Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (51 page)

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La molécula de vitamina B
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, o cianocobalamina, resultó ser un anillo de porfirina asimétrico, en el que se ha perdido el puente de carbono que une a dos de los pequeños anillos, pirrólicos, y con complicadas cadenas laterales en los anillos pirrólicos. Parecía de algún modo más simple que la molécula del heme, pero con esta diferencia clave: donde el heme poseía un átomo de hierro en el centro del anillo porfirínico, la cianocobalamina tenía un átomo de cobalto.

La cianocobalamina es activa en muy pequeñas cantidades cuando se inyecta en la sangre de los pacientes con anemia perniciosa. El organismo puede subsistir solamente con una cantidad de esta sustancia equivalente a la milésima parte de la que precisa de las otras vitaminas B. Cualquier dieta, por tanto, tendría suficiente cianocobalamina para nuestras necesidades. Incluso si esto no ocurría, las bacterias fabricaban en los intestinos rápidamente una pequeña cantidad de ella. ¿Por qué, entonces, podía llegar a producirse anemia perniciosa alguna?

En apariencia, los que sufren esta enfermedad son simplemente aquellos que no pueden absorber suficiente vitamina en su cuerpo a través de las paredes intestinales. Sus heces son realmente ricas en la vitamina (cuya pérdida le está causando la muerte). A partir de los alimentos que están constituidos por hígado, que proporciona un aporte de la vitamina particularmente abundante, tales pacientes consiguen absorber suficiente cianocobalamina para sobrevivir. Pero necesitan cien veces más cantidad de vitamina, si la ingieren por vía oral, que si lo hacen por inyección directa en la sangre.

Algo debe funcionar mal en el aparato intestinal del paciente, impidiendo el paso de la vitamina a través de las paredes de los intestinos. Desde 1929 se ha sabido, gracias a las investigaciones del médico americano William Bosworth Castle, que la respuesta reside de algún modo en el jugo gástrico. Castle llamó «factor intrínseco» al necesario componente del jugo gástrico, y en 1954, los investigadores hallaron un producto, procedente de la mucosa que reviste el estómago de los animales, el cual ayuda a la absorción de la vitamina y demuestra ser el factor intrínseco de Castle. En apariencia, dicha sustancia no existe en aquellos pacientes con anemia perniciosa. Cuando una pequeña cantidad de ella se mezcla con la cianocobalamina, el paciente no tiene ninguna dificultad en absorber la vitamina a través de los intestinos.

El factor intrínseco ha demostrado ser una
glicoproteína
(un azúcar que contiene proteínas) que liga una molécula de cianocobalamina y la transporta a las células intestinales.

Yodo

Volviendo a los elementos en forma de trazas … El primero en ser descubierto no fue un metal, sino el yodo, un elemento con propiedades parecidas a las del cloro. Esta historia empieza con la glándula tiroides.

En 1896, un bioquímico alemán, Eugen Baumann, descubrió que el tiroides se distinguía por contener yodo, elemento éste prácticamente ausente de todos los demás tejidos. En 1905, un médico llamado David Marine, que había realizado sus prácticas en Cleveland, se sorprendió de la considerable frecuencia con que el bocio se presentaba en aquella zona. El bocio es una enfermedad conspicua, que en ocasiones produce un aumento de tamaño exagerado del tiroides y hace que sus víctimas se vuelvan torpes y apáticas, o bien nerviosas, superactivas y con ojos saltones. Por el desarrollo de técnicas quirúrgicas en el tratamiento del tiroides anormal, con el consiguiente alivio de las enfermedades bociógenas, el médico suizo Emil Theodor Kocher mereció, en 1909, el premio Nobel de Medicina y Fisiología.

Pero Marine se preguntaba si el aumento de tamaño del tiroides no podía ser resultado de una deficiencia del yodo, el único elemento en el que el tiroides estaba especializado, y si el bocio no podría ser tratado más sabia y expeditivamente mediante fármacos que recurriendo al bisturí. La deficiencia de yodo y la frecuencia del bocio, en el área de Cleveland, podían muy bien estar relacionados, ya que Cleveland, al estar situada muy hacia el interior, podía carecer de yodo, que era tan abundante en el suelo de las regiones cercanas al océano y en los alimentos procedentes del mar que forman una parte importante de la dieta en tales lugares.

