Invisible (9 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

BOOK: Invisible
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Seguí en ello otro año, y luego, tras un amargo y angustiado debate conmigo mismo, concluí que no progresaba lo suficiente y lo dejé. No es que pensara que mi obra era mala. Había chispas de vez en cuando, unos cuantos poemas que parecían tener cierta frescura y convicción, versos de los que me sentía auténticamente orgulloso, pero en general los resultados eran mediocres, y la perspectiva de llevar una vida de mediocridad me asustó hasta el punto de dejarlo.

Los años londinenses. La sombría revelación de esperanzas frustradas, coitos sin amor en camas de prostitutas, una relación seria con una chica inglesa llamada Dorothy que ella rompió de pronto al enterarse de que era judío. Pero, lo creas o no, pese a lo deprimente que pueda parecerte todo esto, me iba haciendo más fuerte, empezaba finalmente a madurar y a tomar las riendas de mi vida. En junio de 1973 acabé mi último poema, lo quemé ceremoniosamente en el fregadero de la cocina, y volví a Estados Unidos. Había jurado no volver hasta que el último soldado americano hubiera salido de Vietnam, pero ahora tenía nuevos planes, y ya no me sobraba tiempo para tan elevada charlatanería. Iba a arrojarme a las trincheras y a combatir a puñetazo limpio. Adiós, literatura. Bienvenida la cosa en sí, la realidad sensible.

Berkeley, California. Tres años en la Facultad de Derecho. La idea era hacer algo positivo, trabajar con los pobres, los oprimidos, comprometerme con los despreciados y los invisibles y tratar de defenderlos contra las crueldades y la indiferencia de la sociedad norteamericana. ¿Más paparruchas altruistas? Así sería para algunos, pero yo nunca lo consideré de esa manera. De la poesía a la justicia, entonces. Justicia poética, si quieres. Porque ésa es la triste realidad: en el mundo hay más poesía que justicia.

Ahora que mi enfermedad me ha obligado a dejar de trabajar, dispongo de mucho tiempo para sopesar los motivos que tuve para escoger la vida que decidí llevar. En un sentido muy concreto, creo que todo empezó aquella noche de 1967 cuando vi a Born apuñalar a Cedric Williams en el vientre; para luego, cuando me fui corriendo a llamar a la ambulancia, llevarlo al parque y asesinarlo. Sin razón alguna, sin ningún motivo en absoluto, y después, aún peor, el hecho de que saliera impune, largándose del país para que no pudieran juzgarlo por su crimen. Sería imposible exagerar la horrible pesadumbre que eso me causó, y que no ha dejado de atormentarme. La justicia burlada. La ira y la frustración no han disminuido, y si así es como me siento, si esa visión de la justicia es lo que arde con más fuerza en mi interior, entonces estoy seguro de que he escogido el camino correcto.

Veintisiete años de trabajo como asesor jurídico, activismo comunitario en los barrios negros de Oakland y Berkeley, huelgas de impago de alquiler, acciones populares contra diversas empresas, casos de brutalidad policial, la lista es interminable. A la larga, no creo haber conseguido mucho. Una serie de gratas victorias, sí, pero este país no es ahora menos cruel que antes, aún más, quizá, y sin embargo me habría sido imposible quedarme de brazos cruzados. Habría vivido con la sensación de mantener una fraudulenta relación conmigo mismo.

¿Estoy empezando a parecer un mojigato con ínfulas de superioridad moral? Espero que no.

Los ingresos eran exiguos, desde luego. Nadie se hace rico con la clase de trabajo a que me dedicaba. Pero hubo recursos familiares que me cayeron como llovidos del cielo —y a mi hermana también— tras la muerte de nuestros padres (de mi madre en 1974, de mi padre en 1976). Vendimos la casa y el supermercado de mi padre por una suma considerable, y como Gwyn es una mujer inteligente y práctica, invirtió bien el dinero, lo que significa que siempre he tenido suficiente para vivir (modesta, pero cómodamente) sin tener que preocuparme mucho de lo que me reportaba el trabajo. Utilizar el sistema con objeto de combatirlo. Un espléndido y ligero toque de hipocresía, supongo, pero todo el mundo tiene que llevar comida a la mesa, todos necesitamos un techo sobre la cabeza. Lamentablemente, las facturas de los médicos han causado una severa mella en mis ahorros en estos dos últimos años, pero creo que tendré suficiente para aguantar hasta el final…, suponiendo que no dure demasiado, cosa que parece improbable.

