—Deberían pagarnos un plus de peligrosidad.
—Esto es una mierda. La presión del agua es horrible. Y la comida es pésima.
Yo estoy acostumbrado a productos frescos: piña en rodajas, canapés, minibocadillos, sushi… Aquí nos dan rancho como en una cárcel: judías, salchichas de Frankfurt, espinacas congeladas…
De repente se oyeron aplausos al fondo de las construcciones anejas. Poco después se repitieron. Una vez cerrada la nevera, Marshall se acercó rápidamente para investigar.
Fuera de la pequeña cámara de acero acababa de formarse un grupo de unas doce personas, que se felicitaban con abrazos y apretones de manos. También estaba Conti, no muy lejos. Era bajo, moreno, con una perilla recortada.
Observaba al grupo con los brazos cruzados. A su lado estaba el «enlace del canal», o representante de la cadena: un tal Wolff. Y junto a Wolff había dos fotógrafos: uno con una cámara grande en el hombro y el otro con una de mano. Cerca había otro hombre (el que había estado a punto de derribar a Marshall unos minutos antes) con un micro colocado en una jirafa. Desde las cámaras salían cables conectados a un dispositivo del cinturón del último hombre.
Marshall miró a Conti con curiosidad. Le precedía su fama; su documental
Desde los mares fatales
, sobre unos submarinos de investigación que exploraban las grandes simas oceánicas, había ganado media docena de premios y aún se proyectaba en museos y cines IMAX. También había realizado otros documentales, casi siempre sobre el mundo natural y catástrofes ecológicas, todos con éxito de crítica y de público. Con su perilla, su actitud quisquillosa y su gran angular en el cuello, como una enorme joya negra, era la viva imagen del director excéntrico y con talento. Marshall pensó que lo único que le faltaba era un megáfono y un pañuelo blanco. Se dijo que las apariencias engañaban: no era solo un personaje respetado, también era muy influyente.
—Otra vez —dijo Conti, en tono seco y cierto acento italiano—. Ahora con más entusiasmo. Acordaos de que lo habéis conseguido. Misión cumplida. Quiero verlo en vuestra cara y oírlo en vuestra voz.
—Cámara —dijo el hombre de la cámara de mano.
—Y… ¡acción! —dijo Conti.
Volvieron a elevarse gritos de júbilo entre los reunidos, que saltaban, gritaban y se daban palmadas en la espalda. Marshall miró a su alrededor, perplejo y dolorosamente consciente de su absoluta ignorancia sobre el proyecto.
Ekberg lo miraba todo desde cerca. Llevaba unos días muy ocupada, pero siempre le sonreía muy educada cuando lo veía, a diferencia de la mayoría del equipo, que estaba claro que consideraba a los científicos una molestia que había que soportar, pero nada más.
Marshall se acercó a ella.
—¿Qué ha pasado?
—Ya está —dijo Ekberg—. Todo un éxito.
—¿Ya está?
—Bueno, al menos es lo que estamos rodando.
Pero de repente Marshall lo entendió. Conti estaba filmando la reacción del equipo ante un final coronado por el éxito, fuera cual fuese el final en cuestión.
Al parecer, el productor estaba filmando todo lo que podía, lo más deprisa que podía, al margen de que fuera real o una escenificación. Para él, obviamente, no existía el concepto de tiempo lineal. Marshall se dio cuenta de que tenía mucho que aprender sobre documentales.
Conti afirmaba con la cabeza, como si estuviera satisfecho con el último intento. Se volvió hacia el fotógrafo de la cámara pequeña.
—¿Tienes las tomas secundarias?
El fotógrafo le sonrió, levantando el pulgar. Al desviar la mirada hacia Ekberg, Conti reparó en Marshall.
—Usted es Marshall, ¿verdad? El ecólogo.
—Sí, el paleoecólogo.
Bajó la vista hacia el sujetapapeles y tachó algo con el lápiz que sostenía su mano enguantada.
—Muy bien. Es lo siguiente de la lista. —Volvió a mirar a Marshall, esta vez con más atención, repasándolo de pies a cabeza como si examinase a una res—. ¿Podría reunir al resto de su equipo en la zona de almacenamiento temporal, con ropa para salir? Dentro de un cuarto de hora, por favor. Dado que están ustedes disponibles, la toma saldrá más realista.
—¿Qué toma es?
—Subiremos a la montaña.
Marshall vaciló.
—Estaré encantado de reunir a los demás, pero antes creo que ya va siendo hora de que explique qué está documentando.
Todavía no ha concretado nada. No es que quiera ponerme difícil, pero ya hemos estado bastante tiempo en la inopia.
Conti husmeó el aire frío.
—Estamos filmando todo lo que podemos antes de que llegue Ashleigh.
—Esto tampoco lo entiendo. ¿Qué falta hace que una presentadora viaje hasta aquí? ¿Por qué no puede añadir su explicación en Nueva York, cuando esté montada la película?
