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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (9 page)

BOOK: Infierno Helado
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—Doctor Marshall —dijo Conti—, vamos a filmarle entrando y sentándose detrás de la mesa. ¿Preparado?

—Supongo que sí.

Conti bajó el objetivo.

—Acción.

Marshall entró en el laboratorio con la cámara en marcha, pero se paró al ver el montón de papeles que amenazaba con caerse de la silla de Faraday.

—Corten. —Conti los puso en el suelo y gesticuló para que Marshall volviera al pasillo—. Vamos a repetirlo.

Marshall cruzó otra vez la puerta y entró en el despacho.

—¡Corten! —gritó Conti. Le miró con el ceño fruncido—. No entre con tanta parsimonia. Debe notársele un poco de entusiasmo en la manera de andar. Acaba de hacer un gran descubrimiento.

—¿Qué descubrimiento, si puede saberse?

—El tigre de dientes de sable, naturalmente. Que el público se dé cuenta de su entusiasmo. Que participen a través de usted en la emoción de esta maravilla.

—No entiendo nada. Creía que todo este circo era para derretir el animal en directo.

Conti puso los ojos en blanco.

—Eso no da para setenta y cuatro minutos y medio
deprime
time.
Doctor Marshall, por favor, colabore un poco. Tenemos que presentar todos los antecedentes y cómo va aumentando la tensión. El público debe estar totalmente entregado. No abriremos la cámara hasta la última parte.

Marshall asintió despacio y se esforzó por hacer lo que le pedía Marshall: colaborar un poco. Reprimiendo su irritación por lo artificial que era todo aquel montaje, intentó olvidar su indignación por sacrificar la ciencia a la teatralidad.

Se recordó que Conti era un productor galardonado con varios premios, que su
Desde los mares fatales
era uno de los hitos del documental contemporáneo y que contar con millones de espectadores solo podía ser beneficioso para las investigaciones venideras.

Salió otra vez al pasillo.

—¡Acción! —gritó Conti.

Marshall entró con ímpetu, se sentó al otro lado de la mesa y fingió trabajar con el ordenador portátil de Faraday.

—Corta y revélalo —dijo Conti—. Mucho mejor. —Rodeó la mesa—. Ahora le haré unas preguntas, sin cámara, y usted las contestará con la cámara en marcha. Acuérdese de que en la versión final las preguntas las hará Ashleigh, no yo. —Echó un vistazo al sujetapapeles—. ¿Por qué no empieza contándome por qué están aquí?

—Con mucho gusto. La verdad es que estamos aquí por tres razones principalmente. En primer lugar, queríamos comprobar el impacto del cambio climático en entornos subárticos, en glaciares para ser más exactos. En segundo lugar, buscábamos un lugar virgen para los análisis. Y en tercer lugar, tenía que salir relativamente barato. La base Fear cumplía los tres requisitos.

—Pero ¿por qué esta montaña en concreto?

—Por el glaciar. Examinar la retirada de los glaciares es una manera muy buena de medir el calentamiento global. Permítame que se lo explique. La parte alta de un glaciar, la que recibe la nieve, se llama zona de acumulación.

La parte baja, el pie del glaciar, es la zona de ablación, que es donde se pierde hielo por fusión. Un glaciar sano tiene una zona de acumulación grande. Este glaciar, el Fear, no está sano. Su zona de acumulación es pequeña. El doctor Sully ha estado midiendo la velocidad de retirada.

El glaciar tardó diez mil años en formarse y llegar hasta aquí, pero lo alarmante es que en tan solo doce meses se ha retirado treinta metros…

Se interrumpió. Toussaint había bajado la cámara y Conti volvía a mirar el sujetapapeles. Se recordó que el tiempo era dinero.

Conti levantó la vista.

—¿Cuál era el nombre científico del felino, doctor Marshall?

—Esmilodonte.

—¿Y el esmilodonte de qué se alimentaba?

—Es una de las cosas que esperamos averiguar con más exactitud. El contenido del estómago debería…

—Gracias, doctor, ya capto la idea. Intentemos ceñirnos a las generalidades. ¿Ese felino comía carne?

—Todos los felinos comen carne.

—¿Comía seres humanos?

—Supongo, cuando podía cazarlos.

La cara de Conti reflejó impaciencia.

—¿Podría hacerme el favor de decírselo a la cámara?

Marshall miró hacia la cámara y, con cierta sensación de estar haciendo el tonto, dijo:

—Los esmilodontes comían seres humanos.

—Estupendo. Otra pregunta, doctor Marshall: ¿qué sintió al descubrir el felino?

Marshall frunció el ceño.

—¿Qué sentí? Impresión. Sorpresa.

Conti sacudió la cabeza.

—Eso no puede decirlo.

—¿Por qué no? Me llevé una sorpresa enorme.

—¿Espera que nuestros patrocinadores paguen medio millón de dólares por minuto para oír que se llevó «una sorpresa»? —Conti pensó unos instantes. Después giró el sujetapapeles, sacó un rotulador del bolsillo de su camisa y escribió algo al dorso—. Probaremos algo. Me gustaría oír cómo lee esto, solo para una prueba de sonido.

