Esta vez, Born contestó en menos de veinticuatro horas. Cuando cogí el teléfono y oí su voz lo tomé como una señal alentadora, pero, como era de esperar, no me dijo directamente lo que le había parecido mi plan. Eso habría sido demasiado fácil, supongo, muy prosaico, excesivamente sencillo para una persona como él, de manera que jugó conmigo durante un par de minutos con objeto de prolongar la incertidumbre, haciéndome una serie de preguntas improcedentes y fuera de lugar que me convencieron de que se trataba de una maniobra dilatoria porque no quería herir mis sentimientos cuando rechazara mi propuesta.
Confío en que goce usted de buena salud, señor Walker, me dijo.
Eso creo, contesté. A menos que haya contraído alguna enfermedad sin saberlo.
Pero aún no tiene síntomas.
No, me encuentro perfectamente.
¿Qué me dice del estómago? ¿Ninguna molestia?
No, por el momento.
Su apetito es normal, entonces.
Sí, completamente normal.
Me parece recordar que su abuelo era carnicero kosher. ¿Sigue usted aún esas antiguas leyes, o ha renunciado a ellas?
En primer lugar, nunca las he seguido. No tiene restricciones dietéticas, entonces. No. Como lo que se me antoja. ¿Pescado o aves de corral? ¿Buey o cerdo? ¿Cordero o ternera?
¿Qué ocurre con esos alimentos? ¿Cuál de ellos prefiere? Me gustan todos.
Resumiendo, no es usted difícil de complacer.
En lo que se refiere a la comida, no. Con otras cosas, sí, pero no con la comida.
Entonces se presta usted a cualquier cosa que Margot y yo decidamos preparar.
Me parece que no entiendo.
Mañana por la noche a las siete. ¿Tiene algo que hacer? No.
Bien. Entonces venga a cenar a nuestro apartamento. Hay que celebrarlo, ¿no cree?
No estoy seguro. ¿Qué vamos a celebrar?
La Stylus, amigo mío. El comienzo de lo que espero que resulte una larga y fructífera asociación.
¿Quiere seguir adelante con ello?
¿Acaso quiere que se lo repita?
¿Me está diciendo que le gusta el plan?
No sea tan obtuso, muchacho. ¿Por qué iba a celebrar algo que no me gustara?
Recuerdo que no sabía qué regalo llevarles —flores o una botella de vino— y que al final me decidí por las flores. No podía comprar una botella lo bastante buena para causar una impresión favorable, y cuando pensé detenidamente en la cuestión, comprendí lo presuntuoso que de todos modos habría sido ofrecer vino a una pareja de franceses. Si elegía mal —lo que sería más que probable—, entonces sólo sacaría a la luz mi ignorancia, y no quería empezar la velada poniéndome en ridículo. Por otro lado, las flores constituirían una forma más directa de expresar mi gratitud a Margot, ya que siempre se entregaban a la señora de la casa, y si Margot era una mujer a quien le gustaban las flores (cosa que no era segura en absoluto), entonces comprendería que le estaba dando las gracias por haber inducido a Born a obrar en mi favor. La conversación telefónica que había mantenido con él la tarde anterior casi me había dejado en un estado de conmoción, e incluso cuando me dirigí a su casa la noche de la cena, aún me sentía abrumado por la suerte absolutamente increíble que había tenido. Recuerdo que me puse chaqueta y corbata para la ocasión. Era la primera vez que me vestía de punta en blanco desde hacía meses, y allí estaba, don Importante en persona, andando por el campus de Columbia con un enorme bouquet de flores en la mano derecha, camino de una cena de negocios con mi editor.
