las noches resultaban eternas, nadie podía moverse en la oscuridad, hombres y animales se recogían, tiritando, colgados en los bordes de las quebradas.
Para aliviar el mal de altura y dar energía a la gente agotada, Valdivia los puso a masticar hojas de coca, como hacían los quechuas desde tiempos inmemoriales. Cuando supo que Gonzalo Pizarro había hecho cortar los puentes para evitar que cruzaran los ríos y precipicios, mandó a los yanaconas a tejer cuerdas con las fibras vegetales de la región, tarea que realizaban con prodigiosa rapidez. Se adelantó sin ser visto con un grupo de valientes, aprovechando la neblina de la sierra, hasta uno de los pasos cortados por Pizarro, donde ordenó a los indios trenzar las cuerdas de seis en seis, al modo tradicional de los quechuas, y hacer puentes de criznejas con ellas. Un día después llegó La Gasca con el grueso del ejército y encontró el problema resuelto. Pudieron transportar al otro lado a casi mil soldados, cincuenta caballeros, innumerables yanaconas y armamento pesado, balanceándose en las cuerdas sobre el pavoroso precipicio, entre los aullidos del viento. Después Valdivia debió obligar a los fatigados soldados a trepar dos leguas de abrupta montaña, con los pertrechos a las espaldas y halando los cañones, hasta el sitio que había escogido para desafiar a Gonzalo Pizarro. Una vez que apostó el armamento en los puntos estratégicos de los cerros, decidió dar a los hombres un par de días para reponer fuerzas, mientras él, imitando a su maestro, el marqués de Pescara, revisaba personalmente el emplazamiento de la artillería y los arcabuces, hablaba con cada soldado para darle instrucciones y preparaba el plan de batalla. Me parece verlo sobre su caballo, con su nueva armadura, enérgico, impaciente, calculando por adelantado los movimientos del enemigo, disponiendo la ofensiva, como el buen jugador de ajedrez que era. Ya no era joven, tenía cuarenta y ocho años, había engordado un poco y la antigua herida de la cadera le molestaba, pero todavía podía mantenerse a caballo dos días con sus noches, sin descanso, y sé que en esos momentos se sentía invencible. Tan seguro estaba del triunfo, que prometió a La Gasca que perderían menos de treinta hombres en la contienda, y cumplió.
Apenas resonó la primera andanada de cañonazos entre los cerros, los pizarristas comprendieron que se hallaban ante un formidable general. Muchos soldados, incómodos con la idea de batirse contra el rey, abandonaron las filas de Gonzalo Pizarro para unirse a las de La Gasca. Cuentan que el maestre de campo de Pizarro, viejo zorro con muchísimos años de experiencia militar, adivinó al punto con quién debía batirse. «Hay un solo general en el Nuevo Mundo capaz de esta estrategia: don Pedro de Valdivia, conquistador de Chile», dicen que dijo. Su enemigo no lo defraudó, y tampoco le dio tregua. Al cabo de varias horas de lucha y de cuantiosas pérdidas, Gonzalo Pizarro debió rendirse y entregar su espada a Valdivia. Días más tarde fue decapitado en el Cuzco, junto a su anciano maestre de campo.
La Gasca había cumplido su cometido de sofocar la insurrección y devolver el Perú a Carlos V; ahora le tocaba ocupar el cargo del depuesto Gonzalo Pizarro, con el inmenso poder que ello implicaba. Debía su triunfo al vigoroso capitán Valdivia, y lo premió confirmando su titulo de gobernador de Chile, dado por los vecinos de Santiago, que hasta ese momento no había sido ratificado por la Corona. Además, lo autorizó para reclutar soldados y llevarlos a Chile, siempre que no fuesen rebeldes pizarristas ni indios peruanos.
