Cuando te hice pasar, él estaba hablando por teléfono. Luego apareció: furioso, lanzando fuego por la boca, histérico. ¿Cuántos años de mi vida les he dado? ¿Qué quería decir con eso? ¡Principios! ¡Batallas! ¡El barco se hunde! Había un problema en París, y te puedo asegurar que no tenía nada que ver con asuntos de la universidad ni con la herencia de su padre. Era algo relacionado con el gobierno, con su vida clandestina en cualquiera que sea el organismo para el que trabaja. Por eso se puso como loco cuando tú empezaste a hablar de la CÍA. ¿No te acuerdas? Te dijo todas aquellas cosas sobre tu familia, y tú te quedaste pasmado, no podías creer la cantidad de información que había logrado obtener sobre tu vida. Tú dijiste que debía ser un agente de alguna clase. Tenías razón, Adam. Te oliste algo, y Rudolf se echó a reír, tratando de convertirlo en un chiste. Entonces supe que yo estaba en lo cierto.
Tal vez. Pero no son más que suposiciones.
Entonces, ¿por qué no me dijo cuál era el problema? Ni siquiera se molestó en inventar una excusa. No es asunto tuyo, me dijo, no hagas tantas preguntas. De modo que coge un avión y se va a París, y cuando vuelve está comprometido con Héléne Juin y a mí me pone en la puerta.
Siguen hablando otros quince o veinte minutos, y cuanta más vehemencia emplea Margot en sus sospechas sobre operaciones encubiertas, conspiraciones gubernamentales y tensiones psicológicas propias de una doble vida, menos parece importarle a Walker. Margot se asombra de su indiferencia. La califica de curiosa, malsana, irracional, pero Walker explica que las actividades de Born no le interesan. Lo único que cuenta es el asesinato de Cedric Williams, y aun cuando resulte que Born es el jefe de todos los servicios secretos franceses, no le importará lo más mínimo. Sólo hay un momento en que parece prestar la mayor atención, y es a raíz de una rápida observación de Margot sobre el pasado de Born: algo relacionado con que su infancia transcurrió en una gran mansión a las afueras de París, que fue en donde ella lo conoció cuando tenía tres años. ¿Qué me dices de Guatemala?, pregunta Walker, recordando lo que Born le dijo sobre que se había criado en ese país.
Te estaba tomando el pelo, contesta Margot. Rudolf nunca ha estado en ese sitio.
Eso pensaba. Pero ¿por qué Guatemala?
¿Por qué no? Le encanta inventar historias sobre sí mismo. Engañar a la gente, contar pequeñas mentiras; Rudolf se entretiene mucho con eso.
Aunque esa conversación no revela nada de verdadera importancia (demasiadas suposiciones, pocos hechos), parece no obstante marcar un giro en sus relaciones con Margot. Está preocupada por él, y la inquietud y angustia que Walker ve en sus ojos le resulta a la vez reconfortante (la cuestión de la confianza ya no está en entredicho) y un tanto penosa. Se está acercando más a él, su cariño se ha hecho más manifiesto, más sincero, y sin embargo hay algo maternal en esa zozobra, una sensación de sabiduría que no aprueba los errores de juventud, y por primera vez en los meses que la conoce, Walker percibe la diferencia de edad, la brecha de diez años que los separa. Espera que eso no constituya un problema. Ahora necesita a Margot. Es su único aliado en París, y estar con ella es el único remedio capaz de aliviar la amargura de pensar en su hermana, de echar de menos a Gwyn. No, no lamenta que lo haya visto anoche en el restaurante con Born y las Juin. Tampoco le preocupa que le haya abierto su corazón. Su reacción le ha demostrado que significa algo para ella, que representa algo más que otro cuerpo con el que acostarse, pero sabe que no debe abusar de su amistad, porque Margot no está muy bien de la cabeza, y no puede dar mucho de sí. Si le pide demasiado, es capaz de molestarse, de desaparecer incluso.
Dejando en el escritorio los croissants sin tocar, salen a la húmeda calle sin sol, en busca de un sitio para comer. Margot le coge de la mano mientras caminan en silencio, y diez minutos después están sentados uno frente a otro a una mesa en un rincón del Restaurant des Beaux-Arts.
Margot lo invita a un copioso almuerzo de tres platos (negándose a que pague él, insistiendo en que pida postre y una segunda taza de café), y luego se dirigen a la rué de l'Université. El apartamento de los Jouffroy está en el quinto piso de un edificio de seis plantas, y cuando entran en el estrecho espacio de la jaula que es el ascensor para iniciar la subida, Walker rodea a Margot con los brazos y le cubre el rostro con un aluvión de breves e impetuosos besos. Margot suelta una carcajada, y sigue riendo cuando saca una llave del bolso y abre la puerta del piso. Resulta ser un lugar espléndido, mucho más suntuoso de lo que Walker podía haberse imaginado, un inmenso y cómodo palacio que expresa riqueza a una escala que jamás había conocido. Margot le dijo una vez que su padre trabajaba en un banco, pero olvidó añadir que era el presidente, y ahora que le está enseñando la casa, mostrándole brevemente las habitaciones, con sus gruesas alfombras persas y espejos de marco dorado, arañas de luces y muebles antiguos, siente que tiene una nueva perspectiva de la distante y esquiva Margot. Es una persona en desacuerdo con el ambiente en que ha nacido, enfrentada con él pero no en rotunda rebelión (porque ahí está, temporalmente de vuelta con sus padres mientras busca un sitio propio para vivir), aunque vaya decepción debe de ser para ellos el hecho de que continúe soltera a los treinta años, y sus desganados intentos de hacerse pintora no pueden sentar muy bien en aquel ámbito de respetabilidad burguesa. La ambigua Margot, con su afición a la cocina y a los encuentros sexuales, esforzándose aún por encontrar un lugar propio, todavía sin liberarse del todo.
