Como nuestro viejo amigo del Périgord, el noble Bertrán, tan amante de la paz.
La mención del poeta pareció frenar en seco a Born.
¡
Merde
!, exclamó, dándose una palmada en la rodilla con la mano izquierda, casi se me olvida. Tengo que darle dinero, ¿verdad? No se mueva de ahí, que voy a buscar los cheques. Sólo tardaré un momento.
Con esas palabras se levantó de un salto de la butaca y se precipitó hacia el fondo del apartamento. Me puse en pie para estirar las piernas, y cuando llegué a la mesa del comedor, que no se encontraba a más de tres o cuatro metros del sofá, Born ya estaba de vuelta. Bruscamente, sacó una silla de la mesa, se sentó, abrió el talonario de cheques y se puso a escribir: utilizando una pluma estilográfica, recuerdo bien, de plumín grueso y tinta azul oscuro.
Le entrego seis mil doscientos cincuenta dólares, me dijo. Cinco mil para los gastos del primer número, más mil doscientos para cubrir la cuarta parte de su sueldo anual. Tómese el tiempo que quiera, Adam. Si puede tener el contenido completo para…, vamos a ver…, finales de agosto o principios de septiembre, estará muy bien. Ya hará mucho que me habré marchado, desde luego, pero podemos mantenernos en contacto por correo, y si surge algo urgente, puede llamarme a cobro revertido.
Era el cheque más cuantioso que había visto en la vida, y cuando lo arrancó del talonario y me lo entregó, me quedé mirando aquella suma y me dio un mareo de la impresión.
¿Está seguro de que quiere seguir adelante con esto?, le pregunté. Es una tremenda cantidad de dinero, ¿sabe?
Pues claro que quiero seguir adelante. Hicimos un trato, y ahora le toca a usted componer el primer número lo mejor que pueda.
Pero Margot ya no cuenta. Ya no tiene usted ninguna obligación para con ella.
¿A qué se refiere?
Fue idea de Margot, ¿recuerda? Me ha dado este trabajo porque ella se lo pidió.
Tonterías. Fue idea mía desde el principio. Lo único que Margot quería era meterse en la cama con usted. No podrían haberle importado menos los trabajos, ni las revistas ni el precario estado de su futuro. Si le dije que fue ella quien me sugirió la idea, sólo era porque no quería ponerlo en un apuro.
¿Por qué demonios iba a hacer esto por mí?
Para ser enteramente franco, no lo sé. Pero veo algo en usted, Walker, algo que me gusta, y por alguna razón inexplicable me encuentro dispuesto a correr riesgos. Tengo el convencimiento de que llevará el proyecto a buen término. Demuéstreme que estoy en lo cierto.
Era un cálido anochecer de primavera, tranquilo y agradable, con un cielo sin nubes en lo alto, el olor de las flores en el aire y sin viento alguno, ni siquiera el más leve soplo de brisa. Born pensaba llevarme a un restaurante cubano en la esquina de Broadway con la calle Ciento nueve (el Ideal, uno de sus sitios favoritos), pero mientras íbamos andando en dirección oeste por el campus de Columbia, propuso que continuáramos más allá de Broadway y nos dirigiéramos a Pviverside Drive, en donde podríamos contemplar el Hudson durante unos momentos, antes de seguir camino hacia el centro por el borde del parque. Hacía una noche para eso, explicó, y como no teníamos ninguna prisa, ¿por qué no aprovechar el buen tiempo y prolongar un poco el paseo? Así que fuimos andando entre la apacible atmósfera primaveral, hablando de la revista, de la mujer con quien Born pensaba casarse, de los árboles y arbustos de Riverside Park, de la composición geológica de los Palisades de Nueva Jersey, al otro lado del río, v recuerdo que me sentía contento, inundado de una sensación de bienestar, y cualesquiera que fuesen los recelos que pudiera haber sentido hacia Born estaban empezando a desaparecer, o al menos a quedarse en suspenso por el momento. No me había reprochado el haberme dejado seducir por Margot. Acababa de entregarme un cheque por una enorme cantidad de dinero. No me soltaba peroratas sobre sus retorcidas ideas políticas. Por una vez, parecía relajado y no a la defensiva, y quizá estaba realmente enamorado, a lo mejor su vida estaba girando en una dirección nueva y más provechosa, y aquella noche, en cualquier caso, yo estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda.
