Apenas había regresado a Santiago y empezaba a cultivar el placer y el bendito amor con Rodrigo, cuando un día la ciudad despertó con la corneta de alarma de un centinela. Habían encontrado una cabeza de caballo ensartada en la misma pica donde tantas cabezas humanas fueron expuestas a lo largo de los años. Al examinarla de cerca, se vio que pertenecía a Sultán, el corcel favorito del gobernador. Un grito de horror quedó atascado en todos los pechos. Se había impuesto el toque de queda en Santiago para evitar robos; ningún indio, negro o mestizo podía circular de noche, so pena de cien azotes a carne desnuda en el rollo de la plaza, la misma pena que se les aplicaba si hacían fiestas sin permiso, se emborrachaban o apostaban en el juego, vicios reservados a sus amos. El toque de queda descartaba a toda la población mestiza e indígena de la ciudad, pero nadie imaginaba que un español fuese culpable de semejante aberración. Valdivia ordenó a Juan Gómez aplicar tormento a quien fuese necesario para descubrir al autor del ultraje.
Aunque me había sanado del odio por Pedro de Valdivia, prefería verlo lo menos posible. De todos modos, nos encontrábamos con frecuencia, ya que el centro de Santiago es pequeño y vivíamos cerca, pero no participábamos en los mismos eventos sociales. Los amigos se cuidaban de invitarnos juntos. Cuando nos topábamos en la calle o en la iglesia, nos saludábamos con una discreta inclinación de cabeza, nada más.
Sin embargo, la relación de él con Rodrigo no cambió; Pedro siguió prodigándole su confianza y éste respondió con lealtad y afecto. Por supuesto que yo era el blanco de comentarios maliciosos.
—¿Por qué será la gente tan mezquina y chismosa, Inés? —me comentó Cecilia.
—Les molesta que en vez de asumir el papel de amante abandonada me haya convertido en esposa feliz. Se regocijan al ver humilladas a las mujeres fuertes, como tú y yo. No nos perdonan que triunfemos cuando tantos otros fracasan —le expliqué.
—No merezco que me compares contigo, Inés, no tengo tu temple —se rió Cecilia.
—Temple es una virtud apreciada en el varón, pero se considera defecto en nuestro sexo. Las mujeres con temple ponen en peligro el desequilibrio del mundo, que favorece a los hombres, por eso se ensañan en vejarlas y destruirlas. Pero son como las cucarachas: aplastan a una y salen más por los rincones —le dije.
Respecto a María de Encio, recuerdo que ninguno de los vecinos principales la recibía, a pesar de ser española y manceba del gobernador. Se limitaban a tratarla como a su ama de llaves. En cuanto a la otra, Juana Jiménez, se burlaban a sus espaldas diciendo que su señora la había entrenado para realizar en la cama las piruetas que ella misma no tenía estómago para hacer. Si eso era cierto, me pregunto en qué vicios enredaron a Pedro, que era hombre de sensualidad sana y directa, nunca le interesaron las curiosidades de los libritos franceses que hacía circular Francisco de Aguirre, excepto en la época del pobre muchacho Escobar, cuando quiso aturdir su culpa rebajándome a la condición de ramera. Y a propósito, que no me falte decir en estas páginas que Escobar no llegó al Perú, pero tampoco murió de sed en el desierto, como se suponía. Muchos años más tarde me enteré de que el joven yanacona que lo acompañaba lo condujo por derroteros secretos a la aldea de sus padres, escondida entre los picos de la sierra, donde ambos viven hasta hoy. Antes de partir al destierro, Escobar le prometió a González de Marmolejo que si llegaba con vida al Perú se haría sacerdote, porque sin duda Dios lo había señalado con el dedo al salvarlo de la horca primero y del desierto después. No cumplió la promesa, en cambio tuvo varias esposas quechuas e hijos mestizos, propagando así la santa fe a su manera. Volviendo a las mancebas que trajo Valdivia del Cuzco, supe por Catalina que le preparaban cocimientos de yerba del clavo. Tal vez Pedro temía perder su potencia viril, que para él era tan importante como su valor de soldado, y por eso bebía pociones y empleaba a dos mujeres para estimularlo. Aún no estaba en edad de que disminuyera su vigor, pero le fallaba la salud y le dolían sus antiguas heridas. La suerte de esas dos mujeres fue aventurera. Después de la muerte de Valdivia, Juana Jiménez desapareció, dicen que la raptaron los mapuche en una redada en el sur. María de Encio se volvió de mala índole y se dedicó a torturar a sus indias; cuentan que los huesos de las desdichadas están enterrados en la casa, que ahora pertenece al cabildo de la ciudad, y que por las noches se oyen sus gemidos, pero ésa también es otra historia que no alcanzo a contar.
