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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (12 page)

BOOK: Infierno Helado
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—No se lo diré a nadie. Le agradezco que hable con el corazón.

Se encogió de hombros.

—Es irónico. A corto plazo, me beneficio del derretimiento, pero cuando el glaciar haya desaparecido se llevará todas las pruebas que necesito para mi investigación. Todo irá a parar al mar. Esta es mi mejor oportunidad de estudiar el glaciar y recoger especímenes.

—Y por eso trasnocha. Perdone mi irrupción.

—En absoluto. Le agradezco la visita. Además, no soy el único que está ocupado. Mírese usted: haciendo preguntas, ocupándose de los preliminares, haciendo quedar bien a la estrella… La cual, dicho sea de paso, no parece particularmente agradecida por su esfuerzo.

Ekberg hizo una mueca, pero no quiso entrar en pormenores.

—Los productores de campo llevamos nuestra cruz, como ustedes. —Levantó la vista—. ¿Toca?

Señaló un teclado MIDI apoyado en la pared del fondo.

Marshall asintió con la cabeza.

—Sobre todo blues y jazz.

—¿Y lo hace bien?

El se rió.

—Supongo que sí. No podría ganarme la vida, pero toco habitualmente en el grupo de un club de Woburn. Lo que me encanta es jugar con los sintetizadores. Ahora ya no hace falta, claro, porque ya están prediseñados todos los sonidos y solo hay que elegir la onda que se prefiera de un menú informático, pero de joven me chiflaba manipular osciladores y filtros. Los fabricaba yo mismo.

—Un día tendrá que tocarnos algo… —Ekberg señaló la puerta—. En fin, creo que será mejor que vaya fuera; hace un rato he preparado una secuencia sobre la aurora boreal y seguro que Emilio ya la está filmando.

Marshall se levantó.

—Si no le importa, la acompaño.

Arriba, en la sala de aclimatación, Marshall se fijó en que el termómetro indicaba dos grados bajo cero. Se puso la parka ligera y siguió a Ekberg por la zona de almacenamiento temporal. Al salir, se encontraron con un bullicio controlado. Aunque fuera tarde, la plataforma estaba llena de luces y sonidos.

Los técnicos montaban los soportes de las cámaras y distribuían unos grandes bastidores alrededor de la cámara cerrada, para el rodaje del día siguiente. A poca distancia de la caravana de Davis, un técnico de luces instalaba un foco para añadir luz en la zona en la que estaban a punto de rodar. El técnico de sonido hablaba animadamente con Fortnum. Wolff, el enlace de canal, estaba de pie, a la sombra del SnoCat, con las manos en los bolsillos observando la escena en silencio. Otra docena de personas, repartidas en pequeños grupos, miraba el cielo nocturno.

Marshall siguió la dirección de sus miradas y lo que vio le cortó la respiración.

Había dado por supuesto que la intensa luz que le rodeaba era artificial, pero vio que se debía a la aurora boreal más rara y espectacular que había presenciado en toda su vida. Todo el firmamento ardía en capas de luz ondulante.

Parecía tener forma física, un resplandor viscoso, como mercurio que se deslizara muy despacio por el cielo. Colgaba tan bajo que sintió el absurdo impulso de bajar la cabeza. En cuanto al color, le resultaba difícil describirlo: un carmesí oscuro, increíblemente intenso, con un brillo casi radiactivo que hipnotizaba.

—Dios mío —murmuró.

Ekberg le miró.

—Creía que a estas alturas ya se habría cansado de ellas.

—Esta no es una aurora boreal cualquiera. Normalmente se ven franjas de color cambiante, pero esta noche solo hay una. Fíjese en su intensidad.

—Sí. Parece vino. O sangre. Da miedo. —El reflejo de la luz en la cara de Ekberg era fantasmagórico—. ¿Nunca había visto una aurora boreal así?

—Solo en una ocasión: la noche antes de descubrir el tigre.

—Marshall hizo una pausa—. Pero esta noche el efecto es el doble de intenso.

Además, está tan baja que parece que se pueda tocar.

—¿Hace ruido o me lo imagino?

Ekberg había ladeado la cabeza, como si escuchara. Marshall se sorprendió haciendo lo mismo. Sabía que era imposible, pero oía algo por encima del ruido de la maquinaria y del zumbido de los generadores. A ratos crepitaba como un trueno lejano y al minuto siguiente era como una mujer gimiendo de dolor; todo ello al compás del ir y venir de las luces. Se acordó de las palabras del anciano chamán: «Los antepasados están enfadados…

Su ira riñe el cielo de sangre. Los cielos gritan de dolor, como una mujer cuando da a luz…».

Marshall sacudió la cabeza. Él ya había oído hablar de auroras boreales que gemían y lloraban, pero siempre lo había atribuido a leyendas. Aquella noche, sin embargo, había algún tipo de fenómeno auditivo asociado, aunque tal vez era porque la aurora boreal estaba mucho más cerca del suelo que de costumbre. Cuando se disponía a entrar en la base para avisar a sus colegas, vio a Faraday. El biólogo estaba entre dos cobertizos provisionales, con el magnetómetro en una mano y la cámara digital en la otra, ambos dirigidos hacia el cielo. Evidentemente, también se había dado cuenta.

