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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

Invisible (20 page)

BOOK: Invisible
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Para cuando piden la cena, Walker se ha enterado de que Héléne trabaja de logopeda en una clínica del decimocuarto arrondissement. Ejerce allí desde principios de los años cincuenta —es decir, mucho antes del accidente de su marido—, y aunque ahora depende de su trabajo para obtener los ingresos que requiere el mantenimiento de su pequeño hogar, Walker comprende enseguida que está entregada a su profesión, que su carrera le procura una inmensa satisfacción y que probablemente es el elemento más importante de su vida. Cuando te ves ahogado en un mar de problemas, el trabajo puede ser la tabla que al final te brinde la salvación. Walker lo lee en sus ojos, le impresiona lo perceptiblemente que se han iluminado ahora, cuando Born ha mencionado el tema, y ahí hay de pronto una posible apertura, la oportunidad de entablar un diálogo que favorezca sus propósitos. Lo cierto es que Walker está realmente interesado en lo que ella hace. Ha leído los ensayos de Jakobson y Merleau-Ponty sobre la afasia y la adquisición del lenguaje, ha meditado mucho en esas cuestiones debido a su vínculo con las palabras, y por tanto no se siente un impostor ni un intrigante cuando empieza a acribillarla a preguntas. Al principio, Héléne se muestra desconcertada por su entusiasmo, pero cuando comprende que va en serio, empieza a hablar de trastornos del habla en niños, de sus métodos de tratar a los adolescentes que acuden a su clínica tartamudeando, ceceando, hablando de forma entrecortada, pero no, no trabaja exclusivamente con niños, también con adultos, ancianos, víctimas de algún ataque y de diversas lesiones cerebrales, pacientes que han perdido la capacidad de hablar o no recuerdan palabras o las confunden hasta tal punto que pluma se convierte en papel y árbol en casa. Existen varias formas diferentes de afasia, según se entera Walker, en función de la parte del cerebro que esté afectada —la afasia de Broca, la de Wernicke, la afasia de conducción, la transcortical sensorial, la afasia anómica, etcétera—, y acaso no es interesante, prosigue Héléne, sonriendo por primera vez desde que ha entrado en el restaurante, sonriendo de verdad al fin, acaso no resulta curioso que el pensamiento no pueda existir sin lenguaje, y como además el lenguaje es una función del cerebro, tendríamos que afirmar que esa facultad de percibir el mundo a través de símbolos que constituye el lenguaje, es en cierto sentido una característica física de los seres humanos, lo que demuestra que el antiguo dualismo es bastante absurdo, ¿no le parece? Adieu, Descartes. El cuerpo y la mente forman una unidad.

Está descubriendo que la mejor manera de conocerlas es no interviniendo, haciendo preguntas en lugar de responderlas, procurando que hablen ellas. Pero Walker no es un experto en esa clase de manipulación psicológica, y cae en un incómodo silencio cuando Born se entromete con ciertas observaciones mordaces, enteramente intencionadas, sobre la negativa del ejército israelí de retirarse del Sinaí y Cisjordania. Walker se da cuenta de que trata de arrastrarlo a una discusión, pero el caso es que está de acuerdo con la postura de Born ante esa cuestión, y en lugar de hacérselo saber, no dice nada, deja que la diatriba siga su curso mientras observa la boca de Cécile, que de nuevo se estira hacia abajo en respuesta a algún secreto regocijo interior. Podría equivocarse, pero parece encontrar bastante divertida la vehemencia de las opiniones de Born. Un par de minutos después, la perorata se ve interrumpida cuando les sirven los entremeses. Aprovechando la ocasión, Walker rompe el repentino silencio preguntando a Cécile sobre sus estudios de griego antiguo. No daban griego cuando él fue al instituto, explica Walker, y envidia la suerte que ella tiene de estudiarlo. Sólo le quedan dos años de universidad, y ahora quizá sea un poco tarde para empezar.

No mucho, dice ella. En cuanto aprendes el alfabeto, no es tan difícil como parece.

Hablan de literatura griega durante un rato, y al cabo de poco Cécile le está contando su proyecto del verano: un plan descabellado, excesivamente ambicioso que la ha conducido a tres meses de constante frustración y arrepentimiento. Sabe Dios lo que la habrá llevado a acometer tal empresa, le explica, pero se le metió en la cabeza traducir al francés un poema del escritor más difícil imaginable, y que además es muy extenso. Cuando Walker le pregunta el nombre del autor, ella se encoge de hombros y le dice que seguramente no habrá oído hablar de él, que nadie lo conoce, y efectivamente, cuando menciona el nombre del poeta, Licofrón, que vivió en torno al 300 a. C, Walker admite que Cécile tiene razón. El poema trata de Casandra, prosigue ella, la hija de Príamo, el último rey de Troya; de la pobre Casandra, que tuvo la desgracia de ser amada por Apolo. Él le ofrece el don de la profecía, pero sólo si accede a sacrificarle su virginidad a cambio. Al principio ella dice que sí, luego que no, y el rechazado Apolo se venga de ella envenenando el don, asegurándose de que nadie crea sus profecías. El poema de Licofrón está ambientado en la guerra de Troya, mientras Casandra se encuentra en la cárcel, ya enloquecida y a punto de ser asesinada con Agamenon, lanzando interminables desvaríos y visiones del futuro en un lenguaje tan complejo, tan plagado de metáforas y alusiones, que resulta casi ininteligible. Es un poema de gritos y alaridos, prosigue Cécile, un gran poema en su opinión, una obra desquiciada y enteramente moderna, pero tan imponente y desalentadora, tan alejada de su capacidad de comprensión, que tras horas y horas de trabajo sólo ha logrado traducir ciento cincuenta versos. En caso de seguir adelante, concluye, la boca estirándose de nuevo hacia abajo, sólo tardará diez o doce años en acabarlo.