¿Se acordaría Pedro de mí cuando andaba triunfante por las calles del Cuzco? ¿O iría hinchado de orgullo pensando sólo en sí mismo? Me he preguntado cien veces por qué no me llevó con él en ese viaje. Si lo hubiera hecho, muy distinta habría sido nuestra suerte. Iba en una misión militar, es cierto, pero yo fui su compañera en la guerra tanto como en la paz. ¿Se avergonzaba de mí? Manceba, barragana, concubina. En Chile yo era doña Inés Suárez, la Gobernadora, y nadie se acordaba de que no éramos esposos legítimos. Yo misma solía olvidarlo. Las mujeres deben haber acosado a Pedro en el Cuzco y luego en la Ciudad de los Reyes, era el héroe absoluto de la guerra civil, amo y señor de Chile, supuestamente rico y todavía atractivo; a cualquiera le honraría ir de su brazo. Además, ya andaba circulando la intriga de asesinar a La Gasca, hombre de una rigidez fanática, y nombrar a Pedro de Valdivia en su lugar, pero nadie se atrevía a decírselo a la cara al interesado, porque para él habría sido un insulto. La espada de los Valdivia había servido siempre con lealtad al rey, jamás se volvería en su contra, y La Gasca representaba al rey.
No vale la pena, a mi edad, hacer conjeturas sobre las mujeres que tuvo Pedro en el Perú, sobre todo porque no tengo la conciencia demasiado limpia: en esa época comenzó mi amistad amorosa con Rodrigo de Quiroga. Debo aclarar, sin embargo, que él no tomó ninguna iniciativa ni dio muestras de adivinar mis vagos deseos. Yo sabía que él jamás traicionaría a su amigo Pedro de Valdivia, por lo mismo me cuidé de esa mutua simpatía tanto como se cuidó él. ¿Me volví hacia Quiroga por despecho? ¿Para vengarme por el abandono de Pedro? No lo sé, el caso es que Rodrigo y yo nos amamos como novios castos, con un sentimiento profundo y desesperanzado, que nunca pusimos en palabras, sólo en miradas y gestos. Por mi parte, no era una pasión ardiente, como la que sentí por Juan de Málaga o Pedro de Valdivia, sino un deseo discreto de estar cerca de Rodrigo, de compartir su vida, de cuidarlo. Santiago era una ciudad pequeña, donde resultaba imposible mantener algo en secreto, pero el prestigio de Rodrigo era intachable y nadie propaló chismes de nosotros, a pesar de que nos encontrábamos a diario cuando él no andaba guerreando. Pretextos no faltaban, porque él me ayudaba en mis proyectos de construir la iglesia, las ermitas, el cementerio y el hospital, y yo me había hecho cargo de su hija.
No puedes acordarte, Isabel, porque sólo tenías tres años. Eulalia, tu madre, quien mucho te quiso a ti y a Rodrigo, falleció ese año durante la epidemia de tifus. Tu padre te condujo de la mano a mi casa y me dijo: «Cuidádmela por unos días, os lo ruego, doña Inés, mirad que debo ir a dar cuenta de unos salvajes, pero pronto estaré de regreso». Eras una chiquilla callada e intensa, tenías cara de llama, los mismos dulces ojos de pestañas largas, la misma expresión de curiosidad y el cabello cogido en dos moños parados, como las orejas de ese animal. De tu madre quechua heredaste la piel de caramelo, y de tu padre, las facciones aristocráticas; buena mezcla. Te adoré desde el momento en que cruzaste mi umbral, abrazada a un caballito de madera tallado por Rodrigo. Nunca te devolví a tu padre, con diferentes excusas te mantuve a mi lado hasta que Rodrigo y yo nos casamos, entonces fuiste legalmente mía. Me criticaban porque te mimaba y te daba trato de adulto, decían que estaba criando a un monstruo; imagínate el chasco que se han llevado las malas lenguas al ver el resultado.
En esos nueve años de la colonia en Chile habíamos sostenido varias batallas campales e innumerables escaramuzas con los indios chilenos, pero no sólo logramos establecernos, sino también fundar nuevas ciudades. Nos creíamos seguros, pero en realidad los indígenas chilenos no aceptaron jamás nuestra presencia en su tierra, como comprobaríamos en los años siguientes. Los indios de Michimalonko, en el norte, se preparaban desde hacía años para un levantamiento masivo, pero no se atrevían a atacar Santiago, como hicieron en 1541; en cambio, concentraron su esfuerzo en los pequeños villorrios del norte, donde los colonos españoles se hallaban casi indefensos.