Mantuve a María y Juana a la distancia. No pensaba dirigirles nunca la palabra, pero Pedro se cayó del caballo y se fracturó una pierna, entonces me llamaron, porque nadie sabía más que yo de esas dolencias. Entré por primera vez a la casa que fuera mía, levantada con mis propias manos, y no la reconocí, a pesar de que los mismos muebles estaban en los mismos sitios. Juana, una gallega de corta estatura, pero proporcionada y de agradables facciones, me saludó con una reverencia de criada y me condujo a la habitación que antes yo compartía con Pedro. Allí estaba María, lloriqueando y poniéndole paños mojados en la frente al herido, que yacía más muerto que vivo. María se me echó encima para besarme las manos, sollozando de agradecimiento y susto —si Pedro moría, la suerte de ella era bastante turbia—, pero la aparté con delicadeza, para no ofenderla, y me acerqué a la cama. Al quitar la sábana y ver la pierna rota en dos partes, pensé que lo más apropiado sería amputarla por encima de la rodilla, antes de que se pudriera, pero esa operación siempre me ha espantado y no me sentí capaz de practicarla en aquel cuerpo que antes amé.
Me encomendé a la Virgen y me dispuse a remediar el daño lo mejor posible, ayudada por el veterinario y el herrero, ya que el médico había probado ser un ebrio inútil. Era una de esas desventuradas quebraduras, difíciles de tratar. Debí colocar cada hueso en su sitio tanteando a ciegas, y sólo por milagro quedó más o menos bien. Catalina aturdía al paciente con sus polvos mágicos disueltos en licor, pero incluso dormido bramaba; se requerían varios hombres para sujetarlo en cada curación. Hice el trabajo sin malicia ni rencor, procurando ahorrarle sufrimiento, aunque eso resultó imposible. A decir verdad, de su ingratitud, ni me acordé. Tantas veces Pedro sintió que moriría de dolor, que dictó su testamento a González de Marmolejo, lo selló y lo mandó guardar bajo tres candados en la oficina del cabildo. Cuando lo abrieron, después de su muerte, estipulaba entre otras cosas que Rodrigo de Quiroga debía reemplazarlo como gobernador. Reconozco que las dos mancebas españolas atendieron a Pedro con esmero, y en parte debido a esos cuidados pudo volver a caminar, aunque habría de cojear para el resto de su vida.
No fue necesario que Juan Gómez supliciara a nadie para descubrir al culpable del crimen de Sultán; a la media hora se supo que había sido Felipe. Al comienzo no pude creerlo, porque el joven mapuche adoraba al animal. En una ocasión en que Sultán fue herido por los indios en Marga-Marga, Felipe lo atendió durante semanas, dormía con él, le daba de comer de su mano, lo limpiaba y le hacía las curaciones, hasta que se repuso. Era tanto el afecto entre el muchacho y el caballo, que Pedro solía ponerse celoso, pero como nadie cuidaba a Sultán mejor que Felipe, prefería no intervenir. La habilidad del joven mapuche con los caballos había llegado a ser legendaria, y Valdivia lo tenía en mente para nombrarlo yegüerizo cuando tuviese edad suficiente, oficio muy respetado en la colonia, donde la crianza de caballos era fundamental. Felipe mató a su noble amigo cercenándole la vena gruesa del cuello, para que no sufriera, y luego lo decapitó con un machete. Desafiando el toque de queda y aprovechando la oscuridad, plantó la cabeza en la plaza y escapó de la ciudad. Dejó su ropa y sus escasos bienes en un atado en la caballeriza ensangrentada. Partió desnudo, con el mismo amuleto al cuello con que llegara años antes. Lo imagino corriendo descalzo sobre la tierra blanda, aspirando a pleno pulmón las fragancias secretas del bosque, laurel, quillay, romero, vadeando charcos y arroyos cristalinos, cruzando a nado las aguas heladas de los ríos, con el cielo infinito sobre su cabeza, libre al fin. ¿Por qué cometió ese acto bárbaro con el animal que tanto quería? La sibilina explicación de Catalina, quien nunca le tuvo simpatía, resultó exacta: «¿No ves que el mapuche se está yendo no más con los suyos, pues, mamitay?».