—Porque no se trata solo de explicar —contestó Conti—.
Se trata de un docudrama, un increíble docudrama.
Marshall frunció el entrecejo.
—¿Y eso qué tiene que ver con nuestro trabajo? ¿O con el felino que hemos descubierto?
Conti reaccionó con una vaga sonrisa.
—¿Con el felino? Todo, profesor Marshall. Resulta que vamos a subir por la montaña para sacarlo del hielo.
Marshall sintió un escalofrío de incredulidad.
—¿Ha dicho sacarlo?
—En un solo bloque. Para transportarlo hasta nuestra cámara, fabricada para la ocasión. La cámara se cerrará herméticamente y el bloque de hielo se derretirá en condiciones controladas.
—Conti hizo una pausa teatral—. Y cuando vuelva a abrirse la cámara, lo haremos en directo, aquí mismo, para diez millones de espectadores.
Por un momento, Marshall se quedó demasiado aturdido para hablar. Después la sensación de incredulidad se disipó tan deprisa como había aparecido, barrida por una rabia que ni siquiera era consciente de haber estado conteniendo.
—Lo siento —dijo, sorprendido por la calma de su voz—, pero eso no va a pasar.
La sonrisa de Conti no se borró.
—¿No?
—No.
—¿Por qué?
Justo cuando el productor hacía la pregunta, Marshall vio que Sully se acercaba desde la base. Probablemente había oído el barullo de la última toma de Conti y quería investigar. El climatólogo había aprovechado cualquier ocasión para adular a Conti, ansioso de favores, y tal vez incluso de un papel secundario en la película.
—El señor Conti acaba de explicarme la verdadera razón de su presencia aquí
—dijo Marshall cuando Sully se unió al grupo.
—¿Ah, sí? —dijo Sully—. ¿Cuál es?
—Quieren sacar el esmilodonte de la cueva de hielo y derretirlo en directo ante las cámaras de televisión.
La revelación hizo parpadear de sorpresa a Sully, aunque no dijo nada.
Marshall se volvió otra vez hacia el productor.
—Una cosa es que invadan la base, interrumpan nuestra investigación y dejen que su gente nos trate como okupas, y otra muy distinta es que yo les permita poner en peligro nuestro trabajo.
Conti cruzó un brazo sobre el otro. Marshall se dio cuenta de que Ekberg le observaba atentamente.
—Ese cadáver es un descubrimiento científico importante; tal vez incluso de una importancia enorme —prosiguió—. No es un ardid publicitario que puedan explotar para sus fines. Si ha venido por eso, lamento que haya derrochado tiempo y dinero, pero más vale que haga el equipaje y se vaya ahora mismo.
Pareció que Sully dominara su sorpresa mientras escuchaba a Marshall.
—Oye, Evan, tampoco hace falta…
—Y otra cosa —dijo Marshall, interrumpiéndole—. Ya he advertido a la señora Ekberg de que la cueva es peligrosa. La vibración de los equipos pesados podría hacer que se nos cayera encima; así que, aunque no nos pareciera mal su idea de locos, nunca le dejaríamos entrar.
Conti apretó los labios.
—Ya veo. ¿Quiere decir algo más?
Marshall le miró fijamente.
—¿Le parece poco? No pueden coger el felino. Así de claro.
Esperó la respuesta de Conti, pero, en vez de responder, el director lanzó una mirada elocuente a Wolff.
Wolff carraspeó y habló por primera vez.
—La verdad es que tiene razón, doctor Marshall: está así de claro. Podemos hacer lo que queramos.
Al volverse hacia él, Marshall notó que se le crispaba la mandíbula.
—Pero ¿qué dice?
—Digo que si queremos sacar el felino del hielo, lo haremos.
Y si queremos cortarlo a trozos y hacerlo a la barbacoa, también lo haremos.
El representante de la cadena metió una mano en la parka y sacó un fajo de papeles para dárselos a Marshall, que no los cogió.
—¿Qué es? —preguntó.
—El contrato que firmaron con Terra Prime el doctor Sully y el director del departamento de investigación de su universidad.
Como Marshall no contestaba, Wolff siguió hablando.
—A cambio de financiar su expedición de seis semanas, Terra Prime (y por extensión su compañía madre, Blackpool Entertainment Group) goza de acceso exclusivo e ilimitado no solo al lugar de la investigación, sino a cualquier descubrimiento que efectúen ustedes.
Marshall cogió el documento a regañadientes.
—Cláusula seis —dijo Wolff—. La palabra clave es «ilimitado».
Marshall leyó el contrato por encima. Era tal como decía Wolff: Terra Prime controlaba a todos los efectos cualquier bien físico o intelectual que produjese la expedición. No sabía que Terra Prime dependiera de Blackpool, y no le gustó. Blackpool tenía mala fama por practicar un periodismo sensacionalista y abusivo. Estaba claro que Wolff había previsto que llegaría aquel momento, por eso llevaba encima el contrato. Marshall se fijó un poco más en él. Era de una delgadez casi cadavérica, incluso con la parka puesta. Tenía el pelo castaño, muy corto, y una cara inexpresiva. Mientras sostenía la mirada de Marshall, sus ojos claros no expresaban nada.