En el verano de 1549 murió don Benito de mal de barriga, por comer ostras malas. Era muy querido por todos nosotros, lo considerábamos el patriarca de la ciudad. Habíamos llegado hasta el valle del Mapocho impulsados por la ilusión de ese viejo soldado, quien comparaba Chile con el Jardín del Edén. Conmigo siempre fue de una lealtad y galantería ejemplares, por lo mismo me desesperé al no poder ayudarlo en su agonía. Murió en mis brazos, retorciéndose de dolor, envenenado hasta los tuétanos. Estábamos en medio del funeral, al que asistieron todos los vecinos, cuando aparecieron en Santiago dos soldados en harapos, cayéndose de fatiga y uno de ellos malherido. Venían de La Serena, viajando de noche y ocultándose de día para evitar a los indios. Contaron que una noche el único vigía de la pequeña ciudad de La Serena, recién fundada, alcanzó apenas a dar la alarma antes de que masas de indios ensoberbecidos se abalanzaran sobre el pueblo. Los españoles no pudieron defenderse y en pocas horas nada quedó de La Serena. Los asaltantes torturaron a muerte a hombres y mujeres, destrozaron a los niños estrellándolos contra las rocas y redujeron a ceniza las casas. En la consiguiente confusión, los dos soldados lograron escabullirse y, con infinitas penurias, trajeron a Santiago la horrenda noticia. Nos aseguraron que se trataba de una sublevación general, las tribus estaban en pie de guerra, listas para destruir todos los emplazamientos españoles.
El terror se apoderó de la población de Santiago; nos parecía ver a las hordas de salvajes saltando el foso, trepando la muralla y cayendo sobre nosotros como la ira del diablo. De nuevo nos encontrábamos con las fuerzas divididas, porque parte de los soldados había sido asignada a los villorrios del norte, Pedro de Valdivia se hallaba ausente con varios capitanes, y los refuerzos prometidos no habían llegado. Era imposible proteger las minas y las haciendas, que fueron abandonadas, mientras la gente se refugió en Santiago. Las mujeres, desesperadas, se instalaron en la iglesia a rezar de día y de noche, mientras los hombres, incluso los ancianos y los enfermos, se dispusieron a defender la ciudad.
El cabildo, reunido en pleno, decidió que Villagra fuera con sesenta hombres a enfrentarse con los indios en el norte, antes de que éstos se organizaran para llegar a Santiago. Aguirre quedó a cargo de la defensa de la capital y Juan Gómez fue conminado a emplear cualquier medio para conseguir información sobre la guerra, lo que en pocas palabras significaba dar suplicio a los sospechosos. Los alaridos de dolor de los indios torturados contribuían a ponernos los nervios de punta. Fueron inútiles mis súplicas de compasión y el argumento de que mediante suplicio jamás se obtenía la verdad, porque la víctima confesaba lo que su verdugo deseaba escuchar. Eran tanto el odio, el miedo y el deseo de venganza, que al saberse de las excursiones punitivas de Villagra, cuyo ensañamiento igualaba al de los bárbaros, la gente celebraba. Con sus fieros métodos logró sofocar la insurrección, descalabrar las huestes indígenas en menos de tres meses y evitar que Santiago fuese atacado. Impuso un acuerdo de paz a los caciques, pero nadie esperaba que la tregua fuese durable; nuestra única esperanza consistía en que el gobernador regresara pronto con sus capitanes, trayendo más soldados del Perú.