En cuanto a cuestiones amorosas, me pasé demasiados años dando bandazos de una forma inmadura y ridícula, acostándome en múltiples camas, enamorándome y desenamorándome de diversas mujeres, pero sin sentir tentación alguna de sentar la cabeza y casarme hasta cumplidos los treinta y seis, cuando conocí a la única persona que de verdad me ha importado en la vida, una asistente social llamada Sandra Williams —sí, el mismo apellido del muchacho asesinado, nombre de esclavos, llevado por centenares de miles, si no millones, de afroamericanos—, y aunque un matrimonio interracial puede plantear numerosos problemas sociales a la pareja (por parte de ambos bandos), nunca lo consideré un impedimento, pues lo cierto era que quería a Sandra, que la quise desde el primero al último día. Una mujer sabia, valiente, hermosa y llena de vida, sólo seis meses menor que yo, con un matrimonio anterior y divorciada cuando nos conocimos, y una niña de doce años, Rebecca, mi hijastra, ya casada en la actualidad y madre de dos hijos, y los diecinueve años que he pasado con Sandra me han convertido en mejor persona, mejor de lo que habría sido estando solo o con otra mujer, y ahora que ha muerto (de cáncer cervical, hace cinco años), no pasa un día sin que la eche en falta. Mi único pesar es que no conseguimos tener hijos juntos, pero la creación de una familia está fuera del alcance de un hombre que, según parece, ha nacido estéril.

¿Qué más podría decirte? Estoy bien atendido por mi asistenta (que nos preparará la cena el día de tu visita), veo con frecuencia a Rebecca y su familia, hablo por teléfono con mi hermana casi todos los días, tengo muchos amigos. Cuando mi estado de salud me lo permite, sigo devorando libros (poesía, historia, novelas, las tuyas entre ellas, en cuanto se publican), aún mantengo un vivo interés por el béisbol (una enfermedad incurable), y me entrego esporádicamente al escapismo de ver películas (gracias al lector de DVD, amigo fiel de los solitarios y enclaustrados de este mundo). Pero sobre todo pienso en el pasado, en los viejos tiempos, en aquel lejano año (1967) en que tantas cosas ocurrieron, en mi entorno y en mí mismo, en los inesperados giros y descubrimientos de aquella época, en su locura, que me empujó hacia la vida que acabé llevando, para bien y para mal. No hay nada como una enfermedad mortal para galvanizar el pensamiento, para hacer las cuentas, para establecer el balance final. El plan consiste en escribir el libro en tres partes, tres capítulos. No va a ser largo, ni complicado, pero hay que hacerlo como es debido, y el haberme quedado bloqueado en la segunda parte se ha convertido en germen de una tremenda frustración. Pierde cuidado, no espero que me resuelvas el problema. Pero tengo la sospecha, tal vez infundada, de que una conversación contigo me daría el impulso necesario para seguir adelante. Aparte de eso —y en primer lugar—, es decir, más allá de mis insignificantes tribulaciones, tendré el inmenso placer de verte otra vez…

Esperaba noticias suyas, pero nunca hubiera imaginado que escribiría más de un par de párrafos, que estaría dispuesto a invertir esa cantidad de tiempo y esfuerzo para ofrecerme un relato de su vida tan completo; a mí, que a esas alturas apenas era algo más que un extraño para él. Pese a los muchos amigos, tenía que estar bastante desesperado, debía sentirse solo, pensé, y aunque seguía sin entrarme en la cabeza por qué me había elegido como confesor, el hecho era que se había agarrado a mí de tal forma que resultaba impensable no hacer todo lo que pudiera por él. Cómo cambia todo de pronto. Un amigo moribundo había vuelto a aparecer en mi vida tras una ausencia de casi cuarenta años, y de buenas a primeras me sentía en la obligación de no dejarlo en la estacada. Pero ¿qué clase de ayuda podía brindarle? Tenía dificultades con su libro, y por alguna razón inexplicable se hacía ilusiones de que yo poseía la facultad de pronunciar las palabras mágicas que le permitirían seguir adelante. ¿Esperaba que le extendiera una receta con la píldora que ayudaba a salir del apuro a escritores bloqueados? ¿Era eso todo lo que quería de mí? Parecía algo mezquino, bastante fuera de lugar. Walker era una persona inteligente, y si sentía la necesidad de escribir aquel libro, encontraría la forma de conseguirlo.