A un lado detectó un ligero movimiento. Al girarse, Marshall vio que se acercaban el camionero y su compañero de cabina. El primero seguía llevando su hortera camisa de flores, a pesar del frío.

—Menudo espectáculo, ¿eh? —dijo.

Marshall se limitó a sacudir la cabeza.

—Yo he visto un montón de auroras boreales —añadió el camionero—, pero esta las gana a todas.

—Los inuit creen que son los espíritus de los muertos —repuso Marshall.

—Es verdad —dijo el hombre de la barba recortada—. Y no son particularmente amistosos. Usan el cielo para jugar a béisbol con cráneos humanos. Según la leyenda, si silbas durante una aurora boreal, esos espíritus pueden bajar y quitarte la cabeza.

Ekberg se estremeció.

—Entonces que no silbe nadie, por favor.

Marshall miró al recién llegado con curiosidad.

—No lo sabía.

—Yo tampoco, hasta mi escala en Yellowknife. —El hombre de la barba señaló al camionero con la cabeza—. Allí fue donde el amigo se ofreció a traerme hasta aquí.

Marshall se rió.

—Pues al bajar del camión no parecía muy contento.

El hombre de la barba sonrió un poco. Ya se había rehecho de un viaje que a todas luces había resultado angustioso.

—En aquel momento parecía buena idea. —Tendió la mano—. Me llamo Logan.

Lo mismo hizo el camionero.

—Y yo Carradine.

Marshall se presentó a sí mismo y luego a Ekberg.

—No sé por qué, pero me parece que usted no es de por aquí —dijo al camionero.

—Pues le parece bien. Cabo Coral, Florida. Aquí pagan muy bien, pero, aparte de eso, Alaska está llena de cosas que no me hacen ninguna falta.

—¿Y puede precisar esas cosas que no le hacen falta? —preguntó Ekberg.

—Nieve. Hielo. Y hombres. Sobre todo hombres con camisa roja de franela.

—Hombres —repitió Ekberg.

—Sí. Hay demasiados. Aquí la proporción de hombres y mujeres es de diez a una. Dicen que si hay una mujer interesada, tiene muchas posibilidades, pero pocas buenas.

Todos se rieron.

—Tengo que volver a la base —dijo Logan—. Por lo visto, no han llegado a tiempo mis cartas de presentación y el bueno del sargento González necesita que le explique mi presencia aquí. Encantado de conocerles.

Les saludó con la cabeza y fue hacia la entrada principal.

Vieron cómo se iba.

—No le he reconocido —dijo Ekberg al camionero—. ¿Es del séquito de Ashleigh?

—No, va solo —contestó Carradine.

—¿Y qué hace aquí?

Se encogió de hombros.

—A mí me ha dicho que era profesor; se ha presentado como enigmólogo.

—¿Como qué? —preguntó Marshall.

—Enigmólogo.

—¿Así que es de los suyos? —preguntó Ekberg, volviéndose hacia Marshall.

—En absoluto —contestó él—. No tengo ni idea de quién es.

Volvió a mirar a su alrededor. Se palpaba una agitación que ni siquiera el extraño espectáculo de luz lograba explicar. A pesar del frenesí, digno de un hormiguero, parecía que todo se ajustara a las previsiones. Ya había empezado la fusión del bloque, cuidadosamente calculada: de vez en cuando, Marshall veía que caía una gota de hielo derretido del suelo de la cámara. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, coincidiendo con la hora de máxima audiencia en la costa Este, empezarían a filmar para retransmitir el documental en directo. Abrirían la cámara al final. Luego, Marshall cayó en la cuenta de pronto, se iría el equipo de rodaje, volvería la calma al monte Fear y las últimas dos semanas de su estancia podría trabajar como siempre.

Tenía unas ganas enormes de recuperar esa calma, pero no podía negar que aquella noche ocurría algo especial, algo único y emocionante en lo que, absurdamente, le alegraba participar.

Davis bajó de su caravana en compañía de Conti, de su asistente y de un tipo de publicidad. Fueron hacia un pequeño claro que había cerca del antiguo puesto de control, donde les esperaban Fortnum, Toussaint, el técnico de luces y el jefe de montadores del equipo.

—¿Seguro que no tienes frío? —oyó preguntar Marshall a Conti, adulador.

—Tranquilo, cariño —dijo Davis con voz de mártir y resignación heroica. Había cambiado el traje caro de pieles por un anorak de plumas muy elegante de Marmot.

—No creo que la toma dure más de diez minutos —dijo Conti—. Ya hemos filmado los planos de truca y los fondos.

Pasaron de largo sin mirar a Marshall ni a Ekberg.

—En fin, será mejor que haga algo de provecho —dijo esta última—. Luego les veré.

Se puso al lado del publicista al final de la pequeña comitiva.