O eso es lo que Walker va cavilando mientras la sigue a la cocina, pero un momento después descubre que su retrato es algo más complejo del que acaba de crear en su imaginación. Margot no vive allí con sus padres. Tiene una habitación arriba, un pequeño cuarto de doncella que su abuela le regaló en su vigésimo primer cumpleaños, y el único motivo por el que ha entrado en el piso esta tarde ha sido para coger un paquete de tabaco (que ahora encuentra en un cajón junto a la pila). La visita de la casa es una pequeña propina, añade ella, para que Walker se haga una idea de cómo y dónde se crió. Cuando él le pregunta por qué prefiere dormir en una diminuta chambre de bonne en vez de instalarse ahí abajo con todas las comodidades, Margot sonríe y contesta: Imagínatelo.
Es un recinto espartano, de un tamaño inferior a la tercera parte de su habitación del hotel. El espacio justo para un pequeño escritorio y una silla, un lavabo minúsculo y una cama estrecha con cajones bajo el colchón. De limpieza inmaculada, sin filigranas en ninguna parte: como si hubiera puesto el pie en la celda de una novicia. Sólo un libro a la vista, en el suelo junto a la cama: una recopilación de poemas de Paul Eluard, Capitale de la douleur. Unos cuantos blocs de dibujo apilados sobre la mesa junto a un vaso lleno de lápices y plumas; algunos lienzos en el suelo, apoyados contra la pared con la parte de atrás hacia fuera. A Walker le gustaría darles la vuelta, le encantaría abrir los blocs, pero Margot no se ofrece a enseñárselos, y él no se atreve a tocar nada sin su permiso. Se siente sobrecogido por la sencillez del cuarto, por esa reveladora visión del mundo interior de Margot. ¿A cuántos ha permitido entrar aquí?, se pregunta.
Le gustaría pensar que es el primero.
Pasan dos horas en la estrecha cama de Margot, y cuando Walker se marcha finalmente, llega con retraso a su cita con Cécile Juin. Toda la culpa es suya, pero lo cierto es que se ha olvidado por completo del encuentro. Desde que empezó a besar a Margot, la cita de las cuatro se le fue de la cabeza, y si no es por ella, que al echar un vistazo al despertador le ha dicho: ¿Pero no tienes que estar en algún sitio dentro de quince minutos?, seguiría en la cama a su lado en vez de levantarse de un salto, vestirse a toda prisa, y salir precipitadamente de allí.
Ese gesto de ayuda lo desconcierta. Sólo unas horas antes se oponía firmemente a su plan, y ahora parece comportarse como su cómplice. ¿Ha reconsiderado su postura, se pregunta, o se está burlando de él en cierto modo sutil, poniéndolo a prueba para ver si es realmente tan estúpido como para caer en la trampa que, a su juicio, se ha tendido a sí mismo? Sospecha que la última interpretación es la correcta, pero aun así le da las gracias por recordarle su cita, y entonces, justo cuando va a abrir la puerta para marcharse de la minúscula habitación, en un impulso le dice a Margot que la quiere.
No, no me quieres, responde ella, sacudiendo la cabeza y sonriendo. Pero me alegro de que lo creas. Estás chiflado, Adam, y cada vez que te veo, estás más tocado que la última vez. Dentro de poco, estarás tan loco como yo.
Entra en La Palette a las cuatro y veinticinco, casi media hora tarde. No lo sorprendería que Cécile se hubiera largado ya de allí hecha una furia y jurando lanzarle una lluvia de maldiciones si alguna vez vuelve a cruzarse en su camino. Pero no, allí sigue, tranquilamente sentada a una mesa en la sala de atrás, leyendo un libro, con un botellín de Orangina casi acabado delante de ella, las gafas puestas esta vez, y un sombrerito azul que parece una boina y le sienta muy bien. Incómodo, jadeando por la carrera, la ropa en desorden, el cuerpo sin duda apestando a sexo, y con la palabra loco aún resonando en sus oídos, Walker se acerca a la mesa, tartamudeando ya una retahíla de disculpas cuando Cécile alza la cabeza y sonríe: una sonrisa de perdón absolutamente inmerecida.