Levantó el sujetapapeles. Marshall miró lo que había escrito.

—Fue como mirar en el corazón de las tinieblas.

—Otra vez, por favor; despacio, y con más dramatismo.

Mire hacia la cámara, no el sujetapapeles.

Marshall repitió la frase. Conti asintió, satisfecho, y se volvió hacia el ayudante de fotografía.

—¿Lo tienes?

Toussaint asintió con la cabeza. Conti se volvió hacia el técnico de sonido.

—¿Lo tienes?

—Sí, jefe.

—Un momento —dijo Marshall—. Eso no lo he dicho yo.

Son palabras suyas.

Conti enseñó las palmas de las manos.

—Son buenas palabras.

Marshall perdió la paciencia.

—A usted no le interesa la precisión científica. No le interesa la precisión y punto. Lo único que quiere es un buen espectáculo.

—Para eso me pagan, doctor. Bien, hablemos de usted.

—Conti volvió a mirar el sujetapapeles—. Pedí a mis investigadores que profundizaran un poco en los miembros de esta expedición y su historia es una de las más interesantes, doctor Marshall. Ha sido militar, condecorado; le concedieron la Estrella de Plata, pero le licenciaron del ejército con deshonra.

¿Es cierto?

—Comprenderá que, si fuera así, tendría pocas ganas de explicarlo.

—Intentémoslo de nuevo. —Conti juntó las manos—. La Universidad del Norte de Massachusetts… ¿Cómo lo diría? No es precisamente famosa por la calidad de su enseñanza. ¿Cómo es posible que alguien como usted acabe siendo científico, sobre todo en un lugar como este?

Marshall no contestó.

—Está cualificado como tirador. Entonces, ¿por qué es el único de la expedición que no quiere llevar un fusil para protegerse?

Marshall se levantó con brusquedad.

—¿Sabe qué le digo? Que se busque a otro figurín. Creo que no voy a contestar más preguntas.

Cuando Conti abrió la boca para decir algo, Marshall se acercó.

—Y como intente hacerme otra, le dejo tirado en esta mesa de laboratorio, pesado.

Se hizo un silencio tenso. Conti le miró con la misma expresión inquisidora que había tenido antes de que Wolff sacara el contrato. Tardó un buen rato en hablar.

—Permítame explicarle algo, doctor Marshall. Soy una persona con mucho poder, y no solo en Nueva York y Hollywood. Si decide enemistarse conmigo, se equivocará profundamente. —Borró con la palma de la mano lo que había escrito en el sujetapapeles y se volvió hacia Toussaint—. Intenta encontrar al doctor Sully. No sé por qué, pero me parece que estará bastante más dispuesto a colaborar.

11

Por la noche, los pasos de Marshall le llevaron a los pasillos del Nivel B, atestados de instrumental. En su laboratorio y en su habitación se había sentido preocupado, absorto, y las conversaciones en voz alta y el ruidoso transporte de maquinaria no ayudaban a mitigar esa sensación. Consciente de que le costaría tanto como siempre conciliar el sueño, se dirigió a la superficie para dar el paseo nocturno que últimamente se había convertido en una costumbre.

Subió la escalera y entró en el vestíbulo; sus pasos resonaban en el suelo de metal y linóleo. Como era de esperar, había alguien en el puesto de control: desde la llegada del equipo de rodaje, el sargento González mantenía la vigilancia día y noche, a pesar de lo ocupados que ya estaban los soldados; sin embargo, Marshall se sorprendió al encontrarse a González en persona.

Al ver que se acercaba, el sargento le saludó con la cabeza.

Pese a sus largos cincuenta años, desprendía una sensación de fuerza casi inagotable.

—Doctor —dijo—, ¿sale a dar su paseo?

—Exacto —dijo Marshall, algo sorprendido; ignoraba que González siguiera sus movimientos—. Se me resiste un poco el sueño.

—No me sorprende. Con la jarana que están montando allá abajo…

González frunció el ceño. Su cabeza apepinada parecía directamente pegada a los hombros. Cuando la sacudió, en un gesto de desagrado, se le formaron gruesos bultos en la nuca.

Marshall se rió.

—Un poco ruidosos sí que son.

González resopló.

—La verdad es que el ruido es lo de menos, doctor. Lo que ocurre es que son demasiados, qué caramba. No esperábamos ni la mitad, y están llevando mi base al límite. Estas instalaciones ya son viejas y solo se han mantenido para un uso mínimo; pero esto no tiene nada de uso mínimo. Solo somos cuatro. No podemos hacerles a todos de niñeras. Esta tarde, Marcelin se ha encontrado a uno de ellos donde no tenía que estar, en el sector de operaciones militares. —El ceño se hizo más pronunciado—. Me dan ganas de presentar una queja oficial.

—No deberían tardar mucho en calmarse las cosas. Creo que mañana ya se van una docena de ellos, aproximadamente.