Carradine sonrió y sacudió la cabeza. Estaba mascando un chicle enorme, que le hinchaba una mejilla como la de un hámster.

—¿Qué le parece? ¿Nos quedamos a ver el numerito?

—Si puede soportar el frío… —contestó Marshall, señalando con la cabeza la fina camisa del camionero.

—¡Vamos, hombre, si no hace frío! Busquemos dos butacas en primera fila.

Carradine cogió dos cajas de madera, las puso encima de la nieve, se sentó en una y, con un gesto ceremonioso, invitó a Marshall a ocupar la otra.

Hubo un último momento de ajetreo en el control de seguridad; se encendieron las luces, Ekberg hizo una prueba con el teleprómpter, acabaron de comprobar el sonido y dieron los últimos retoques a la nariz de Davis antes de que ella echara con malos modos a la maquilladora. Después se oyó el chasquido de una claqueta, Conti gritó «¡acción!» y las cámaras empezaron a rodar. La expresión irritada se borró de inmediato de la cara de Davis; en su lugar apareció una sonrisa deslumbrante y una expresión que conseguía ser al mismo tiempo entusiasta, dramática y seductora.

—Casi es la hora—dijo sin aliento a los cámaras, como si llevase toda la semana bregando con ellos—. Dentro de menos de veinticuatro horas se abrirá la cámara y quedará resuelto el misterio primigenio. Y, como si la misma naturaleza entendiese la gravedad de este momento, nos ha obsequiado con una aurora boreal completamente inusitada, que no tiene nada que envidiar a ninguna otra en encanto y espectacularidad…

15

Aunque la base Fear estaba relativamente en calma (todos se habían acostado temprano en previsión de un día de mucho trabajo), Marshall pasó tan mala noche como siempre, dando vueltas en su espartano catre. No conseguía sentirse cómodo de ninguna manera. Si se tapaba con la sábana, tenía demasiado calor; si se la quitaba, le entraba frío. De vez en cuando sentía espasmos en los músculos de los brazos y las piernas, como si no pudieran relajarse, y no lograba rehuir la sensación de que, a pesar de que todo indicase lo contrario, algo iba mal.

Por fin se durmió, o dormitó, mientras por su campo interno de visión pasaban despacio una serie de imágenes perturbadoras. Estaba en el exterior, caminando solo por el permafrost, bajo la extraña y furibunda aurora boreal.

Estaba más baja que nunca, tanto que parecía aplastarle los hombros. Seguía caminando, mirándola con una mezcla de sobrecogimiento y desazón.

De pronto se paraba, con el ceño fruncido de sorpresa. Delante de él, la aurora boreal llegaba realmente a tocar el suelo, helado y agrietado; por aquí y por allá corrían gotitas viscosas, como la cera de una vela al inclinarla. Las formas aumentaban de tamaño ante su vista, adquiriendo perfil y solidez. Aparecían piernas y brazos. Hubo un momento pavoroso de estatismo. Después empezaron a acercarse, primero despacio y luego más deprisa.

Había algo horrible en su forma de moverse, con esos cuerpos que se hinchaban y se deshinchaban; el ansia manifiesta con que tendían hacia él sus manos muy abiertas era horrible. Marshall se volvió para echar a correr, pero de repente no podía mover sus pies de plomo debido a esa horrible e insidiosa parálisis de las pesadillas…

Se incorporó, sobresaltado. Sudaba y tenía la manta enroscada como una mortaja. Miró fijamente hacia ambos lados, abriendo mucho los ojos en la oscuridad mientras intentaba respirar más despacio y esperaba a que se disiparan los restos del sueño.

Al cabo de un minuto, miró su reloj: las cinco menos cuarto.

—Mierda —murmuró, dejándose caer sobre la almohada húmeda.

Ya no volvería a dormir, al menos esa noche. Se incorporó otra vez. Después se levantó, se vistió deprisa en la penumbra de su dormitorio y salió al pasillo sigilosamente.

El silencio de la base le recordó el de las primeras noches, cuando los pasillos laberínticos y los espacios que llevaban tanto tiempo abandonados abrumaban al pequeño grupo de científicos. Sus pasos resonaban en el suelo de acero.

Sintió el impulso ridículo de ir de puntillas. Salió de la zona de los dormitorios, pasó al lado de los laboratorios, el comedor y la cocina, y se metió por un pasillo que llevaba a una parte de la base que nunca habían usado: un laberinto de salas de material y puestos de observación. Se paró. Se oía música, muy lejos; notas casi imperceptibles que atribuyó a algún reproductor de CD, ya que había poquísimas emisoras de radio en ochocientos kilómetros a la redonda y solían ocuparse únicamente del precio del carburante y del celo anual de los alces.

Se adentró en el laberinto de puestos de escucha, con las manos en los bolsillos. No lograba sacudirse de encima una agobiante sensación de mal agüero; por el contrario, parecía aumentar. Tenía la certeza (perversa, dado el emocionante día que se avecinaba) de que estaba a punto de ocurrir algo horrible.

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