Supongo que Pedro de Valdivia reventó de ira ante lo sucedido, jurando el más horrible castigo contra su caballerizo favorito, pero luego debió postergar la venganza porque tenía asuntos más graves entre manos. Acababa de obtener una alianza con su principal enemigo, el cacique Michimalonko, y estaba organizando una gran campaña al sur del país para someter a los mapuche. El viejo cacique, a quien los años no dejaban huella, había comprendido la conveniencia de aliarse con los
huincas
, en vista de que había sido incapaz de derrotarlos. El escarmiento de Aguirre lo dejó prácticamente desprovisto de hombres para sus huestes; en el norte quedaban sólo mujeres y niños, la mitad de los cuales eran mestizos. Entre perecer o pelear contra los mapuche del sur, con quienes había tenido problemas en los últimos tiempos porque no pudo cumplir la promesa hecha de destruir a los españoles, optó por lo segundo, así al menos salvaba su dignidad y no tenía que poner a sus guerreros a labrar la tierra y sacar oro para los
huincas
.
Yo, sin embargo, no pude quitarme a Felipe de la mente. La muerte de Sultán me pareció un acto simbólico: con esos golpes de machete asesinó al gobernador, después de eso ya no había vuelta atrás, rompía con nosotros para siempre y se llevaba la información que había adquirido en años de inteligente disimulo. Recordé el primer ataque indígena a la naciente ciudad de Santiago, en la primavera de 1541, y me pareció dar con la clave del papel que desempeñó Felipe en nuestras vidas. En esa ocasión los indios se cubrieron con mantos oscuros para avanzar de noche sin ser vistos por los centinelas, tal como hicieran en Europa las tropas del marqués de Pescara con sábanas blancas sobre la nieve. Felipe escuchó a Pedro contar esa historia en más de una ocasión y transmitió la idea a los toquis. Sus frecuentes desapariciones no eran casuales, correspondían a una feroz determinación, casi imposible de imaginar en el niño que era entonces. Podía salir de la ciudad a cazar, sin ser molestado por las huestes hostiles que nos mantenían sitiados, porque era uno de ellos. Sus excursiones de cacería servían de pretexto para reunirse con los suyos y contarles de nosotros. Fue él quien llegó con la noticia de que la gente de Michimalonko estaba concentrada cerca de Santiago, él quien ayudó a preparar la emboscada para alejar a Valdivia y la mitad de nuestra gente, él quien avisó a los indios del momento propicio para atacarnos. ¿Dónde estaba ese chiquillo durante el asalto a Santiago? En el bochinche de ese día terrible nos olvidamos de él. Se escondió o ayudó a nuestros enemigos, tal vez contribuyó a avivar al incendio; no lo sé. Durante años Felipe se dedicó a estudiar los caballos, domarlos y criarlos; escuchaba con atención los relatos de los soldados y aprendía sobre estrategia militar; sabía usar nuestras armas, desde una espada hasta un arcabuz y un cañón; conocía nuestras fuerzas y flaquezas. Creíamos que admiraba a Valdivia, su Taita, a quien servía mejor que nadie, pero en realidad lo espiaba, mientras en su interior cultivaba el rencor contra los invasores de su tierra. Tiempo después supimos que era hijo de un toqui, el último de una larga línea de jefes, tan orgulloso de su linaje de guerreros como Valdivia lo estaba del suyo. Imagino el odio terrible que oscurecía el corazón de Felipe. Y ahora este mapuche de dieciocho años, fuerte y delgado como un junco, corría desnudo y veloz hacia los bosques húmedos del sur, donde le esperaban las tribus.
