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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

Invisible (12 page)

BOOK: Invisible
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Justo antes de que Andy naciera, tus padres os cambiaron a tu hermana y a ti a habitaciones contiguas en la tercera planta. Allá arriba, bajo las tejas, era un reino aparte, un pequeño principado separado del resto de la casa, y después del cataclismo del lago Eco, sobrevenido en agosto de 1957, se convirtió en tu refugio, el único sitio de aquella fortaleza de amargura en donde tu hermana y tú podíais escapar de vuestros dolientes padres. Tú también sentías dolor, pero al modo de los niños, más egoísta, más solemne, quizás, y durante muchos meses tu hermana y tú os atormentasteis contando una y otra vez las perrerías que alguna vez habíais hecho a Andy —las befas, los comentarios hirientes, los insultos en broma, las bofetadas, los empujones y puñetazos un poco fuertes—, como si algún oscuro sentimiento de culpa os impulsara a mortificaros, a degradaros en vuestra maldad repitiendo interminablemente la serie de fechorías que habíais cometido a lo largo de los años. Siempre soltabais esas retahílas por la noche, a oscuras, después de acostaros, los dos hablando por la puerta abierta que comunicaba vuestros cuartos, o si no uno en la cama del otro, tumbados de espaldas, mirando al techo invisible. Os sentíais como huérfanos entonces, con el espíritu de vuestros padres rondando por la planta de abajo, y dormir juntos se convirtió en un reflejo natural, un consuelo perdurable, un remedio para evitar las lágrimas y estremecimientos que con tanta frecuencia sobrevenían en los meses siguientes a la muerte de Andy.

Intimidades de ese género constituían el incuestionable terreno de tus relaciones con Gwyn. Se remontaban al principio, al límite mismo de la memoria consciente, y no puedes recordar un solo momento en que te sintieras a disgusto o cohibido en su presencia. Te bañabas con ella cuando erais pequeños, explorabais ansiosamente vuestros cuerpos jugando «a los médicos», y en las tardes de lluvia que pasabais encerrados en casa la actividad preferida de Gwyn era que saltarais desnudos sobre la cama. No por el placer de saltar, sino porque, tal como ella decía, le gustaba ver tu pene agitándose hacia arriba y hacia abajo, y por minúsculo que ese órgano fuese en aquel momento de tu vida, la complacías de buena gana, porque eso siempre le divertía, y nada te hacía tan feliz como ver reír a tu hermana. ¿Cuántos años tenías entonces? ¿Cuatro? ¿Cinco? Con el tiempo, los niños empiezan a rehuir el nudismo salvaje y bullanguero de los primeros años y a los seis o siete años ya se han alzado las barreras del pudor. Por la razón que fuese, eso no ocurrió con vosotros dos. Nada de chapoteos en la bañera quizás, se acabó el jugar a los médicos, y también el saltar sobre la cama, pero no aquello, la despreocupación nada norteamericana en lo que se refería a vuestros cuerpos. La puerta del baño que compartíais se quedaba abierta con frecuencia, ¿y cuántas veces pasaste por delante y viste a Gwyn meando en el retrete, en cuántas ocasiones te vio ella salir de la ducha sin nada de ropa encima? Veros desnudos era algo completamente natural, y ahora, en el verano de 1967, cuando dejas la pluma y miras por la ven-rana pensando en tu infancia, reflexionas sobre esa falta de inhibición y concluyes que se debía a la creencia de que tu cuerpo era de ella, de que os pertenecíais el uno al otro, y por tanto habría sido impensable obrar de otra manera. Es cierto que con el paso del tiempo os hicisteis algo más reservados, pero ni siquiera cuando vuestros cuerpos empezaron a cambiar llegasteis a marcar del todo las distancias. Recuerdas el día en que Gwyn entró en tu cuarto, se sentó en tu cama, y se levantó la blusa para enseñarte el primer y diminuto abultamiento de sus pezones, el primer signo de crecimiento de sus incipientes pechos. Recuerdas cuando le mostraste el principio de tu vello púbico y una de tus primeras erecciones adolescentes, y te acuerdas asimismo de estar con ella en el baño y ver cómo le corría la sangre por las piernas cuando tuvo su primer periodo. Ninguno de los dos lo pensasteis dos veces para ir al encuentro del otro cuando ocurrieron tales milagros. Los acontecimientos que cambian la vida exigen un testigo, ¿y quién podía desempeñar mejor ese papel que uno de vosotros?