Eso fue más o menos lo que le dije en mi siguiente carta. No de sopetón, pues primero había que tratar otras cuestiones (la tristeza por la muerte de su mujer, la sorpresa por la profesión que había elegido, la admiración por la labor que había realizado y las batallas que había librado), pero, una vez despachados esos asuntos, le dije claramente y sin rodeos que estaba convencido de que hallaría el medio por sí mismo. El miedo es buena cosa, proseguí, repitiendo la palabra que había utilizado en su primera carta, el temor es lo que nos impulsa a correr riesgos y a sobrepasar nuestros límites normales, y es difícil que todo escritor que crea pisar terreno firme produzca algo de auténtico valor. En cuanto al muro que él había mencionado, le aseguré que todos chocamos con alguno, y que la mayoría de las veces la circunstancia de quedarse bloqueado se origina en un erróneo proceso mental: esto es, el escritor no entiende plenamente lo que trata de decir o, dicho de forma más sutil, se ha equivocado al enfocar el asunto. A modo de ejemplo, le hablé de los problemas con que me había enfrentado en un libro anterior mío —también de memorias (en cierto modo)—, estructurado en dos partes, escribí la Primera parte en primera persona, y cuando acometí la Segunda (que trataba de mi vida de forma más directa que la anterior), escribiendo también en primera persona, fui quedándome cada vez más insatisfecho con los resultados, y acabé dejándolo. La interrupción duró varios meses (difíciles, angustiosos), y entonces una noche se me ocurrió la solución. Comprendí que me había equivocado de enfoque. El hecho de escribir sobre mí mismo en primera persona me había obligado a contenerme, haciéndome invisible, impidiéndome encontrar lo que andaba buscando. Me hacía falta distanciarme, dar un paso atrás y crear un espacio entre mí mismo y el tema (que no era sino mi propia persona), así que volví al principio de la Segunda parte y empecé a escribirla en tercera persona. Yo se convirtió en El, y la distancia establecida por aquel pequeño cambio me permitió acabar el libro. Puede que él (Walker) padeciera el mismo problema, le sugerí. Quizá estaba muy próximo a su asunto. Tal vez la materia le resultaba demasiado personal y desgarradora para escribir en primera persona con la debida objetividad. ¿Qué le parecía? ¿Había posibilidades de que un nuevo enfoque lo pusiera de nuevo en marcha?

Cuando envié la carta, aún quedaban seis semanas para mi viaje a California. Walker y yo ya habíamos fijado la fecha y la hora de nuestra cena, ya me había facilitado indicaciones para llegar a su casa, y yo no esperaba más noticias suyas antes de mi marcha. Pasó un mes, quizá algo más, y entonces, cuando menos lo esperaba, se puso de nuevo en contacto conmigo. No por correo esta vez, sino por teléfono. Habían pasado años desde nuestra última conversación, pero reconocí su voz enseguida, aunque (¿cómo expresarlo?) no era exactamente la misma que recordaba, o puede que sí lo fuese pero con algo añadido o suprimido, la misma voz con un registro ligeramente distinto: Walker distanciado de sí mismo y del mundo, impedido, enfermo, hablando en voz baja, lentamente, con un estremecimiento apenas perceptible en cada palabra que se escapaba de sus labios, como haciendo acopio de todas sus fuerzas para expulsar el aire por la tráquea y dirigirlo al teléfono.

Qué hay, Jim, me dijo. Espero no haberte interrumpido la cena.

En absoluto, contesté. No empezaremos a cenar hasta dentro de veinte o treinta minutos.

Bien. Entonces debes estar con el aperitivo. Suponiendo que aún bebas.

Sigo bebiendo. Y eso es exactamente lo que estamos haciendo ahora. Mi mujer y yo nos estamos trasegando una botella de vino, y mientras el pollo se asa en el horno nos vamos sumiendo en un agradable sopor.

Los placeres de la vida doméstica.

¿Y tú cómo andas? ¿Qué tal vas?

No podía ir mejor. Un contratiempo sin importancia el mes pasado, pero todo va bien otra vez, y me estoy de-ando las cejas de tanto trabajar. Quería que lo supieras.

¿Trabajando en el libro?

Trabajando en el libro.