Su nombre verdadero era Lautaro y llegó a ser el más famoso toqui de la Araucanía, temido demonio para los españoles, héroe para los mapuche, príncipe de la epopeya guerrera. Bajo su mando, las huestes desordenadas de los indios se organizaron como los mejores ejércitos de Europa, en escuadrones, infantería y caballería. Para derribar a los caballos sin matarlos —eran tan valiosos para ellos como para nosotros—, utilizó las boleadoras, dos piedras atadas a los extremos de una cuerda, que se enredaban en las patas y tumbaban al animal, o en el cuello del jinete para desmontarlo. Mandó a los suyos a robar caballos y se dedicó a criarlos y domarlos; lo mismo hizo con los perros. Entrenó a sus hombres para convertirlos en los mejores jinetes del mundo, como lo era él mismo, de manera que la caballería mapuche llegó a ser invencible. Cambió los antiguos garrotes, pesados y torpes, por macanas cortas, mucho más eficaces. En cada batalla se apoderaba de las armas del enemigo para usarlas y copiarlas. Estableció un sistema de comunicación tan eficiente, que hasta el último de sus guerreros recibía las órdenes de su toqui en un instante, e impuso una disciplina férrea, sólo comparable a la de los célebres tercios españoles. Convirtió a las mujeres en guerreras feroces y puso a los niños a acarrear víveres, pertrechos y mensajes. Conocía el terreno y prefería el bosque para ocultar a sus ejércitos, pero cuando fue necesario levantó pucaras en sitios inaccesibles, donde preparaba a su gente, mientras sus espías le informaban de cada paso del enemigo, para adelantársele. Sin embargo, no pudo cambiar la mala costumbre de sus guerreros de embriagarse con chicha y
muday
hasta quedar aturdidos después de cada victoria. De haberlo logrado, los mapuche habrían exterminado a nuestro ejército en el sur. Treinta años más tarde, el espíritu de Lautaro todavía anda a la cabeza de sus huestes y su nombre resonará por los siglos, nunca podremos vencerle.
Conocimos la epopeya de Lautaro un poco más tarde, cuando Pedro de Valdivia partió a la Araucanía a fundar nuevas ciudades con el sueño de extender la conquista hasta el estrecho de Magallanes. «Si Francisco Pizarro conquistó el Perú con ciento y tantos soldados, que se batieron contra treinta y cinco mil hombres del ejército de Atahualpa, sería bochornoso que unos salvajes chilenos nos detuvieran a nosotros», anunció ante el cabildo reunido. Llevaba doscientos soldados bien apertrechados, cuatro capitanes, entre ellos el valiente Jerónimo de Alderete, cientos de yanaconas cargando los bultos, y además lo acompañaba Michimalonko, sobre su corcel regalado, a la cabeza de sus indisciplinadas pero bravas bandas. Los caballeros iban con armadura completa; los infantes, con coraza y escudo, y hasta los yanaconas llevaban yelmo para proteger la cabeza de los formidables mazazos de los mapuche. Lo único que desentonaba con la soberbia militar fue que debieron transportar a Valdivia en un palanquín, como a una cortesana, porque el dolor de la pierna fracturada, que aún no estaba bien curada, le impedía montar. Antes de partir envió al temible Francisco de Aguirre a reconstruir La Serena y fundar otras ciudades en el norte, casi despoblado por las campañas de exterminio que el mismo Aguirre había llevado a cabo antes y por la retirada en masa de la gente de Michimalonko. Nombró a Rodrigo de Quiroga su representante en Santiago, el único capitán que era obedecido y respetado por unanimidad. Así, por una de esas vueltas inesperadas de la vida, volví a ser la gobernadora, cargo que siempre he ejercido de hecho, aunque no siempre fue ése mi título legítimo.