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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

Invisible (18 page)

BOOK: Invisible
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Se va a casar. ¿Lo sabías? Al menos eso me dijo la última vez que lo vi.

Sí, lo sé. Estoy al corriente de todo. Ese fue su visado de salida para poner fin a nuestra relación. Adiós a la zorra traicionera de Margot, hola a la angelical Héléne Juin.

Pareces resentida…

No; resentida, no. Confusa. La conozco, ¿sabes?, la conozco desde hace mucho, y simplemente me parece que no tiene sentido. Héléne debe ser cinco o seis años mayor que Rudolf, tiene una hija de dieciocho años, y lo único que puedo decir de ella es que es muy sosa, muy normal y corriente, muy recatada. Buena persona, desde luego, una burguesa trabajadora, con una historia trágica, pero no entiendo lo que ha visto en ella. El chalado de Rudolf se va a morir de aburrimiento.

Dijo que la quería.

Puede que sí. Pero eso no significa que tenga que casarse con ella.

Una historia trágica. Algo que ver con su primer marido, ¿no es así? No entendí muy bien lo que me decía.

Juin es íntima amiga de Rudolf. Hace seis o siete años su marido tuvo un grave accidente de coche. Se quedó deshecho, con fractura de cráneo y toda clase de heridas internas, pero a pesar de ello sobrevivió. O casi. Está en coma desde entonces, más o menos en estado de muerte cerebral, con respiración asistida en un hospital. Durante años, Héléne se negó a renunciar a la esperanza, pero como no mejoraba, ni mejorará nunca, finalmente su familia y amigos la convencieron para que pidiera el divorcio. A finales de la próxima primavera, será libre para casarse de nuevo. Me alegro por ella, pero Rudolf es la última persona de la que pensaba que se enamoraría. He ido a cenar con ellos por lo menos una docena de veces, y nunca he percibido un sentimiento profundo en ninguno de los dos. Amistad, sí, pero ninguna… ninguna…, ¿cuál es la palabra que estoy buscando? Chispa.

Exacto. Ninguna chispa.

Lo sigues echando de menos, ¿verdad?

Ya no. Después de lo que me has contado hoy, no.

Pero te acordabas de él.

Sí. No quería, pero lo echaba en falta.

Ese hombre es un maníaco, ¿sabes?

Cierto. Pero ¿qué ley te prohíbe querer a un loco?

Después de eso, ambos guardan silencio, sin saber qué más decir, qué pensar. Margot mira su reloj, y Walker supone que está a punto de anunciarle que llega tarde a otra cita, que ha de salir pitando. En cambio, le pregunta si tiene planes para cenar esta noche, y si no los tiene, ¿le gustaría que fueran a un restaurante? Conoce uno bueno en la rué des Grands Augustins y le encantaría invitarlo si anda corto de dinero. Walker quiere explicarle que no es posible, que no cree que pueda volver a verla, que piensa que deben poner fin a su amistad, pero no se atreve a decirlo. Se siente demasiado solo para rechazar su invitación, le falta voluntad para volver la espalda a la única persona que conoce en París. Sí, contesta, estaría encantado de ir a cenar con ella, pero es pronto todavía, aún no han dado las seis, ¿y qué van a hacer mientras tanto? Lo que te apetezca, contesta Margot, queriendo decir, literalmente, todo lo que él quiera, y como lo que más desea es acostarse con ella, le sugiere un paseo hasta su hotel en la rué Mazarine para enseñarle el antro horroroso y ridículo que tiene por habitación. Como los asuntos sexuales nunca andan lejos del pensamiento de Margot, rápidamente capta las intenciones de Walker, y enseguida le revela ese entendimiento dirigiéndole una leve sonrisa.

No me porté muy bien contigo en Nueva York, ¿verdad?, le dice.

Te portaste maravillosamente bien conmigo. Al menos durante un tiempo. Pero luego no, no muy bien.

Siento haberte hecho daño. Pasaba por un mal momento. No sabía lo que hacía, y entonces, de pronto, lo único que quería era marcharme de Nueva York. Trata de no tomármelo en cuenta.