Cruzamos a la acera izquierda de Riverside Drive y echamos a andar hacia el centro. Había varias farolas apagadas, y al acercarnos a la esquina de la Ciento doce Oeste fuimos a parar a una calle con un trecho sumido en la más lóbrega oscuridad. Entonces ya era noche cerrada y resultaba difícil ver más allá de un par de metros delante de nosotros. Encendí un cigarrillo, y a través del destello de la cerilla encendida cerca de mis labios percibí el indistinto contorno de una silueta que salía de un portal envuelto en sombras. Un segundo después, Born me cogió del brazo y me dijo que me detuviera. Sólo una palabra: .Alto. Solté el fósforo y tiré el cigarro a la alcantarilla. La silueta venía hacia nosotros, no cabía duda de que avanzaba en nuestra dirección, y al cabo de unos cuantos pasos más vi que se trataba de un muchacho negro vestido con ropa oscura. Era más bien bajo, probablemente no mayor de dieciséis o diecisiete años, pero después de otros tres o cuatro pasos comprendí al fin por qué me había cogido Born del brazo, vi finalmente lo que él ya había visto. El chico empuñaba una pistola en la mano izquierda. Nos apuntaba con ella, y así, por las buenas, en un solo tic del reloj, el universo entero cambió. El chico ya no era una persona. Era aquella pistola y nada más, el revólver de pesadilla que vivía en la imaginación de cada neoyorquino, el arma inhumana, sin corazón, destinada a encontrarte una noche a solas en una calle oscura y enviarte tempranamente a la tumba. Dame lo que lleves. Vacía los bolsillos. Cierra el pico. Un momento antes, estaba de lo más contento, y ahora, de pronto, tenía más miedo que nunca en la vida.
El chico se paró a medio metro de nosotros, me apuntó al pecho con la pistola y dijo: No os mováis.
Se encontraba lo bastante cerca como para verle la cara, y por lo que pude percibir estaba más asustado que otra cosa, nada seguro de lo que hacía. ¿Y cómo sabía yo eso? Quizá por algo que había en sus ojos, o tal vez detecté un leve temblor en su labio inferior: no estoy seguro. El miedo me cegaba, y fuera cual fuese la impresión que llegara a formarme debió de ser a través de los poros, una osmosis subliminal, por así decir, un conocimiento sin conciencia, pero tuve la casi completa seguridad de que era un principiante, un matón novato que estaba dando su primer o segundo golpe.
Born se encontraba a mi izquierda, y al cabo de un momento le oí decir: ¿Qué quieres de nosotros? Había en su voz un leve estremecimiento, pero al menos logró hablar, que era más de lo que yo era capaz de hacer en aquellos momentos.
El dinero, contestó el chico. El dinero y el reloj. De los dos. Las billeteras primero. Y rápido. No tengo toda la noche.
Me metí la mano en el bolsillo para sacar la cartera, pero Born decidió inesperadamente oponer resistencia. Una maniobra estúpida, pensé, un acto de desafío que podía causarnos la muerte a los dos, pero no estaba en mi mano impedirlo.
¿Y qué pasa si me niego a entregarte el dinero?, inquirió.
Entonces te pegaré un tiro, tío, repuso el chico. Te mataré y me llevaré tu billetera de todos modos.
Born emitió un largo e histriónico suspiro. Vas a lamentar esto, hombrecito, afirmó. ¿Por qué no te largas corriendo y nos dejas en paz?
¿Por qué no cierras tú la puta boca y me das la cartera?, replicó el chico, agitando la pistola en el aire un par de veces para dar énfasis a sus palabras.
Como quieras, contestó Born. Pero no digas que no te lo he advertido.
Yo seguía mirando al muchacho, lo que significa que sólo tenía una visión vaga y periférica de Born, pero en el ultimo segundo giré levemente la cabeza a la izquierda y vi que introducía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Supuse que buscaba la cartera, pero cuando sacó la mano vi que la tenía cerrada, como si ocultara algo en el puño. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en lo que podría ser. Un instante después, oí un chasquido y la hoja de una navaja brotó de su vaina. Con un movimiento firme, de abajo arriba, Born apuñaló inmediatamente al chico con la navaja automática: en pleno estómago, justo en el centro. El muchacho soltó un gruñido cuando la hoja se hundió en sus entrañas, se agarró el vientre con la mano derecha y cayó despacio al suelo.
Joder, tío, dijo. Ni siquiera está cargada.
La pistola se le cayó de la mano y resonó contra la acera. Yo apenas podía asimilar lo que estaba viendo. Demasiadas cosas para tan poco tiempo, y nada de lo ocurrido parecía enteramente real. Born recogió la pistola y se la guardó en el bolsillo lateral de la chaqueta. Entonces el chico empezó a gemir, apretándose el vientre con ambas manos y retorciéndose en la acera. Estaba demasiado oscuro para distinguirlo bien, pero al cabo de unos momentos creí ver un reguero de sangre que se extendía por el suelo.
Tenemos que llevarlo al hospital, dije al fin. Hay una cabina de teléfono un poco más arriba, en Broadway. Quédese aquí con él y yo iré corriendo a hacer la llamada.
No seas idiota, replicó Born, cogiéndome de la chaqueta y zarandeándome con fuerza. Nada de hospitales. El muchacho se va a morir, y no conviene que nos veamos mezclados en esto.
No se morirá si la ambulancia viene dentro de diez o quince minutos.
Y si vive, entonces ¿qué? ¿Quiere pasarse los próximos tres años de su vida en los tribunales?
No me importa. Quédese al margen, si quiere. Váyase a casa y bébase otra botella de ginebra, pero yo voy a ir corriendo a Broadway ahora mismo a llamar a una ambulancia.