Born había subarrendado el piso a un profesor con un largo año sabático, un apartamento amplio pero decididamente convencional, cargado de muebles, en un edificio de Morningside Drive, al término de la calle Ciento dieciséis. Creo que era un tercero, y desde los ventanales que cubrían la pared derecha del salón se veía toda la extensión del parque Morningside con las luces del Harlem latino al fondo. Margot abrió la puerta cuando llamé, y aunque todavía puedo ver su cara y la sonrisa que pasó velozmente por sus labios cuando le entregué las flores, no recuerdo lo que llevaba puesto. Podría haber ido de negro otra vez, pero tiendo a pensar que no, pues guardo una vaga sensación de sorpresa, lo que sugeriría que había en ella algo diferente de la primera vez que nos vimos. Mientras seguíamos de pie en el umbral, antes de que me invitara siquiera a pasar, Margot me anunció en voz baja que Rudolf estaba de mal humor. Se había producido una especie de crisis en su país, y tenía que marcharse a París al día siguiente y no volvería hasta la semana siguiente como pronto. Ahora estaba en el dormitorio, añadió, hablando por teléfono con Air France para reservar su vuelo, así que probablemente no aparecería hasta dentro de unos minutos.
Cuando entré en el piso, me vino inmediatamente el olor a la comida que se estaba haciendo en la cocina: un olor absolutamente delicioso, según me pareció, más tentador y aromático que cualquier efluvio que hubiese aspirado jamás. Resultó que la cocina fue nuestro primer destino —en busca de un recipiente para las flores— y cuando miré al fogón, vi la amplia cacerola tapada de donde fluía aquella fragancia extraordinaria.
No tengo idea de lo que habrá ahí dentro, le dije, señalando la cazuela, pero si mi nariz vale para algo, hay tres personas que esta noche no van a caber en sí de felicidad.
Rudolf me ha dicho que te gusta el cordero, repuso Margot, así que pensé en hacer un navarin: estofado de cordero con patatas y navets.
Nabos.
Nunca me acuerdo de esa palabra. Me resulta fea, y me desagrada decirla.
De acuerdo, entonces. La borraremos del diccionario de la lengua.
A Margot pareció complacerla mi pequeño comentario —lo bastante para dirigirme otra breve sonrisa, en cualquier caso— y seguidamente empezó a ocuparse de las flores: metiéndolas en la pila, quitando el envoltorio de papel blanco, cogiendo un florero del armario, recortando los tallos con unas tijeras, poniendo el ramo en el florero, y llenándolo luego de agua. Ninguno de los dos dijo una palabra mientras ella realizaba aquellas simples tareas, pero la observé con atención, maravillado por la lentitud y el método con que trabajaba, como si poner flores en un florero con agua fuera un proceso delicado que exigiera la mayor cautela y concentración.
Finalmente, acabamos en el salón con una copa en la mano, sentados uno al lado del otro en el sofá, fumando un cigarrillo y mirando al cielo por los ventanales. El crepúsculo dio paso a la oscuridad, y Born seguía sin aparecer, pero la siempre apacible Margot no dejaba traslucir preocupación por su ausencia. Cuando nos conocimos en la fiesta diez o doce días antes, sus largos silencios y sus modales extrañamente inconexos me habían producido cierto nerviosismo, pero ahora que era consciente de lo que podía esperar, y ahora que sabía que le caía bien y pensaba que era demasiado buena persona, me sentía algo más tranquilo en su compañía. ¿De qué hablamos en los minutos que transcurrieron antes de que su compañero se reuniera anualmente con nosotros? De Nueva York (que a ella le parecía sucia y deprimente); de sus aspiraciones de convertirse en pintora (asistía a clase en la Escuela de Bellas Artes, pero consideraba que no tenía talento y era demasiado perezosa para mejorar); de cuánto hacía que conocía a Rudolf de toda la vida); y de lo que pensaba de la revista (cruzaba los dedos). Cuando intenté agradecerle su ayuda, sin embargo, se limitó a sacudir la cabeza y a decirme que no exagerase: ella no tenía nada que ver en el asunto.
Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, Born entró en la habitación. De nuevo los arrugados pantalones blancos, las mismas greñas despeinadas, pero sin etiqueta esta vez, y otra camisa de color —verde pálido, si mal no recuerdo— y la colilla de un puro apagado sujeta entre el pulgar y el índice de la mano derecha, aunque no parecía ser consciente de llevarla. Mi flamante benefactor estaba enfadado, hirviendo de indignación por cualquiera que fuese la crisis que lo obligaba a viajar a París al día siguiente, y sin molestarse en saludarme siquiera, olvidando enteramente sus deberes como anfitrión de nuestra pequeña celebración, se lanzó a una invectiva que no iba dirigida a Margot ni a mí sino más bien a los muebles de la estancia, a las paredes que lo rodeaban, al mundo en general.
Estúpidos chapuceros, dijo. Quejicas incompetentes. Funcionarios cortos de entendederas con un puré de patatas en lugar de cerebro. El universo entero está en llamas, y lo único que hacen es retorcerse las manos y ver cómo se quema.
Sin alterarse, quizá hasta vagamente divertida, Margot dijo: Por eso te necesitan, cariño. Porque tú eres el rey.
Rudolf I, repuso Born, ese tío listo de pilila tan grande. Lo único que tengo que hacer es sacármela de los pantalones, mear en el fuego, y asunto resuelto.
Exactamente, dijo Margot, esbozando la más clara sonrisa que le había visto hasta el momento.
Ya me estoy hartando, murmuró Born mientras se dirigía al mueble bar, dejaba el puro y se llenaba hasta los bordes un vaso largo de ginebra pura. ¿Cuántos años de mi vida les he dado?, inquirió, dando un trago del vaso. Lo haces porque crees en determinados principios, pero a nadie parece importarle un bledo. Estamos perdiendo la batalla, amigos míos. El barco se hunde.
Aquel Born era diferente del que yo había conocido hasta entonces: el bromista crispado y socarrón que se deleitaba con sus propias ocurrencias, el dandy desplazado que iba por ahí fundando revistas alegremente e invitando a estudiantes veinteañeros a cenar a su casa. Algo hacía estragos en su interior, y ahora que se me había revelado aquella otra persona, noté que lo rehuía, comprendiendo que era la clase de individuo que podía estallar en cualquier momento, alguien que realmente disfrutaba de sus arrebatos de ira. Se dio otro latigazo de ginebra y luego movió los ojos en mi dirección, reconociendo mi presencia por primera vez. No sé lo que vio en mi rostro —¿asombro, confusión, zozobra?—, pero, fuera lo que fuese, se alarmó lo suficiente para apagar el termostato y hacer que bajara inmediatamente la temperatura. No se preocupe, señor Walker, me dijo, haciendo lo posible por esbozar una sonrisa. Sólo estoy tratando de desahogarme.
Poco a poco fue dominando su cólera, y para cuando nos sentamos a cenar veinte minutos después la tormenta parecía haber pasado. O eso creía yo cuando felicitó a Margot por su soberbio guiso y elogió el vino que había comprado para acompañarlo, pero sólo resultó ser una calma temporal, y a medida que avanzaba la velada, nuevas borrascas y tempestades se abatieron sobre nosotros para estropearnos el festejo. No sé si la ginebra y el borgoña afectaron el estado de ánimo de Born, pero no cabía duda de que había trasegado una buena cantidad de alcohol —al menos el doble de lo que Margot y yo habíamos ingerido conjuntamente—, o si simplemente estaba de mala uva por las noticias que había recibido durante el día. Tal vez fueran las dos cosas a la vez, o quizá se tratara de otro asunto, pero apenas hubo un momento durante aquella cena en que yo no tuviera la impresión de que la casa entera estaba a punto de estallar.
Todo empezó cuando Born alzó la copa para brindar por el nacimiento de nuestra revista. Fue un discursito agradable, a mis oídos, pero cuando intervine para mencionarle algunos de los escritores a quienes pensaba solicitar algún trabajo para el primer número, Born me interrumpió en medio de una frase advirtiéndome de que nunca se debía hablar de negocios comiendo, que era malo para la digestión y que tenía que aprender a comportarme como un adulto. Era una desagradable grosería, pero oculté mi orgullo herido fingiendo estar de acuerdo con él y dando otro bocado al estofado de Margot. Un momento después, Born dejó el tenedor en la mesa y me dijo: Le gusta, señor Walker, ¿no es así?