No te guardo rencor. Reconozco que estuve enfadado durante unas semanas, pero no fue más que eso. Hace mucho que dejé de reprochártelo.

Ahora podemos ser amigos, ¿no?

Eso espero.

Aunque nada serio, claro. No a cada minuto, no todos los días. No estoy preparada para eso. No sé si volveré a estarlo alguna vez. Pero podemos darnos un poco de cariño el uno al otro. Nos vendría bien a los dos.

Camino del hotel, Walker tiene la sensación de que la mujer que va a su lado no es la misma Margot que conoció en Nueva York la pasada primavera. Tenía razón al pensar que sería un poco diferente en su propia lengua, en su propia ciudad, tras su ruptura con Born, y después de su conversación en el café sólo puede concluir que es más directa, más elocuente, más vulnerable de lo que antes se imaginaba. Sin embargo, incluso al tiempo que piensa ansiosamente en su inminente llegada al hotel —la ascensión por la escalera circular, la llave entrando en la cerradura de su puerta, el momento de quitarse la ropa, la visión de Margot desnuda, el contacto de su cuerpo menudo contra el suyo—, se pregunta si no ha cometido un error colosal.

Al principio, las cosas no van bien. Margot no dice nada sobre su cuarto, ya sea por exceso de cortesía o porque le resulta tan indiferente que ni se molesta en mencionarlo, pero Walker no tiene más remedio que mirar lo que ella ve, y se siente abrumado de vergüenza, horrorizado consigo mismo por haberla traído a un sitio tan cutre, tan deprimente. Eso le pone de un humor de perros, y cuando se sientan en la cama y empiezan a besarse, está como distraído, angustiosamente distante. Margot se echa hacia atrás y pregunta si le pasa algo.

No me hagas cosas raras, Adam, le dice. Se supone que esto tiene que ser divertido, ¿recuerdas?

No le puede decir que está pensando en otra mujer, que en el momento en que sus labios se tocaron lo invadió el recuerdo de la última vez que la boca de su hermana se unió a la suya, y mientras ahora se esfuerza en besar a Margot, el único pensamiento que tiene en la cabeza es que nunca más abrazará a Gwyn de esa manera.

No sé qué me ocurre, responde. Me siento tan triste…, tan jodidamente triste…

A lo mejor debo marcharme, sugiere Margot, dándole unas suaves palmaditas en la espalda. Hacer el amor no es obligatorio, al fin y al cabo. Podemos intentarlo otro día.

No, no te vayas. No quiero que te marches. Sólo dame un poco de tiempo. Me repondré, te lo prometo.

Margot le da tiempo, y finalmente empieza a emerger de su acceso de melancolía, no del todo quizá, pero sí lo justo para sentirse excitado cuando ella se quita el vestido y él le rodea los hombros desnudos con los brazos, lo bastante para hacer el amor con ella, lo suficiente para hacerlo dos veces, y en la pausa entre una cópula y otra, mientras beben a morro una botella de vino tinto que él ha llevado ese mismo día a su habitación, Margot vuelve a excitarlo con gráficos relatos sobre sus encuentros sexuales con mujeres, su pasión por tocar y besar pechos grandes (porque los suyos son tan pequeños…), por lamer y acariciar la entrepierna femenina, por introducir bien la lengua en el culo de las mujeres, y mientras Walker no acierta a decidir si se trata de historias verdaderas o simplemente de una artimaña para que se empalme de nuevo y esté en condiciones de hacerlo por segunda vez, disfruta escuchando esas guarradas, lo mismo que cuando Gwyn empleaba aquel lenguaje soez en el apartamento de la calle Ciento siete Oeste. Se pregunta si las palabras no serán un elemento esencial de la sexualidad, si hablar no es en definitiva una forma más sutil de acariciar, y si las imágenes que bailan en nuestra cabeza no son igual de importantes que los cuerpos que abrazamos. Margot le dice que acostarse con alguien es lo único que cuenta en la vida para ella, que si no pudiera mantener relaciones sexuales seguramente se suicidaría para escapar del aburrimiento y la monotonía de estar atrapada en su propia piel. Walker no dice nada, pero al correrse dentro de ella por segunda vez, se da cuenta de que comparte su opinión. Le encanta follar. Aun en las garras de la más agobiante desesperación, joder lo vuelve loco. El folleteo es el dios y el redentor, la única salvación en la tierra.