Entonces llegó la noche del gran experimento. Vuestros padres iban a pasar fuera el fin de semana, y habían decidido que tu hermana y tú ya erais lo bastante mayores para cuidaros solos sin nadie que os vigilara. Gwyn tenía quince años y tú catorce. Ella era casi una mujer, y tú apenas acababas de salir de la infancia, pero ambos estabais atrapados en la desesperación de la primera adolescencia, pensando de la mañana a la noche en las relaciones sexuales, masturbándoos de manera incesante, locos de deseo, vuestros cuerpos ardiendo de lascivas fantasías, ansiando que os tocaran, que os besaran, voraces e insatisfechos, excitados y solos, condenados. La semana anterior a la marcha de vuestros padres, ambos discutisteis abiertamente el dilema, la gran contradicción de ser lo bastante mayores para desearlas pero demasiado jóvenes para tenerlas. El mundo os había jugado una mala pasada obligándoos a vivir en la mitad del siglo XX, haciéndoos nada menos que ciudadanos de un país industrial avanzado, mientras que si hubieseis nacido en una tribu primitiva del Amazonas o los Mares del Sur, ya no seríais vírgenes. Entonces fue cuando tramasteis el plan —inmediatamente después de esa conversación—, pero esperasteis a que vuestros padres se marcharan antes de ponerlo en práctica.

Ibais a hacerlo una vez, sólo una. Tenía que ser un experimento, no una nueva forma de vivir, y por mucho que os gustara, debíais dejarlo después de aquella noche, porque si seguíais con ello llegaríais a entusiasmaros fácilmente, y las cosas se os podrían escapar de las manos, sin contar con que habría que ocuparse del problema de las sábanas manchadas de sangre, ni con la grotesca posibilidad, la inconcebible probabilidad que ninguno de vosotros se atrevía a mencionar en voz alta. Cualquier cosa y hasta el final, decidisteis, pero nada de penetración, toda la gama de combinaciones y posturas, tantas como quisierais y durante el tiempo que os apeteciera, pero sería una noche de contactos sexuales sin cópula. Como ninguno de vosotros había tenido experiencias con nadie, la perspectiva era muy emocionante, y pasasteis los días anteriores a la marcha de vuestros padres en un delirio de expectación: con un susto de muerte, conmocionados por la audacia del plan, enloquecidos.