Marine experimentó en animales, y, al cabo de diez años, se consideró suficientemente seguro como para intentar administrar compuestos que contenían yodo a sus pacientes de bocio. Probablemente no resultó demasiado sorprendido al encontrar que este tratamiento prosperaba. Más tarde, Marine sugirió que debían añadirse compuestos que contenían yodo a la sal de mesa y a la provisión de agua en las ciudades del interior en las que el terreno fuera pobre en yodo. Sin embargo, esto despertó una fuerte oposición, y se necesitaron otros diez años para conseguir que fuese aceptada de un modo general la yodación del agua y la sal yodada. Una vez que los suplementos de yodo se convirtieron en una rutina, el bocio simple perdió su importancia como una de las calamidades de la Humanidad.

Fluoruros

Medio siglo después, los investigadores americanos (y el público) se hallaban comprometidos en estudios y discusiones de un asunto similar de la salud: la fluoración del agua, para impedir la caries dental. Esto constituye motivo de amargas controversias en los escenarios no científicos y políticos, con una oposición aún más encarnizada que en el caso del yodo. Tal vez la razón sea que las cavidades en los dientes no parecen ser ni con mucho tan graves como el desfiguramiento del bocio.

En las primeras décadas de este siglo, los odontólogos se dieron cuenta de que la población en ciertas zonas de Estados Unidos (por ejemplo, algunas localidades de Arkansas) tendían a mostrar dientes oscuros —una especie de moteado del esmalte. Esta particularidad fue estudiada, hasta hallar un contenido de compuestos de flúor («fluoruros») superior al promedio en el agua natural de bebida en aquellas regiones. Al mismo tiempo, tuvo lugar otro interesante descubrimiento. Cuando el contenido de flúor en el agua era superior al promedio, la población mostraba un índice infrecuentemente bajo de caries dental. Por ejemplo, la ciudad de Salesburg, en Illinois, con flúor en su agua, ofrecía sólo un tercio de los casos de caries dental en los niños, que la vecina ciudad de Quincy, cuya agua prácticamente no contenía flúor.

La caries dental no es un asunto despreciable, como podrá corroborar todo aquel que ha padecido un dolor de muelas. Representa un gasto a la población de los Estados Unidos superior a los mil quinientos millones de dólares anuales, en facturas al dentista, y dos tercios de todos los americanos han perdido al menos alguna de sus muelas a los 35 años de edad. Los investigadores en el campo de la odontología tuvieron éxito en la obtención de apoyo económico para sus estudios a amplia escala, encaminados a descubrir si la fluoración del agua sería beneficiosa y proporcionaría realmente ayuda para impedir la caries dental. Hallaron que una proporción de flúor, en el agua potable, de 1 : 1.000.000, con un costo estimado de 5 a 10 centavos por persona y año, no llegaba a manchar los dientes y, sin embargo, producía un efecto beneficioso en la prevención de la caries. Por tanto, adoptaron como medida dicha proporción para probar los efectos de la fluoración en las reservas de agua de la comunidad.

En efecto se produce, en primer lugar, en las personas cuyos dientes se están formando; es decir, en los niños. La presencia de flúor en el agua potable asegura la incorporación de pequeñas cantidades de este elemento a la estructura dental; aparentemente, es esto lo que impide que el diente sea atacado por las bacterias. (El uso de pequeñas cantidades de flúor en forma de píldoras o pasta de dientes ha mostrado también cierto efecto protector contra la caries dental.)

Dos argumentos principales han empleado los que se han opuesto a la fluoración, y con el mayor de los efectos. Uno es que los compuestos del flúor son venenosos. Y esto es cierto, pero no en las dosis que se emplean para la fluoración … El otro es que la fluoración es una medicación obligada, que infringe la libertad individual. Puede ser así, pero resulta cuestionable que un individuo en cualquier sociedad pueda tener la libertad de exponer a los demás a una dolencia prevenible. Si la medicación a la fuerza es mala, entonces la querella no debería ser sólo respecto de la fluoración, sino también por la cloración, la yodificación y, pongamos por caso, con todas las formas de inoculación, incluyendo la vacunación contra la viruela, que hasta ahora ha sido obligatoria en la mayoría de los países civilizados.