Al final no van al restaurante. Tras acabar la botella de vino, se duermen y se olvidan de la cena. A primera hora de la mañana siguiente, poco antes de amanecer, Walker abre los ojos y descubre que está solo en la cama. Hay un papel en la almohada, a su lado, una nota de Margot: Lo siento. La cama es muy incómoda. Llámame la semana que viene.

Se pregunta si tendrá el valor de llamarla. Seguidamente, concretando más, se pregunta si tendrá el valor de no llamarla, si podrá resistirse a verla otra vez.

Dos días después, está sentado en la terraza de un café en la Place Saint-André des Arts, bebiendo despacio una cerveza y escribiendo en un pequeño cuaderno. Son las seis de la tarde, cuando acaba otra jornada, y ahora que Walker ha empezado a compenetrarse con el ritmo de París, comprende que ésa es probablemente la hora en que la ciudad está más animada, cuando se produce la transición del trabajo a casa, con las calles abarrotadas de mujeres y hombres que vuelven apresurados con la familia y los amigos, o a su vida solitaria, y disfruta al verse entre ellos, envuelto en el amplio hálito colectivo que llena el ambiente. Acaba de escribir una carta a sus padres y otra más extensa a Gwyn, y ahora trata de redactar algo convincente sobre George Oppen, un poeta norteamericano contemporáneo por quien siente gran admiración. Copia los siguientes versos del último libro de Oppen, Con lo cual, esto:

Imposible poner el mundo en duda: se ve y como es irrevocable no puede entenderse, y ese mero hecho es mortal.

Está a punto de anotar unos comentarios sobre ese pasaje, pero justo entonces cae una sombra sobre la página del cuaderno. Alza la vista, y allí, de pie justo delante de él, está Rudolf Born. Antes de que Walker pueda decir o hacer algo, el futuro marido de Héléne Juin se sienta en la silla vacía que hay a su lado. El pulso de Walker se dispara. Se ha quedado sin respiración, sin habla. No tenía que haber sucedido así, se dice a sí mismo. En caso de que sus caminos llegaran a cruzarse, debía haber sido él quien localizara a Born, no al revés. Él iba a ir paseando por una calle atestada de gente, en una posición que le permitiera desviar la mirada y pasar inadvertido. Así es como siempre lo había visto en su imaginación, y ahora se encuentra ahí, en un espacio abierto, indefenso, con el culo pegado al asiento como un idiota, atrapado, incapaz de ignorar la presencia de Born.

Ya no lleva el traje blanco, lo ha sustituido por una chaqueta color crema y un foulard de seda azul y verde en torno al cuello, sin duda elegido para resaltar el azul claro de la camisa: el dandy desarreglado de siempre, piensa Walker, con su característica sonrisa burlona.

Vaya, vaya, dice Born, con simulado buen humor, pronunciando las palabras de modo que resulte clara su falsedad. Volvemos a encontrarnos, Walker. Qué agradable sorpresa.

Walker es consciente de que tiene que decirle algo, pero de momento es incapaz de articular palabra.

Esperaba encontrarme contigo, prosigue Born. París es una ciudad tan pequeña, que tenía que ocurrir tarde o temprano.

¿Quién te ha dicho que estaba aquí?, pregunta finalmente Walker. ¿Margot?

¿Margot? Hace meses que no hablo con ella. Ni siquiera sabía que estuviera en París.

Entonces, ¿quién?

Te olvidas de que he dado clase en Columbia. Tengo conocidos allí, y da la casualidad de que el director de tu curso es amigo mío. Cené con él la otra noche, y me lo dijo. Añadió que vivías en un hotelucho de mala muerte de la rué Mazarine. ¿Por qué no has ido al Reid Hall? Puede que las habitaciones no sean tan grandes, pero al menos no están llenas de pulgas.

