Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (7 page)

BOOK: Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas
11.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

Un caso demostrativo a este respecto es el de la hemoglobina, el principal componente de los hematíes de la sangre y el pigmento que da a ésta su color rojo. En 1831, el químico francés L. R. LeCanu escindió la hemoglobina en dos partes, de las cuales la porción más pequeña, llamada «heme», constituía el 4 % de la masa de la hemoglobina. Se halló que el heme tenía la fórmula empírica C
34
H
32
O
4
N
4
Fe. Se sabía que compuestos tales como el heme existían en otras sustancias de importancia vital, tanto en el reino vegetal como en el animal y, por ello, la estructura de la molécula despertó sumo interés entre los bioquímicos. Sin embargo, durante casi un siglo después del aislamiento de LeCanu del heme, todo lo que podía hacerse era fragmentarlo en moléculas más pequeñas. El átomo de hierro (Fe) podía eliminarse fácilmente, y lo que restaba se disgregaba luego en fragmentos que representaban aproximadamente la cuarta parte de la molécula original. Se halló que esos fragmentos eran «pirroles», moléculas constituidas por anillos de cinco átomos, de los cuales cuatro eran de carbono y uno de nitrógeno.

El propio pirrol tiene la siguiente estructura:

Los pirroles obtenidos a partir del heme poseen pequeños grupos de átomos que contienen uno o dos átomos de carbono unidos al anillo, en lugar de uno o más átomos de hidrógeno.

En la década de 1920-1930, el químico alemán Hans Fischer atacó el problema. Ya que los pirroles tenían unas dimensiones que eran aproximadamente la cuarta parte del heme original, decidió intentar combinar 4 pirroles para comprobar qué sucedía. Lo que finalmente obtuvo fue un compuesto con 4 anillos que denominó «porfina» (de la palabra griega que significa «púrpura», debido a su color púrpura). La porfina tiene una estructura similar a:

Sin embargo, los pirroles obtenidos a partir del heme, en primer lugar contenían pequeñas «cadenas laterales» unidas al anillo. Éstas permanecían unidas a ellos cuando los pirroles se unían para formar la porfina. La porfina con varias cadenas laterales unidas daba lugar a un familiar de compuestos denominados las «porfirinas». Al comparar las propiedades del heme con aquellas de las porfirinas que él había sintetizado, a Fischer le resultó evidente que el heme (menos su átomo de hierro) era una porfirina. Pero, ¿cuál? Según los razonamientos de Fischer, al menos podían formarse 15 compuestos a partir de los diversos pirroles obtenidos del heme, y cualquiera de esos 15 podía ser el propio heme.

Podría obtenerse una respuesta irrefutable sintetizando los 15 y estudiando las propiedades de cada uno de ellos. Fischer puso a sus discípulos al trabajo, preparando mediante tediosas reacciones químicas lo que permitía sólo que se formara una estructura particular, una de las 15 posibilidades. Una vez formada cada diferente porfirina, comparó sus propiedades con aquellas de la porfirina natural del heme.

En 1928, descubrió que la porfirina con el número IX en su serie era la que había estado buscando. La variedad natural de porfirina es desde entonces llamada la «porfirina IX». Fue un procedimiento simple convertir la porfirina IX en heme, añadiéndole hierro. Los químicos, al menos, tienen la confianza de que conocen la estructura de ese importante compuesto. Ésta es la estructura del heme, tal como la dilucidó Fischer:

Por su logro, se otorgó a Fischer el premio Nobel de Química en 1930.

Nuevos proceso

Aún siendo muy notables los éxitos de la química orgánica sintética durante el siglo XIX y la primera mitad del XX, todos ellos se debieron al mismo proceso utilizado por los alquimistas de épocas pretéritas: mezcla y calentamiento de sustancias. El calor representó un medio seguro de inyectar energía a las moléculas y hacerlas actuar entre sí, aunque tales interacciones fueron usualmente de naturaleza errática y se produjeron por conducto de agentes intermediarios, efímeros e inestables, cuya esencia sólo fue definible a base de conjeturas.

Lo que necesitaban los químicos era un método más alambicado y directo para producir moléculas energéticas; es decir, un sistema mediante el cual todas las moléculas se movieran aproximadamente a la misma velocidad y en la misma dirección. Esto eliminaría la naturaleza errática de las interacciones, pues entonces, todo cuanto hiciera una molécula lo harían también las demás. Un procedimiento aceptable podría consistir en acelerar los iones dentro de un campo eléctrico, tal como se aceleran las partículas subatómicas en los ciclotrones.

En 1964, el químico germano-americano Richard Leopold Wolfgang consiguió acelerar moléculas e iones hasta hacerlas adquirir energías muy elevadas y, por medio de lo que podríamos denominar un «acelerador químico» produjo velocidades iónicas solamente alcanzables mediante el calor a temperaturas comprendidas entre los 10.000 ºC y l00.000 ºC. Por añadidura, todos los iones se trasladaron en la misma dirección.

Si se provee a los iones así acelerados con una carga de electrones que ellos puedan captar, se los convertirá en moléculas neutras cuyas velocidades de traslación serán todavía muy considerables. Fue el químico norteamericano Leonard Wharton quien produjo esos rayos neutros el año 1969.