Era la primera oportunidad que tenías de manifestar a Gwyn cuánto la querías, de decirle lo bella que te parecía, de introducirle la lengua en la boca y besarla de la forma en que durante meses habías soñado. Temblabas al quitarte la ropa, te estremecías de la cabeza a los pies cuando te metiste en la cama y sentiste cómo se cerraban sus brazos en torno a ti. La habitación estaba a oscuras, pero distinguías vagamente el destello en los ojos de tu hermana, el contorno de su rostro, la silueta de su cuerpo, y cuando te introdujiste bajo las sábanas y sentiste su desnudez, el cuerpo desnudo de tu hermana de quince años apretándose contra tu carne desnuda, tuviste un escalofrío, te quedaste casi sin respiración por la avalancha de sensaciones que te invadía. Permanecisteis varios momentos uno en brazos del otro, las piernas entrelazadas, las mejillas juntas, demasiado sobrecogidos para hacer otra cosa que aferraras el uno al otro y confiar en que no estallaríais de puro terror. Finalmente, Gwyn empezó a pasarte las manos por la espalda, te rozó la cara con los labios y luego te besó, con fuerza, con una agresividad que no te esperabas, y cuando su lengua entró en tu boca como un relámpago, comprendiste que no había nada mejor en el mundo que te besaran de la forma en que ella lo estaba haciendo, que aquello era sin discusión la única y más importante justificación de estar vivo. Os seguisteis besando durante largo rato, ronroneando los dos y manoseándoos mientras vuestras lenguas se agitaban y la saliva se escapaba de vuestros labios. Por fin te armaste de valor y colocaste la palma de las manos en sus pechos, en sus pequeños senos, aún no plenamente desarrollados, y por primera vez en tu vida te dijiste a ti mismo: estoy tocando los pechos desnudos de una chica. Después de acariciarlos durante un tiempo, te pusiste a besar los sitios que habías tocado, a pasarle la lengua por la aureola, a chuparle los pezones, y te sorprendiste cuando se hicieron más firmes y erectos, tanto como lo estaba tu pene desde el momento en que te pusiste encima de tu hermana desnuda. Era demasiado para que lo asimilaras, con aquella iniciación en el esplendor de la anatomía femenina empujándote más allá de tus límites, y sin iniciativa alguna por parte de Gwyn tuviste de pronto tu primera eyaculación de la noche, un violento espasmo que acabó esparcido por todo su vientre. Afortunadamente, el sonrojo que pudieras haber tenido fue de corta duración, pues incluso en el momento en que el fluido emanaba de ti, Gwyn se había echado a reír, y a modo de brindis por tu hazaña, se restregó alegremente la mano por el estómago.

Aquello prosiguió durante horas. Ambos erais muy jóvenes, inexpertos e infatigables, estabais llenos de emoción, enloquecidos por vuestras mutuas ansias, y como habíais prometido que aquélla sería la única vez, ninguno de los dos queríais que terminara nunca. Así que seguisteis sin parar. Con la fuerza y energía de tus catorce años, pronto te recuperaste de tu descarga accidental, y cuando tu hermana te cogió tiernamente el rejuvenecido pene (sublime arrobamiento, júbilo indecible), seguiste adelante con tu lección de anatomía transitando con las manos y la boca por otras zonas de su cuerpo. Descubriste las tersas y deliciosas regiones de la nuca y de la cara interna del muslo, las indelebles satisfacciones de los hoyuelos de la espalda y las nalgas, la delicia casi insoportable de la lengua lamiendo la oreja. Éxtasis táctil, pero también el aroma del perfume que Gwyn se había puesto para la ocasión, la superficie cada vez más resbaladiza de vuestros cuerpos, y la pequeña sinfonía de ruidos que ambos ejecutasteis a lo largo de la noche, juntos y cada uno por su lado: las quejas y gemidos, los suspiros y aullidos, y luego, cuando Gwyn se corrió por primera vez (frotándose el clítoris con el dedo medio de la mano izquierda), el sonido del aire entrando y saliendo por sus fosas nasales, el ritmo creciente de su respiración, el victorioso jadeo del final. Aquella primera vez, seguida de otras dos, de tres veces quizá. En tu caso, aparte de la solitaria chapuza del principio, estaba la mano de tu hermana cerrándose en torno a tu pene, moviéndose hacia arriba y hacia abajo mientras tú permanecías tumbado, envuelto en una niebla de ascendente excitación, y luego estaba su boca, moviéndose de igual manera, sus labios en torno a tu pene de nuevo firme, y la honda intimidad que ambos sentisteis cuando te corriste en su boca: el fluido de uno pasando al cuerpo del otro, la mezcla de una persona con otra, espíritus conjugados. Luego tu hermana se dejó caer de espaldas, abrió las piernas y te dijo que la tocaras. Ahí no, te decía, aquí, y te cogió la mano y te guió al sitio donde quería que estuvieras, al lugar en donde nunca habías estado, y tú, que hasta aquella noche no habías sabido nada, empezaste poco a poco a formarte como ser humano.