Meses después de la campaña militar de Villagra, el cabildo envió al norte a Francisco de Aguirre con la misión de reconstruir las ciudades avasalladas por los indios y conseguir aliados, pero el capitán vasco aprovechó la oportunidad para dar rienda suelta a su impulsivo y cruel temperamento. Caía sobre los rancheríos sin misericordia, cogía a todos los hombres, desde los niños hasta los ancianos, los encerraba en barracones de madera y los quemaba vivos. Así estuvo a punto de exterminar por completo a la población indígena y, según él mismo contaba riéndose, después debió preñar a las viudas para repoblar. Y no doy más detalles porque me temo que estas páginas contienen más truculencia de la que puede tolerar un alma cristiana. En el Nuevo Mundo nadie anda con remilgos a la hora de ejercer violencia. ¿Qué digo? Violencia como la que practicaba Aguirre existe por igual en todas partes y en todos los tiempos. Nada cambia, los seres humanos repetimos los mismos pecados una y otra vez, eternamente. Esto ocurría en las Indias, mientras en España el emperador Carlos V promulgaba las Leyes Nuevas, en que confirmaba que los indios eran súbditos de la Corona y advertía a los encomenderos que no podían obligarlos a trabajar o darles castigo físico, que debían contratarlos por escrito y pagarles en moneda dura. Más aún, los conquistadores debían abordar a los indígenas por las buenas, pidiéndoles con gentiles palabras que aceptaran al Dios y al rey de los cristianos, que regalaran su tierra y se pusieran a las órdenes de sus nuevos amos. Como tantas leyes bien intencionadas, éstas quedaban en tinta y papel. «Nuestro soberano debe estar peor de la cabeza de lo que suponemos, si piensa que esto es posible», comentó Aguirre al respecto. Tenía razón. ¿Qué hicieron las gentes en España cuando llegaron extranjeros a imponer sus costumbres y su religión? Combatirlos hasta la muerte, por supuesto.
Entretanto, Pedro consiguió reunir a un número considerable de soldados en el Perú y emprendió el camino de regreso por tierra siguiendo la ruta conocida del desierto de Atacama. Cuando ya había viajado durante semanas, un mensajero de La Gasca le dio alcance a galope tendido y lo conminó a regresar a la Ciudad de los Reyes, donde había un voluminoso legajo de acusaciones contra él. Valdivia debió dejar la tropa al mando de sus capitanes y dar media vuelta para enfrentar a la justicia. De nada le sirvió la ayuda prestada al rey y a La Gasca para derrotar a Gonzalo Pizarro y devolver la paz al Perú, ya que de todos modos fue enjuiciado.
Además de los enemigos envidiosos que Valdivia se granjeó en el Perú, había otros detractores que viajaron desde Chile con el fin de destruirlo. Los cargos en su contra eran más de cincuenta, pero sólo recuerdo los más importantes y los que me conciernen. Lo acusaron de nombrarse gobernador sin autorización de Francisco Pizarro, quien sólo le dio el título de teniente gobernador; de ordenar la muerte de Sancho de la Hoz y de otros españoles inocentes, como el joven Escobar, condenado por celos; aseguraron que había robado el dinero de los colonos, pero no aclararon que Pedro ya había pagado casi toda esa deuda con el producto de la mina de Marga-Marga, como había prometido; dijeron que se había apoderado de las mejores tierras y de miles de indios, sin mencionar que corría con diversos gastos de la colonia, financiaba a los soldados, prestaba dinero sin interés y, en buenas cuentas, actuaba como tesorero de Chile con el dinero de su propio bolsillo, ya que nunca fue avaro o codicioso; agregaron que había dado riqueza en demasía a una tal Inés Suárez, con quien convivía en concubinato escandaloso. Lo que más indignación me produjo después, cuando me enteré de los pormenores, fue que esos villanos sostuviesen que yo manejaba a Pedro como me daba la gana y que para obtener algo del gobernador era necesario pagarle comisión a su barragana. Pasé muchas penurias en la conquista de Chile y he dedicado mi vida a fundar este reino. No es caso de dar una lista de lo que he realizado con mi esfuerzo, porque está inscrito en los archivos del cabildo y quien dude puede ir a consultarlos. Es cierto que Pedro me honró con valiosas tierras y encomiendas, lo que produjo rencor en personas mezquinas y de corta memoria, pero no es cierto que me las gané en la cama. Mi fortuna se ha acrecentado porque la administré con el mismo buen juicio de campesina que heredé de mi madre, que en paz descanse. «Que salga menos de lo que entra», era la filosofía de ella respecto al dinero, fórmula que no puede fallar. Como hidalgos españoles que eran, Pedro y Rodrigo nunca se ocuparon de la gerencia de sus bienes o de los negocios; Pedro murió pobre y Rodrigo vivió rico gracias a mí.