Respecto a las breves fases intermedias de la reacción química, las computadoras podrían ser de utilidad. Fue preciso elaborar las ecuaciones de mecánica cuántica que gobiernan el estado de los electrones en diferentes combinaciones atómicas, y prever los acontecimientos que sobrevendrían cuando se produjese la colisión. Por ejemplo, en 1968, una computadora manipulada por el químico estadounidense de origen italiano Enrico Clementi «hizo colisionar» amoníaco y ácido clorhídrico en circuito cerrado de televisión para formar cloruro amónico. Asimismo, la computadora anunció los consecutivos acontecimientos e indicó que el cloruro amónico resultante podría existir como gas de alta presión a 700 ºC. Ésta fue una información inédita, cuya verificación experimental se llevó a cabo pocos meses después.

En la última década, los químicos han forjado flamantes instrumentos, tanto de carácter teórico como experimental. Ahora se conocerán recónditos pormenores de las reacciones y se elaborarán nuevos productos inasequibles hasta el presente o, si acaso, asequibles en porciones ínfimas. Tal vez nos hallemos en el umbral de un mundo prodigioso e insospechado.

Polímeros y plásticos

Cuando consideramos moléculas similares a las del heme y la quinina estamos alcanzando un grado tal de complejidad, que incluso el químico moderno experimenta grandes dificultades en dilucidarla. La síntesis de tales compuestos requiere tantas fases y una variedad tal de procedimientos, que difícilmente podemos esperar producirlo en cantidad, sin la colaboración de algún organismo vivo (excepto el propio químico). Sin embargo, esto no debe crear un complejo de inferioridad. El propio tejido vivo alcanza el límite de su capacidad a este nivel de complejidad. Pocas moléculas en la naturaleza son más complejas que las del heme y la quinina.

Realmente, existen sustancias naturales compuestas de cientos de miles e incluso de millones de átomos, pero no son moléculas individuales, por así decirlo, construidas de una pieza. Más bien estas moléculas están formadas por sillares unidos, al igual que las cuentas de un collar. Por lo general, el tejido vivo sintetiza algún compuesto pequeño, relativamente simple, y luego se limita a sujetar las unidades entre sí formando cadenas. Y esto, como veremos, también puede hacerlo el químico.

Condensación de la glucosa

En el tejido, esta unión de moléculas pequeñas («condensación») se acompaña usualmente de la eliminación de dos átomos de hidrógeno y un átomo de oxígeno (que se combinan para formar una molécula de agua) en cada punto de unión. Invariablemente, el proceso puede ser reversible (tanto en el organismo como en el tubo de ensayo): por la adición de agua, las unidades de la cadena pueden soltarse y separarse. Esta inversión de la condensación se denomina «hidrólisis», de las palabras griegas que significan «separación por el agua». En el tubo de ensayo, la hidrólisis de estas largas cadenas puede ser acelerada por una serie de métodos, siendo el más común la adición de una cierta cantidad de ácido a la mezcla.

La primera investigación de la estructura química de una molécula grande se remonta al año 1812, cuando el químico ruso Gottlieb Sigismund Kirchhoff halló que, hirviendo el almidón con ácido, producía un azúcar idéntico en sus propiedades a la glucosa, azúcar éste obtenido a base de uvas. En 1819, el químico francés Henri Braconnot también obtuvo glucosa por ebullición de diversos productos vegetales tales como serrín, lino y cortezas, todos los cuales contienen un compuesto llamado «celulosa». Fue fácil suponer que ambos, el almidón y la celulosa, estaban formados por unidades de glucosa, pero los detalles de la estructura molecular del almidón y la celulosa tuvieron que esperar al conocimiento de la estructura molecular de la glucosa. Al principio, antes de los días de las fórmulas estructurales, todo lo que se sabía de la glucosa era su fórmula empírica, C
6
H
12
O
6
. Esta proporción sugería que existía una molécula de agua, H
2
O, unida a cada uno de los átomos de carbono. Por lo tanto, la glucosa y los compuestos similares a ella en estructura fueron denominados «hidratos de carbono» («carbón hidratado»). La fórmula estructural de la glucosa fue dilucidada en 1886 por el químico alemán Heinrich Kiliani. Mostró que su molécula estaba constituida por una cadena de 6 átomos de carbono, a la que se unían separadamente átomos de hidrógeno y grupos de oxígeno-hidrógeno. No existían combinaciones de agua propiamente dichas en ningún lado de la molécula.

En la siguiente década, el químico alemán Emil Fischer estudió detalladamente la glucosa y estableció la disposición exacta de los grupos de oxígeno-hidrógeno en torno a los átomos de carbono, cuatro de los cuáles eran asimétricos. Existen 16 posibles disposiciones de estos grupos y, por tanto, 16 isómeros ópticos posibles, cada uno con sus propiedades características. Los químicos, por supuesto, han elaborado los dieciséis, de los cuales sólo unos pocos existen realmente en la Naturaleza. Como consecuencia de su labor sobre la actividad óptica de estos azúcares, Fischer sugirió la existencia de las series –L y –D de compuestos. Por haber proporcionado unas sólidas bases estructurales a la química de los hidratos de carbono. Fischer recibió el premio Nobel de Química en 1902.

Éstas son las fórmulas estructurales de la glucosa y de otros dos azúcares corrientes, a saber, la fructosa y la galactosa:

Other books

Hannah Coulter by Wendell Berry
The Leftover Club by Voight, Ginger
Forbidden by Fate by Kristin Miller
The Hat Shop on the Corner by Marita Conlon-McKenna
Grow Up by Ben Brooks
A Dangerous Dance by Pauline Baird Jones
Mother, Can You Not? by Kate Siegel