¿El qué?, le pregunté.
El navarin. Parece que lo come con gusto.
Puede que sea lo mejor que he comido en todo el año.
En otras palabras, se siente atraído por la cocina de Margot.
Mucho. La encuentro deliciosa.
¿Y qué me dice de la propia Margot? ¿También se siente atraído por ella?
Está sentada a la mesa, frente a mí. No parece correcto hablar de ella como si no estuviera presente.
Seguro que a ella no le importa. ¿Verdad, Margot?
No, contestó Margot. En absoluto.
¿Lo ve, señor Walker? Le da igual.
Muy bien, de acuerdo, dije yo. En mi opinión, Margot es una mujer muy atractiva.
Está eludiendo la pregunta, replicó Born. No le he preguntado si la encuentra atractiva, quiero saber si se siente atraído por ella.
Es su mujer, profesor Born. No puede pretender que le conteste a eso. Aquí, no; ahora, no.
Ah, pero Margot no es mi mujer. Es mi amiga íntima, por así decir, pero ni estamos casados, ni tenemos planes de boda para el futuro.
Viven juntos. Por lo que a mí respecta, es lo mismo que si estuvieran casados.
Vamos, vamos. No sea tan timorato. Olvide que tengo una relación cualquiera con Margot, ¿vale? Estamos hablando en términos abstractos, de un caso hipotético.
Muy bien. Hablando hipotéticamente, me sentiría atraído por Margot, sí.
Estupendo, dijo Born, sonriendo y frotándose las manos. Ahora estamos llegando a alguna parte. Pero ¿atraído en qué grado? ¿El necesario para querer besarla? ¿Lo suficiente para desear tener su cuerpo desnudo entre los brazos? ¿Lo bastante para querer acostarse con ella?
No puedo responder a eso.
No irá a decirme que es usted virgen, ¿verdad?
No. Sólo que no quiero contestar a sus preguntas, nada más.
¿Debo entender que si Margot se arrojara en sus brazos y le pidiera que le echase un polvo, usted no estaría interesado? ¿Es eso lo que me está diciendo? Pobre Margot. No tiene usted idea de cuánto ha herido sus sentimientos.
¿De qué está hablando?
¿Por qué no se lo pregunta a ella?
De pronto, Margot alargó el brazo a través de la mesa y me cogió la mano. No te preocupes, me dijo. Rudolf sólo trata de divertirse un poco. No tienes que hacer nada que no te apetezca.
El concepto de diversión de Born no tenía nada que ver con el mío, lamentablemente, y en aquella etapa de mi vida yo no estaba muy bien pertrechado para la clase de ego al que me quería arrastrar. No, yo no era virgen. Para entonces me había acostado con una serie de chicas, me había enamorado varias veces, había sufrido un grave desengaño amoroso sólo dos años antes y, como la mayoría de los jóvenes de todo el mundo, pensaba casi continuamente en tener relaciones sexuales. Lo cierto era que me habría encantado acostarme con Margot, pero no consentía que Born me incitara a confesarlo. No se trataba de un caso hipotético. Realmente parecía estar haciéndome proposiciones en nombre de ella, y cualquiera que fuese el código sexual con el que vivían, cualesquiera que fuesen las juergas y retorcidos escarceos a que se entregaran con otros, aquel asunto me parecía mezquino, asqueroso, nauseabundo. Quizá debí hablar en plata y decirle lo que pensaba, pero me dio miedo: no de Born exactamente, sino de crear desavenencias que pudieran conducirlo a cambiar de opinión sobre nuestro proyecto. Yo tenía sumo interés en que se arreglara lo de la revista, y mientras él estuviera dispuesto a respaldarla, yo también lo estaría a soportar todas las molestias e inconvenientes que pudieran surgir. De manera que hice lo que pude por mantener el tipo y no perder los estribos, por encajar golpe tras golpe sin caerme del caballo, por resistir y apaciguarlo al mismo tiempo.