A pesar del menosprecio con que se juzga, Walker no deja de admirar el valor de la muchacha al acometer un poema de tal envergadura, una obra que le gustaría leer, y por tanto le pregunta si existe alguna traducción inglesa. No lo sabe, dice ella, pero la encantará averiguarlo y se lo dirá. Walker le da las gracias y luego añade (por simple curiosidad, sin ulterior motivo) que le gustaría leer su versión francesa de los primeros versos. Pero Cécile pone reparos. No es posible que te interese, responde. Es pura morralla. Momento en el cual Héléne da a su hija unas palmaditas en la mano y le dice que no sea tan dura consigo misma. Entonces salta Born, dirigiéndose a Cécile: Adam también es traductor, ¿sabes? Poeta antes que nada, pero además traduce poesía. Del provenzal, nada menos. Una vez me dio a conocer una obra de un presunto tocayo mío, Bertrán de Born. Un tipo impresionante, el viejo Bertrán. A veces tendía a perder la cabeza, pero era buen poeta, y Adam realizó una traducción excelente.

¿Ah, sí?, dice Cécile, mirando a Walker. No lo sabía.

Lo de excelente no lo sé, contesta él, pero sí he hecho algunas traducciones.

Bueno, responde ella, en ese caso…

Y así, por las buenas, sin previo aviso ni maniobras tortuosas por su parte, Walker concierta una cita con Cécile para el día siguiente a las cuatro de la tarde con objeto de echar un vistazo a su trabajo. Una pequeña victoria, quizá, pero de pronto ha conseguido todos sus propósitos para esta noche. Habrá más contactos con las Juin, y Born no estará presente.

A la mañana siguiente, está sentado frente a su inestable escritorio con la pluma en la mano, repasando uno de sus últimos poemas y sintiéndose cada vez más descontento con el texto, preguntándose si debe perseverar en el empeño, dejarlo a un lado para posterior consideración, o sencillamente echarlo a la papelera. Alza la cabeza para mirar por la ventana: encapotado y gris, una montaña de nubes ensanchándose por el Oeste, una mutación más en el siempre cambiante cielo de París. Los sombríos interiores le resultan más bien agradables: una penumbra balsámica, por decirlo así, una oscuridad sociable con la que se puede conversar durante horas. Deja la pluma, se rasca la cabeza, suspira. Espontáneamente, un olvidado versículo del Eclesiastés surge con estruendo en su conciencia. Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y entender las locuras y los desvaríos… Mientras anota esas palabras al margen derecho del poema, se pregunta si no son las más auténticas que ha escrito sobre sí mismo en meses. Quizá no sean suyas, pero siente que le pertenecen.

Las diez y media, las once. El destello amarillento que emite sobre el escritorio la bombilla de la lámpara, hecha con una botella de vino. El grifo goteante, el empapelado despegado, el rasgueo de la pluma. Oye ruido de pasos en la escalera circular. Alguien se acerca, subiendo despacio hacia su piso, el último, y al principio supone que es Maurice, el gerente borrachín del hotel, que viene a entregarle un telegrama o el correo de la mañana, el afable Maurice Pedilón, hombre de mil historias sobre nada en particular, pero no, no es Maurice, porque ahora percibe Walker el repiqueteo de unos tacones altos, y por tanto debe ser una mujer, y si es una mujer, ¿quién puede ser sino Margot? Walker se alegra, se entusiasma de forma desmesurada, se siente invadido de una felicidad absolutamente estúpida ante la perspectiva de volverla a ver. Salta de la silla y se precipita a abrir la puerta antes de que ella tenga tiempo de llamar.

Trae una bolsita de patisserie de papel parafinado llena de croissants recién hechos. En circunstancias normales, alguien que se presenta llevando un regalo es una persona que está de buen humor, pero Margot parece hoy resentida y desanimada, y apenas logra sonreír cuando planta un beso ligero y glacial en los labios de Walker. Cuando él la rodea con los brazos, ella se libera de su abrazo y entra a grandes zancadas en la habitación, dejando la bolsa sobre el escritorio y sentándose en la cama sin hacer. Walker cierra la puerta, avanza hasta la mesa y se detiene.

¿Qué te pasa?, pregunta.