Muy bien. Haga lo que le parezca. Nos portaremos como buenos boy scouts, y yo me quedaré aquí con este pedazo de mierda esperando a que vuelva. ¿Es eso lo que quiere? ¿Cree que soy tan estúpido, Walker?
No me molesté en contestarle. En cambio, di media vuelta y eché a correr por la calle Ciento doce hacia Broadway. Tardé diez minutos, quince todo lo más, pero cuando volví al sitio en donde había dejado a Born y al muchacho herido, ambos habían desaparecido. Salvo por una mancha de sangre que se estaba coagulando en la acera, no había ni rastro de que alguno de los dos hubiera estado allí.
Me fui a casa. Ya no tenía sentido esperar a la ambulancia, de modo que volví a subir la cuesta hacia Broadway y me encaminé al centro. Tenía la mente en blanco, incapaz de concebir un solo pensamiento coherente, pero al abrir la puerta de mi apartamento me di cuenta de que estaba sollozando, de que llevaba varios minutos gimoteando. Afortunadamente, mi compañero de piso había salido, lo que me evitó la molestia de tener que hablar con él en aquel estado. Seguí llorando en mi cuarto, y cuando las lágrimas dejaron de brotar, rompí el cheque de Born y metí los pedazos en un sobre, que le envié por correo a primera hora de la mañana siguiente. Sin adjuntar carta. Confiaba en que el gesto hablara por sí solo y que entendería que había terminado con él y no quería saber nada más de su apestosa revista.
Aquella tarde, la última edición del New York Post informaba de que se había encontrado en Riverside Park el cadáver de Cedric Williams, de dieciocho años, con más de una docena de puñaladas en el pecho y el vientre. No cabía la menor duda de que Born había sido el autor. En cuanto lo dejé para llamar a la ambulancia, había cogido al ensangrentado Williams y se lo había llevado al parque para rematar la faena que había empezado en la acera. Considerando la cantidad de tráfico que circula por Riverside Drive, me pareció increíble que nadie hubiera visto a Born cruzando la calle con el chico a cuestas, pero, según el periódico, los investigadores que trabajaban en el caso aún no habían encontrado pista alguna.
Sabiendo lo que sabía, tenía claramente la obligación de llamar a la comisaría del barrio e informarles sobre Born v la navaja y el atraco frustrado de Williams. Leí el artículo por casualidad mientras tomaba una taza de café en el lions Den, el bar de la planta baja del centro estudiantil, y en vez de utilizar un teléfono público decidí ir andando a mi apartamento, que estaba en la calle Ciento siete, y 11amar desde allí. Aún no había contado a nadie lo que había pasado. Había intentado localizar a mi hermana en Pough-keepsie —la única persona con quien podía desahogarme—, pero no estaba en casa. Cuando llegué al edificio de mi apartamento, recogí el correo en el vestíbulo antes de dirigirme al ascensor. Sólo había una carta para mí: un sobre sin sello, depositado a mano, con mi nombre escrito en letras de imprenta, doblada en tres pliegues y remetida a la fuerza por la estrecha rendija del buzón. La abrí en el ascensor camino del noveno piso. Ni una palabra, Walker. Recuerde: todavía tengo la navaja, y no me da miedo utilizarla.
No había firma al final, pero no parecía necesario. Era una amenaza despiadada, y ahora que había visto a Born en acción, ahora que había presenciado la brutalidad de que era capaz, estaba seguro de que no vacilaría un momento en llevarla a cabo. Si lo denunciaba, vendría por mí. Si no hacía nada, me dejaría en paz. Seguía firme en mi intención de llamar a la policía, pero pasó aquel día, y luego otros más, y no encontré valor para hacerlo. El miedo me había reducido al silencio, pero el caso era que sólo callando podía evitar que alguna vez volviera a cruzarse en mi camino, y aquello era lo único que me importaba entonces: que Born desapareciera para siempre de mi vida.
No haber intervenido es con mucho la cosa más reprensible que he hecho nunca, el punto más bajo de mi andadura como ser humano. No sólo permitió que un asesino quedara impune, sino que tuvo el insidioso efecto de obligarme a afrontar mi propia debilidad moral, a reconocer que en ningún momento había sido la persona que yo creía ser, que era menos bueno, menos fuerte, menos valiente de lo que me había imaginado ser. Horrorosas, implacables verdades. Mi cobardía me asqueaba, y, sin embargo, ¿cómo no tener pavor a la navaja? Born se la había clavado a Williams en el vientre sin el menor reparo ni arrepentimiento, y si bien la primera puñalada podría justificarse como un acto de defensa propia, ¿qué podría decirse de las otras doce que le asestó en el parque, de la decisión de acabar con él a sangre fría? Tras torturarme a mí mismo a lo largo de casi una semana, finalmente hice acopio de valor para llamar a mi hermana otra vez, y cuando me oí soltar todo el sórdido asunto a lo largo de las dos horas de nuestra conversación, comprendí que no había más remedio. Tenía que dar el paso. Si no hablaba con la policía, perdería el respeto de mí mismo, y la vergüenza me perseguiría durante el resto de mi vida.