Hormonas

Enzimas, vitaminas, oligoelementos, ¡de qué forma tan poderosa estas sustancias diseminadas deciden sobre la vida o la muerte de los tejidos en el organismo! Pero existe un cuarto grupo de sustancias que, de algún modo, es aún más potente. Estas sustancias gobiernan la obra en conjunto; son como un conmutador general que despierta una ciudad a la actividad, o como la válvula reguladora que controla la máquina o la capa roja que excita al toro. A comienzos de siglo, dos fisiólogos ingleses, William Maddock Bayliss y Ernest Henry Starling, quedaron intrigados por una sorprendente pequeña función en el tracto digestivo. La glándula situada detrás del estómago, conocida como el páncreas, descargaba su jugo digestivo en los intestinos superiores, justamente en el momento en que los alimentos abandonaban el estómago y penetraban en el intestino. ¿Cómo se recibía el mensaje? ¿Qué era lo que informaba al páncreas de que había llegado el momento justo? La suposición obvia era que la información debía ser transmitida a través del sistema nervioso, el cual era el único medio entonces conocido de comunicación en el cuerpo. Probablemente, la penetración en los intestinos de los alimentos procedentes del estómago estimulaba ciertas terminaciones nerviosas que retransmitían el mensaje al páncreas por medio del cerebro o de la médula.

Para probar esta teoría, Bayliss y Starling cortaron todos los nervios del páncreas. ¡Su maniobra fracasó! El páncreas seguía secretando todavía su jugo precisamente en el momento adecuado.

Los confundidos experimentadores, siguieron investigando en busca de otro sistema de comunicación. En 1902 consiguieron descubrir un «mensajero químico». Resultó ser una sustancia secretada por las paredes del intestino. Cuando la inyectaban en la sangre de un animal, estimulaba la secreción del jugo pancreático, incluso aunque el animal no estuviera comiendo. Bayliss y Starling llegaron a la conclusión de que, en el curso normal de los acontecimientos, el alimento que penetra en los intestinos estimula su mucosa para secretar la sustancia, la cual luego viaja a través de la corriente sanguínea hasta el páncreas y desencadena la liberación del jugo pancreático por parte de la glándula. Ambos investigadores denominaron a la sustancia secretada por los intestinos «secretina», y la llamaron «hormona», partiendo de una palabra griega que significa «excitar a la actividad». Hoy día se sabe que la secretina es una pequeña molécula de proteína.

Algunos años antes, los fisiólogos habían descubierto que un extracto de las suprarrenales (dos pequeños órganos situados justamente por debajo de los riñones) Podían elevar la tensión sanguínea si eran inyectados en el organismo. El químico japonés Jokichi Takamine, que trabajaba en Estados Unidos, aisló la sustancia responsable en 1901 y la denominó «adrenalina». (Ésta, posteriormente, se convirtió en un nombre registrado; la denominación actual de los químicos para esta sustancia es «epinefrina».) Su estructura mostraba una gran semejanza con la del aminoácido tirosina, a partir del cual se deriva en el cuerpo.

Evidentemente, la adrenalina era también una hormona. A medida que transcurrieron los años, los fisiólogos hallaron que un cierto número de otras «glándulas» en el cuerpo secretaban hormonas. (La palabra «glándula» procede del término griego para designar una bellota, y fue aplicada originalmente a cualquier pequeño abultamiento del tejido corporal. Pero se convirtió en una costumbre dar el nombre de glándula o ganglio a cualquier tejido que secretara un fluido, incluso a órganos grandes, tales como el hígado y las glándulas mamarias. Los órganos pequeños, que no secretaban fluidos gradualmente, fueron perdiendo esta denominación, de forma que los «ganglios linfáticos», por ejemplo, fueron rebautizados con el nombre de «nódulos linfáticos». Aún así, cuando los nódulos linfáticos en la garganta o en la axila aumentan de tamaño durante las infecciones, los médicos y las madres se siguen refiriendo a ellos, igualmente, como «ganglios aumentados de tamaño».)

Muchas de las glándulas, como las situadas a lo largo del conducto digestivo, las glándulas sudoríparas y las salivales, descargan sus secreciones a través de conductos. Sin embargo, algunas no poseen conductos; éstas descargan directamente sus sustancias en la corriente sanguínea, la cual luego distribuye las secreciones por el cuerpo. La secreción de estas glándulas sin conductos o «endocrinas» es lo que contiene las hormonas. Por tal motivo, el estudio de las hormonas se denomina «endocrinología» (fig. 15.1).

Fig. 15.1. Las glándulas endocrinas.

Como es natural, los biólogos están sumamente interesados en las hormonas que controlan las funciones del cuerpo de los mamíferos y, en particular, las del hombre. (Sin embargo, al menos, nos gustaría mencionar el hecho de que existen «hormonas vegetales», que controlan y aceleran el crecimiento de las plantas, de «hormonas de los insectos» que controlan la pigmentación y la muda de la piel, etc.)

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