Sin embargo, cuando se sienta en la silla frente a ella, Walker sigue disculpándose, inventando una disparatada excusa sobre estar en la cola de la oficina de correos durante más de una hora para hacer una llamada intercontinental a Nueva York, pero Cécile no le hace caso, le dice que lo olvide, que no hay problema, que no tiene que dar explicaciones. Luego, alzando el brazo izquierdo y mostrándole la muñeca, se da unos golpecitos en el reloj con el índice de la mano derecha y anuncia: En París tenemos por norma que siempre que dos personas quedan para verse, la primera que llega concede a la otra media hora más; sin hacer preguntas. Ahora son y veinticinco. Según mis cálculos, llegas cinco minutos antes de tiempo.
Bueno, dice Walker, impresionado por esa lógica insensata, entonces sobra todo lo que estoy diciendo, ¿no?
Eso es lo que intentaba explicarte.
Walker pide un café, su sexto o séptimo del día, y entonces, con su característico tironcito hacia abajo de los labios, Cécile señala el libro que estaba leyendo cuando él apareció: un pequeño volumen de tapa dura de color verde, sin sobrecubierta, al parecer bastante antiguo, un objeto raído y maltrecho que parece rescatado de un cubo de basura.
Lo he encontrado, anuncia, incapaz de controlar más los labios y abriéndolos en una sonrisa con todas las de la ley. Licofrón en inglés. La Loeb Classical Library, publicada por Harvard University Press. Mil novecientos veintiuno. En traducción de (abre la página de guarda)… A. W. Mair, catedrático de griego de la Universidad de Edimburgo.
Qué rapidez, observa Walker. ¿Cómo demonios has logrado encontrarlo?
Lo siento. No te lo puedo decir. ¿Ah? ¿Y por qué?
Es un secreto. A lo mejor te lo digo cuando me lo devuelvas, pero no antes.
¿Quieres decir que me lo prestas?
Pues claro. Te lo puedes quedar el tiempo que quieras.
¿Y qué me dices de la traducción? ¿Le has echado un ojo?
Mi inglés no es muy bueno, pero me parece acartonada y pedante, muy antigua escuela, me temo. Peor aún, es una traducción literal en prosa, así que la poesía brilla por su ausencia. Pero al menos te dará una idea de lo que es…, y de por qué me está dando tantos problemas.
Cécile abre el libro por la segunda página del poema y señala la línea treinta y uno, por donde empieza el monólogo de Casandra. Dice a Walker: ¿Por qué no me lees un poco en voz alta? Entonces podrás juzgar por ti mismo.
Walker le coge el libro e inmediatamente se lanza a la lectura: ¡Ay!, desventurada nodriza mía, ya incendiada otrora por las naves guerreras del león engendrado en tres noches, al cual devoró un perro del viejo Tritón con sus fauces de mellados dientes. Pero él, que seguía vivo, partió el hígado del monstruo, e hirviendo en el caldero de aquel bogar sin llamas perdió la melena de la cabeza; el que mató a sus hijos, el destructor de mi patria; el que hirió con pesado dardo en el pecho a su segunda madre invulnerable; el que, también, en medio del estadio apresó con sus brazos el cuerpo de su padre luchador junto a la empinada colina de Cronos, donde se encuentra, para espanto de caballos, la tumba del terrígeno Isqueno; el que, asimismo, mató a la feroz perra guardiana de los angostos estrechos del mar ausonio, cuando pescaba sobre su cueva, la leona que dio muerte al toro y a quien su padre volvió a la vida quemándole la carne con antorchas; a ella, que no temía a Leptínida, la diosa del averno…
Walker deja el libro y sonríe. Esto es de locos, observa. Estoy absolutamente perdido.
Sí, es una traducción horrenda, contesta Cécile. Hasta mis oídos lo perciben.
No se trata sólo de la traducción. Es que no tengo ni idea de lo que pasa.
Eso se debe a que Licofrón es muy indirecto. El oscuro Licofrón. No sin motivo lo llamaban así.
A pesar de eso…
Tienes que conocer las referencias. La nodriza, por ejemplo, es Ilion; y el león, Heracles. Laomedonte prometió pagar a Poseidón y Apolo por construir las murallas de Troya, pero cuando no cumplió su promesa, apareció un monstruo marino, el perro de Tritón, que devoró a su hija, Hesíone. Heracles penetró en el vientre del monstruo y lo hizo pedazos. Laomedonte dijo que recompensaría a Heracles por matar al monstruo dándole los caballos de Tros, pero una vez más no hizo honor a su palabra, y el airado Heracles lo castigó reduciendo a cenizas la ciudad de Troya. Ésos son los antecedentes de los primeros versos. Si no conoces las referencias, estás perdido.
Es como traducir Finnegans Wake al mandarín.
Así es. Por eso estoy tan harta. Las vacaciones terminan la semana que viene, pero mi proyecto de verano ya está kaput.
¿Lo dejas?
Cuando llegué a casa anoche después de cenar, volví a leer mi traducción y la tiré a la papelera. Era espantosa, verdaderamente atroz.
No deberías haberlo hecho. Tenía ganas de leerla.
Me daba mucha vergüenza.
Pero me lo prometiste. Por eso estamos aquí sentados ahora; porque ibas a enseñarme tu traducción.