A mí no me pasa nada, contesta Margot. Me gustaría saber lo que te pasa a ti.

¿A mí? ¿Por qué tendría que pasarme algo? ¿A qué te refieres?

Anoche iba paseando con un amigo por el Boulevard Saint-Germain. Eran sobre las ocho y media o las nueve. Pasamos por casualidad frente a aquel restaurante, ya sabes al que me refiero, esa antigua brasserie, Vagenende, y sin motivo particular, grandísima idiota que soy, o quizá porque solía ir allí con mis padres cuando era pequeña, miré por la ventana. ¿Y a quién crees que vi?

Ah, dice Walker, sintiendo como si acabaran de darle una bofetada en plena cara. No tienes que decírmelo. Ya sé a quién.

¿Qué estás tramando, Adam? ¿A qué clase de retorcido juego te dedicas ahora?

Walker se sienta despacio en la silla de su escritorio. No le queda aire en los pulmones; la cabeza está a punto de separársele del tronco. Aparta la vista de Margot, cuyos ojos no dejan de mirarlo, y se pone a toquetear la bolsa de los croissants.

Bueno, dice ella. ¿Es que no vas a decírmelo?

Me gustaría decírtelo, contesta al fin. Quisiera contártelo todo.

Entonces, ¿por qué no lo haces?

Porque no sé si puedo confiar en ti. No podrás decir una palabra de esto a nadie, ¿entiendes? Tienes que prometérmelo.

¿Quién te crees que soy?

No sé. Una persona que me ha decepcionado. Que me gusta mucho. Y de quien quiero ser amigo.

Pero no crees que pueda guardar un secreto. ¿Puedes?

Nadie me lo ha pedido antes. ¿Cómo voy a saberlo hasta que lo intente?

Vaya, al menos eres sincera.

Tú decides. No voy a obligarte a decírmelo si no quieres. Pero si no lo haces, Adam, voy a levantarme y a marcharme de esta habitación, y no volverás a verme nunca más.

Eso es chantaje.

No, en absoluto. Es la pura verdad, nada más. Walker deja escapar un prolongado suspiro de derrota, se levanta luego de la silla y empieza a caminar de un lado para otro frente a Margot, que lo observa en silencio desde la cama. Pasan diez minutos, y en ese tiempo le cuenta la historia de los últimos días: el encuentro accidental con Born, del que ahora sospecha que no fue casualidad, el falso desmentido de Born sobre el asesinato de Cedric Williams, la invitación a conocer a Héléne y Cécile, la tarjeta de visita que casi llega a romper, la elaboración del plan para impedir la boda de Born con Héléne, la contrita llamada de teléfono para poner en marcha la maquinación, la cena en Vagenende, su próxima cita con Cécile a las cuatro de esa misma tarde. Cuando Margot termina de escucharlo, da unas palmaditas en la cama con la mano izquierda y le dice que se siente a su lado. Walker se sienta, y en el momento en que su cuerpo toca el colchón, Margot lo agarra fuertemente de los hombros con ambas manos, hace que se vuelva hacia ella, acerca su rostro a escasos centímetros del suyo, y le advierte en voz baja, llena de determinación: Olvídalo, Adam. No tienes la menor oportunidad. Te va a hacer picadillo.

Demasiado tarde, asegura Walker. Ya he empezado, y no voy a parar hasta el final.

Hablas de confianza. ¿Qué te hace pensar que puedes fiarte de Héléne Juin? Acabas de conocerla.

Lo sé. Me va a llevar tiempo asegurarme. Pero la primera impresión que tengo de ella es buena. Me parece una persona seria, honrada, y no creo que Born le importe mucho. Le está agradecida, se ha portado bien con ella, pero no está enamorada de él.

En cuanto le digas lo que pasó en Nueva York, irá enseguida a contárselo a Rudolf. Créeme.

Es posible. Pero aunque se lo diga, ¿qué puede pasarme a mí?

Cualquier cosa.

Born podría tratar de darme un puñetazo en la cara, pero no va a perseguirme con la navaja.

No estoy hablando de la navaja. Rudolf tiene contactos, conoce a montones de gente influyente, y antes de que empieces a meterte en líos con él, debes saber con quién te la estás jugando. No es un cualquiera.

¿Contactos?

En la policía, el ejército, el gobierno. No estoy en condiciones de probar nada, pero siempre he tenido la sensación de que es algo más que un simple profesor de universidad.

¿Como qué?

No sé. Servicio secreto, espionaje, trabajo sucio de alguna clase.

¿Y por qué demonios sospechas eso?

Llamadas de teléfono en plena noche…, ausencias misteriosas, sin dar explicaciones…, la gente que conoce. Ministros, generales. ¿Cuántos profesores jóvenes salen a cenar con altos funcionarios del gobierno? Rudolf se mueve en las entretelas del poder, y eso lo convierte en una persona peligrosa para ti. Sobre todo aquí, en París.

Todo eso me parece muy endeble.

¿Te acuerdas de la cena en nuestro apartamento de Nueva York la primavera pasada?

Con todo detalle. ¿Cómo podría olvidarla?

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