Lo que significa que te has desbloqueado.

Por eso te llamo. Para darte las gracias por tu última carta.

¿Otro enfoque, entonces?

Sí, y me ha ayudado enormemente.

Son buenas noticias.

Eso espero. Una materia bastante cruda, me temo. Cosas horribles a las que no había tenido el valor o la voluntad de enfrentarme durante años, pero eso ya ha pasado y estoy preparando frenéticamente el esquema del tercer capítulo.

¿Quieres decir que ya has acabado el segundo? Un borrador. Hace unos diez días que lo terminé. ¿Por qué no me lo has enviado?

No sé. Estoy muy nervioso, supongo. Nada seguro de mí mismo.

No seas ridículo.

Pensé que sería mejor esperar hasta que todo estuviera acabado antes de enseñártelo.

No, no, mándame ahora la segunda parte. Así podremos comentarlo la semana que viene en Oakland, cuando vaya a verte.

Cuando lo hayas leído, a lo mejor no quieres venir. Pero ¿qué estás diciendo?

Es repugnante, Jim. Cada vez que lo pienso, me dan ganas de vomitar.

Envíamelo de todas formas. Cualquiera que sea mi reacción, te prometo que no me echaré atrás en lo de la cena. Quiero volverte a ver.

Yo también quiero verte a ti.

Estupendo. Todo arreglado, entonces. El veinticinco a las siete de la tarde.

Eres muy amable conmigo. Pero si no he hecho nada.

Más de lo que te imaginas, señor mío; más de lo que te imaginas.

Cuídate, ¿de acuerdo?

Haré lo que pueda.

Nos veremos el veinticinco, entonces.

Sí, el veinticinco. A las siete en punto.

Sólo cuando colgamos me di cuenta del desasosiego que me había producido aquella conversación. En primer lugar, estaba seguro de que Walker mentía sobre su estado de salud —que no era bueno, nada bueno en absoluto, y sin duda empeoraba a cada momento—, y aunque resultaba muy comprensible que tratara de ocultarme la verdad, de evitar mediante una actitud displicente cualquier arranque de compasión por mi parte mostrando una falsa alegría de estoico (¡No podía ir mejor!), yo percibía de todos modos (lo que no deja de ser paradójico) en sus palabras cierto tono lastimero, como si de principio a fin de nuestra charla hubiera tratado de contener las lágrimas, esforzándose por no perder la compostura y echarse a llorar por teléfono. Su condición física ya era una causa de grave preocupación, pero ahora me inquietaba su estado mental. En determinados momentos de la conversación, me había dado la impresión de ser una persona al borde de una crisis nerviosa, un hombre que a duras penas mantenía la entereza con unas cuantas ligaduras deshilachadas de cuerda y alambre. ¿Era posible que el hecho de escribir el nuevo capítulo de su libro lo hubiera agotado hasta ese punto? ¿O sólo se trataba de un factor más, entre otros muchos? Walker se estaba muriendo, al fin y al cabo, y tal vez esa sola circunstancia, el absorbente horror de su próxima muerte, era algo a lo que ya era incapaz de enfrentarse. Y sin embargo la causa de su trémulo y lloroso tono de voz podría ser igualmente una reacción adversa a un medicamento que estuviera tomando, el efecto secundario de alguna pócima que lo ayudara a seguir viviendo. No estaba seguro. No sabía nada, pero tras la lúcida y directa descripción de sí mismo en la primera parte del libro, junto con las dos elocuentes y valerosas cartas que me había enviado, me sentí un tanto desconcertado por lo diferente que parecía en persona. Me pregunté cómo sería pasar una velada en su compañía, circundado por el íntimo mundo de su declinante y devastada existencia, y por primera vez desde que acepté su invitación empecé a temer nuestro encuentro. Dos días después de su llamada, llegó a mi casa la segunda parte de su libro en un sobre de FedEx. Una breve nota de acompañamiento me informaba de que al fin había dado con el título, 1967, y de que cada capítulo iría encabezado con el nombre de una estación. La primera parte era Primavera, la que acababa de recibir se titulaba Verano, y en la que ahora trabajaba recibiría el nombre de Otoño. Ya le había oído describir por teléfono las páginas nuevas, y con los términos crudo, horrible y repugnante aún frescos en mi memoria, me preparé para algo insoportable, una historia aún más acerba y turbadora que Primavera.

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