Marshall había oído decir que cuando estuviera montado lo más voluminoso, los peones volverían al sur.

González gruñó.

—Para mi gusto, toda prisa es poca.

Marshall le estudió rápidamente con la mirada. González había dicho «mi base», y tenía sus razones para ser posesivo: le faltaba poco para el retiro y por lo visto se había pasado casi treinta años en la base Fear, aislado, a más de seiscientos kilómetros al norte del Círculo Ártico. Parecía increíble. Seguro que los otros tres soldados no veían la hora de que les asignaran a otra parte. Se dijo que, después de tanto tiempo, tal vez González no pudiera imaginarse en otro sitio; a menos (como había insinuado Ekberg) que fuera un hombre celoso de su intimidad.

Se despidió con un gesto de la mano y fue a la entrada principal. El gran termómetro exterior de la sala de aclimatación marcaba veinte grados bajo cero. Abrió su taquilla y se puso la parka, el pasamontañas, las botas de nieve y los guantes. Despues cruzó la zona de almacenamiento temporal y, empujando las puertas exteriores, salió a la noche.

Todo era silencio en la plataforma de hormigón de la base, bajo la enorme cúpula de estrellas. Se paró un momento para acostumbrarse al aire gélido.

Después echó a caminar, metiendo en los bolsillos sus manos enguantadas y mirando el suelo para no tropezar con los cables eléctricos que lo cubrían sinuosamente. El viento había dejado de soplar. La luna iluminaba el paisaje con un azul espectral. Como todo el equipo de rodaje estaba dentro de la base Fear, las cabañas y cobertizos prefabricados guardaban un silencio sobrenatural. Todo parecía dormido. El único ruido era el del generador, que gruñía por el esfuerzo de satisfacer a los nuevos habitantes, ávidos de electricidad.

Se paró junto a la cerca para mirar cuidadosamente hacia ambos lados. Desde su llegada se habían visto como mínimo seis osos polares. Aquella noche, sin embargo, no distinguió bultos oscuros que merodearan por el permafrost, ni por la antigua lava, fea y retorcida. Después de ceñirse la capucha, pasó al lado de la garita vacía y dejó que sus pies lo llevaran.

No tardó mucho en empezar a subir hacia el glaciar por la empinada cuesta del valle; su respiración formaba nubes de vaho.

Al ir entrando en calor, alargó las zancadas y empezó a balancear los brazos con agilidad. Después de un buen rato de ejercicio quizá pudiera dormir, a pesar de todo el ruido que organizaba el equipo de rodaje.

Al cabo de un cuarto de hora la cuesta se suavizaba un poco.

Habían cambiado de sitio la voluminosa maquinaria, por lo que pudo ver sin obstáculos la lengua del glaciar, una pared de hielo muy azul que parecía arder por dentro a la luz de la luna. Y a su sombra, el pequeño orificio de la cueva de hielo.

Se paró. Había alguien en la boca de la cueva: tres figuras; unas sombras entre las sombras.

Se acercó despacio. Estaban hablando. Oyó el rumor sordo de una conversación. El crujido de sus pasos hizo que se giraran. Se llevó una gran sorpresa al reconocer a los demás científicos: Sully, Faraday y Penny Barbour.

El único miembro del equipo que faltaba era Ang, el estudiante de doctorado.

Era como si hubieran tenido el mismo pensamiento y hubieran coincidido todos en el lugar del descubrimiento.

Sully saludó con la cabeza a Marshall, que se sumó al grupo.

—Bonita noche para pasear —dijo.

Llevaba al hombro una de las escopetas de caza de la expedición.

—Mejor que la locura que hay en la base —contestó Marshall.

Si esperaba alguna protesta de Sully, siempre tan diplomático, se equivocó. El climatólogo parecía molesto.

—Estaban rodando no sé qué secuencia en el centro táctico, justo al lado de mi laboratorio. Imagínate: nos interpretaban a nosotros. Deben de haber hecho como mínimo doce tomas. Ni siquiera podía oír mis pensamientos.

—Hablando de películas, ¿qué tal la entrevista? —preguntó Marshall.

La expresión de Sully se avinagró aún más.

—Conti se ha parado a media toma por las quejas del técnico de sonido. ¿Sabes qué decía? ¡Que me estaba tragando las palabras!

Marshall asintió con la cabeza.

Sully se volvió hacia Barbour.

—¿Verdad que no me trago las palabras?

—Esta tarde se han cargado el servidor de archivos, los muy patanes —dijo ella a guisa de respuesta—. Por si no llevaban bastantes portátiles, también tenían que robarnos los ciclos de procesamiento. Me han soltado un discurso sobre «requisitos especiales de renderización», y yo les he mandado a paseo.

—Cuando he ido a cenar, solo quedaba un sitio libre —se quejó Marshall.

—Al menos has podido sentarte —dijo Barbour—. Yo he esperado diez minutos de pie y al final me he ido. Me he llevado una manzana y una bolsa de patatas a mi laboratorio.

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