Seis años después, estás sentado en la cocina del apartamento que compartes con tu hermana en la calle Ciento siete Oeste. Es a primeros de julio de 1967, y acabas de decirle que preferirías pasar el fin de semana en Nueva York, que no tienes interés alguno en hacer un incómodo viaje en autobús a la casa paterna. Gwyn está sentada a la mesa, frente a ti, vestida con unos pantalones cortos de color azul y una camiseta blanca, su largo pelo negro recogido sobre la cabeza a causa del calor, y observas que tiene los brazos morenos, que a pesar del trabajo de oficina que la mantiene entre cuatro paredes durante la mayor parte del día, ha estado al sol lo suficiente para que su piel adquiera un atractivo matiz pardo rojizo, que en cierto modo te recuerda el color de las tortitas. Son las seis y media de la tarde de un jueves, y ambos acabáis de volver del trabajo, estáis bebiendo una cerveza directamente de la lata y fumando Chesterfield sin filtro. Dentro de una hora o así, saldréis a cenar a un restaurante chino de precios razonables —más por el aire acondicionado que por la comida—, pero de momento estás a gusto sin hacer nada, reanimándote de nuevo tras otra tediosa jornada en la biblioteca, a la que has empezado a denominar el Castillo de los Bostezos. Tras contestar que no quieres ir a Nueva Jersey, no te cabe duda de que Gwyn se va a poner a hablar de vuestros padres. Estás preparado para eso, y a decir lo que piensas llegado el caso, aunque esperas que la conversación no dure demasiado. El millonésimo nono capítulo de la historia de Marge y Bud. ¿Cuándo empezasteis Gwyn y tú a llamar a vuestros padres por sus nombres de pila? No recuerdas exactamente, pero fue más o menos en la época en que Gwyn se fue a la universidad. Siguen siendo mamá y papá cuando estáis con ellos, pero Marge y Bud cuando os encontráis a solas tu hermana y tú. Una actitud ligeramente afectada, quizás, pero que te ayuda a apartarlos mentalmente de ti, a crear cierta distancia ilusoria, y eso es lo que necesitas, te dices a ti mismo, lo que más falta te hace.

No lo entiendo, observa tu hermana. Nunca quieres ir.

Ojalá quisiera, contestas, encogiéndote de hombros, a la defensiva, pero cada vez que pongo el pie en esa casa, me siento arrastrado al pasado.

¿Es tan horrible? No irás a decirme que todos tus recuerdos son malos. Sería ridículo. Absurdo y falso.

No, no; todos malos, no. Buenos y malos a la vez. Pero lo curioso es que, siempre que estoy allí, sólo me vienen los malos. Cuando no estoy en casa, en general pienso en los Dueños.

¿Por qué no me pasa a mí lo mismo?

No sé. A lo mejor porque no eres un chico.

¿Y qué más da eso?

Andy era un chico. En un momento dado éramos dos, v ahora soy sólo yo: el único superviviente del naufragio.

¿Y qué? Mejor uno que ninguno, por amor de Dios.

Son sus ojos, Gwyn, la expresión de su rostro cuando me miran. De pronto, me siento como si me reprocharan algo. ¿Por qué tú?, parecen preguntarme. ¿Por qué vives tú Y tu hermano no? Y al poco rato sus ojos me inundan de ternura, de un cariño angustiado, nauseabundo, excesivamente protector. Me da un miedo tremendo.

No exageres. No te reprochan nada, Adam. Están muy orgullosos de ti, deberías oírlos cuando no estás. Interminables alabanzas al chico prodigio que han creado, el príncipe de la corona de la dinastía Walker.

Ahora eres tú quien exagera.

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