Walker no tiene interés en discutir sus condiciones de alojamiento con Born, ningún deseo de gastar saliva en una charla trivial. Sin hacer caso de su pregunta, le advierte: No lo he olvidado, ¿sabes? Sigo pensando en ello todo el tiempo.

¿Pensando en qué?

En lo que le hiciste a aquel chico.

Yo no le hice nada.

Por favor…

Una arremetida, eso fue todo. Tú estabas allí. Viste lo que pasó. Iba a matarnos. Si yo no lo hubiera atacado antes, los dos estaríamos muertos.

Pero la pistola no estaba cargada.

Eso no lo sabíamos, ¿verdad? Él dijo que iba a dispararnos, y si alguien me apunta con una pistola y dice que va a apretar el gatillo, me lo tomo en serio.

¿Y qué hay del parque? Más de doce puñaladas después de la primera. ¿Por qué cono lo hiciste?

Yo no lo hice. Sé que no me crees, pero no tuve nada que ver con eso. Sí, lo llevé al parque cuando tú te fuiste, pero al llegar ya era cadáver. ¿Por qué iba a seguir acuchillando a un muerto? Lo único que quería era largarme de allí lo antes posible.

Entonces, ¿quién lo hizo?

No tengo ni idea. Un enfermo. Un duende de la noche. Al fin y al cabo, Nueva York es un sitio siniestro. Podría haber sido cualquiera.

Hablé con la policía, ya sabes. A pesar de tu advertencia nada sutil.

Me lo suponía. Por eso me marché con tanta prisa.

Si eras inocente, ¿por qué no te quedaste para demostrarlo ante un tribunal?

¿Para qué? Al final me habrían absuelto, y no podía perder todo el tiempo que hubiera supuesto mi defensa. El chico merecía morir. Y murió. A eso se reduce todo.

Ningún remordimiento, entonces.

Ningún remordimiento. Ni el más mínimo. Ni siquiera te reprocho el haberte vuelto contra mí yendo a la policía. Hiciste lo que creías que estaba bien. Equivocadamente, desde luego, pero ése es tu problema, no el mío. Te salvé la vida, Adam. Recuérdalo. Si la pistola hubiera estado cargada, no pararías de darme las gracias por lo que hice. En realidad, el hecho de que no tuviese balas no cambia nada, ¿verdad? Si creíamos que las tenía, para nosotros estaba cargada.

Walker está dispuesto a darle la razón en eso, pero aún queda la cuestión del parque, de cómo y cuándo murió el chico, y no le cabe duda de que la versión que da Born de los acontecimientos es falsa: por la sencilla razón de que no pudo suceder tan deprisa. Una sola puñalada en el vientre podría resultar mortal, pero inevitablemente sería una muerte lenta y prolongada, lo que significa que Williams debía estar vivo cuando Born llegó al parque, y por tanto las nuevas heridas que acabaron matando al muchacho fueron infligidas por el propio Born. Es lo único que tiene sentido. ¿Por qué iba a molestarse alguien en apuñalar más de una docena de veces a un adolescente muerto? Si Williams aún respiraba cuando Born se marchó del parque, cabría la posibilidad de discutir la intervención de un segundo atacante —traída por los pelos, aunque verosímil—, pero sólo si el motivo hubiera sido el de robar el dinero al muchacho, y en primavera la policía dijo a Walker que no se había producido robo alguno. Encontraron una billetera en el bolsillo del chico, y en su interior había dieciséis dólares intactos, lo que elimina el robo como motivo del crimen. ¿Por qué iba a seguir acuchillando a un muerto? Porque no lo estaba, y seguiste clavándole la navaja hasta asegurarte de que ya era cadáver, y luego, incluso después de terminar la faena, continuaste apuñalándolo porque te cegaba la rabia, porque habías enloquecido y disfrutabas con lo que estabas haciendo.

BOOK: Invisible
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