Marshall se volvió hacia Sully.
—¿Tú has firmado esto?
Sully se encogió de hombros.
—De lo contrario no había expedición. ¿Cómo íbamos a saber que pasaría esto?
Marshall no contestó. De repente se sentía enormemente cansado. Dobló de nuevo el contrato sin decir nada y se lo devolvió a Wolff.
Un cuarto de hora después, un nutrido grupo empezó a subir por el valle glaciar hacia la cueva de hielo. Además de los científicos, Conti y su pequeño séquito de ayudantes, también estaban Ekberg, los dos fotógrafos y el técnico de sonido. Les seguían más o menos una docena de peones de aspecto duro y vestidos con chaquetas de cuero; unos iban a pie y otros en el SnoCat, cuya plataforma estaba cargada a rebosar con palets de madera. Oficialmente, los peones no formaban parte del equipo de rodaje; eran gente de la zona, llevada en avión desde Anchorage para unos cuantos días de trabajo pesado. Ekberg ya había explicado que lo más urgente, en realidad, era conseguir cuanto antes la fotografía principal, el material en directo; ahora que ya había llegado el productor y que la estrella estaba de camino, el presupuesto se estaba consumiendo a toda velocidad y había que construir los escenarios con la mayor celeridad posible.
Lo normal, yendo a pie, era que la cara del glaciar Fear se alcanzase en veinte minutos, pero ellos tardaron el doble; Conti se paraba una y otra vez para que los fotógrafos filmaran tomas de la montaña, del valle de abajo y del grupo. En una ocasión lo detuvo todo durante diez minutos solo para contemplar pensativamente el glaciar. Lo más extraño fue que más tarde hizo varias tomas de Ekberg, desde todos los ángulos excepto de cara.
—¿Para qué son? —preguntó Marshall a la mujer tras la quinta toma.
Ekberg se bajó la capucha.
—Sustituyo a Ashleigh.
Marshall asintió con la cabeza. Ashleigh Davis, la presentadora, aún tardaría dos días en llegar, lo cual no le impedía a Conti filmarla.
—Supongo que, tal como dijo usted, en un rodaje de este tipo lo más importante es el calendario.
—Exacto. —Ekberg se volvió a mirarle—. Lamento lo ocurrido. Me gustaría haberle avisado, pero nos dieron órdenes estrictas. Tenía que decirlo Wolff.
—Así que es él quien manda. Y yo que creía que era Conti…
—Emilio se ocupa de los aspectos creativos: las tomas, la iluminación, la dirección y el montaje final, pero el dinero lo pone la cadena, que es la que tiene la última palabra. Y aquí, en la cima del mundo, la cadena es Wolff.
Marshall miró por encima del hombro, cuesta abajo. Wolff no les acompañaba pero aún podía verle: una silueta minúscula y enjuta, fantasmal, que les observaba sin moverse desde el lado exterior de la cerca.
Se volvió y suspiró.
—¿Esto es normal? ¿Pararse a cada momento, mirar a todas partes y rodar constantemente?
—La verdad es que no. Conti está usando el triple de película de lo habitual.
—¿Y por qué?
—Porque quiere que sea su
Mona Lisa,
su obra maestra. Se ha jugado mucho para que salga bien.
—Y ¿cómo se explica que el Gran Autor suba a pie por la montaña con el resto de la plebe? Yo creía que iría en el SnoCat.
—Quiere que le fotografíen «sobre el terreno», como solemos decir. Queda mejor para el vídeo de «cómo se hizo» que acabará saliendo en el DVD.
Marshall sacudió la cabeza en silencio, incrédulo ante el circo en el que se había convertido todo aquello.
Siguieron subiendo. En ese momento, Conti se acercó.
—¿Hay algo que debería saber? —le preguntó a Marshall con su acento italiano entrecortado.
—¿Sobre qué?
El productor dibujó un arco con la mano.
—Sobre lo que sea. El lugar, el clima, la fauna local… Cualquier cosa que pueda darle color al proyecto.
—Debería saber muchas cosas. Es una región geológica fascinante.
El productor asintió, algo dubitativo.
—Programaremos una entrevista a la vuelta.
Sully, que había oído la conversación, se acercó a toda prisa.
—Como jefe del equipo, estaré encantado de ayudarle en todo lo que necesite.
Conti asintió otra vez, ausente, mirando de nuevo el glaciar.
Marshall no sabía si hablar al productor de los indígenas, que con toda probabilidad darían exactamente el «color» que buscaba, pero decidió casi al instante que no. Lo último que necesitaban (o merecían) los tunit era que invadiera su poblado un equipo de rodaje bullanguero e ignorante. Podía imaginar su reacción si vieran cómo había cambiado en pocos días el monte Fear.