Derek se me puso delante y se echó a reír. Apoyó la maza del taco en el pie y jugó a levantarlo y hacerlo caer.
—Eres un tipo raro —dijo—. ¿Por qué no te relajas un poco? ¿Por qué no sonríes nunca?
Me dejé caer contra la columna. Sentía que algo pesado y negro me oprimía y volví a mirar al techo, medio esperando a ver qué era.
Derek siguió jugando con el taco hasta que se le ocurrió algo. Tomó aliento con fuerza y gritó por encima del hombro:
—¡Eh, Chas! ¡Greg! Venid a ayudarme, a ver si se ríe este jodío amargado.
Me sonrió e hizo un guiño al decir aquello, como si yo también participara de la broma. Chas y Greg aparecieron a los costados de Derek, un poco a sus espaldas.
—Vamos —dijo Derek—, una buena carcajada o se lo diré a tu hermana. —Las caras aumentaron de tamaño—. O haré que Greg te cuente uno de sus chistes. —Chas y Greg rompieron a reír. Todos querían estar a buenas con Derek.
—¡Vete a la mierda! —exclamé.
—Venga, deja al chico en paz —le aconsejó Chas, y se alejó.
Lo dijo de tal modo que me entraron ganas de llorar, y para demostrarles que eso era lo último que estaba dispuesto a hacer me quedé mirando a Derek con furia y sin parpadear. Pero un ojo se me inundó de lágrimas, y aunque en cuanto rodó la primera me la limpié, supe que la habían visto. Greg me tendió la mano para chocarla con la mía.
—Nadie te va a hacer daño, colega —dijo.
No se la choqué porque mi mano estaba húmeda.
Greg se alejó, y nos quedamos Derek y yo solos otra vez.
Me di la vuelta y me dirigí a la salida. Derek dejó el taco en una mesa y echó a andar conmigo. Caminábamos tan cerca que habríamos podido ir esposados.
—Eres igual que tu hermana, de verdad —dijo.
Como no iba a poder eludirle, tuve que dirigirme a la parte izquierda de la puerta, hacia el ventanuco del té. En cuanto vio que nos acercábamos, el viejo cogió la enorme tetera de acero y llenó dos tazas. Tenía una voz muy aguda.
—Éstas corren de mi cuenta —dijo—, por tus cuarenta y nueve puntos.
Me lo dijo a mí tanto como a Derek, y tuve que coger una de las tazas. Derek cogió también la otra y nos apoyamos en la pared, dándonos la cara. Durante unos minutos pareció que iba a decir algo, pero guardó silencio. Yo quise apurar el té enseguida, me entró calor y me sentó como un tiro. La piel me escocía y me picaba bajo la camisa, tenía los pies sudados y los dedos de los pies resbalaban entre sí. Apoyé la cabeza en la pared.
Greg había salido con Chas por otra puerta, y los demás jugadores habían vuelto a las mesas. A través de la pared oía a la señora O, que hablaba sin parar. Al cabo de un rato pensé que tal vez fuera la radio.
—¿Es siempre así tu hermana —dijo Derek—, o es que pasa algo que convendría saber?
—¿Siempre, cómo? —dije al instante. El corazón me palpitaba, pero con mucha lentitud.
Derek volvió a reflexionar. Se estiró el pellejo de debajo del mentón y se rozó el cierre del lazo.
—Esto es de hombre a hombre, ¿comprendido?
Asentí.
—Fíjate en esta tarde, por ejemplo. Ella hacía no sé qué, así que se me ocurrió echar un vistazo a vuestro sótano. No había nada malo en ello, pero se puso que echaba chispas. Porque allí no hay nada raro, ¿verdad? —No pensaba que la cosa fuera por aquel lado y no contesté. Pero Derek repitió—: ¿Verdad?
—No, no —dije—. Yo casi nunca bajo, pero no hay nada raro.
—Entonces, ¿por qué se enfadó tanto? —Derek se me quedó mirando en espera de una respuesta, como si el enfadado fuera yo.
—Siempre se pone así —le dije—, así es Julie.
Derek se miró los zapatos un momento, alzó los ojos y dijo:
—Y otra vez… —pero en aquel momento salió el señor O del despacho y se puso a hablar con Derek.
Apuré el té y me fui.
La puerta trasera de casa estaba abierta y entré sin hacer el menor ruido. La cocina olía como a fritura de hacía tiempo. Tenía la extraña sensación de haber estado fuera durante varios meses y de que en mi ausencia habían ocurrido muchas cosas. Julie estaba en la salita, sentada a la mesa, llena de platos sucios y, al lado, una sartén. Parecía muy satisfecha de sí misma. Tom estaba en su regazo con el pulgar en la boca y una servilleta alrededor del cuello, igual que un babero. Dejaba vagar la mirada por la habitación, con ojos un tanto vidriosos, y apoyaba la cabeza en los pechos de Julie. Al parecer, no se dio cuenta de que yo había entrado y siguió haciendo ruidos de succión con el pulgar. Julie tenía una mano en la parte inferior de la espalda de Tom. Me sonrió y dejé caer la mano en el pomo de la puerta, para sostenerme. Me sentí como si careciera de peso y pudiera irme volando.
—No pongas esa cara —dijo Julie—. Tom quiere ser un niño pequeño. —Julie apoyó la barbilla en la cabeza de Tom y empezó a mecerlo con suavidad—. Ha sido tan travieso esta tarde —prosiguió, hablando más para él que para mí—, así que hablamos largo y tendido y resolvimos un montón de cosas.
Los ojos de Tom se habían cerrado. Me senté a la mesa, junto a Julie, pero donde no pudiera ver la cara de Tom. Cogí de la sartén unos pedazos de tocino frío. Julie seguía meciéndose y murmurando quedamente para sí.
Tom se quedó dormido. Yo quería hablar con Julie a propósito de Derek, pero en aquel momento se levantó con Tom en los brazos y fui tras ellos escaleras arriba. Julie abrió la puerta del dormitorio con el pie. Había subido del sótano la cuna de latón y la había puesto junto a su cama. Estaba totalmente arreglada y lista, con un lateral bajado. Yo me sentía confuso al ver tan juntas la cuna y la cama.
Señalé y dije:
—¿Por qué no la has puesto en su cuarto?
Julie me daba la espalda mientras colocaba a Tom en la cuna. El pequeño se removió un poco cuando Julie le desabrochó el vestido. Tenía los ojos abiertos.
—Tom la quería aquí, ¿verdad cariño?
Tom asintió mientras se acomodaba entre las sábanas. Julie fue a la ventana para correr las cortinas. Avancé en la semioscuridad y me quedé junto a un extremo de la cuna. Julie me empujó al pasar, besó a Tom en la cabeza y alzó el lateral con sumo cuidado. Tom pareció quedarse dormido casi al instante.
—Buen chico —susurró Julie, que me tomó de la mano y me condujo fuera del cuarto.
No mucho después de que Sue me leyera un poco de su diario empecé a darme cuenta de que me olían las manos. Era un olor dulzón, como a podrido, y se notaba más en los dedos que en la palma, o quizás entre los dedos. Era un olor que me recordaba la carne que habíamos tirado. Dejé de masturbarme. De todas maneras ya no tenía ganas. Si me lavaba las manos, después me olían sólo a jabón, pero, si apartaba la cabeza y me pasaba una mano por delante de la nariz con rapidez, el mal olor seguía allí, bajo el aroma del jabón. Me daba largos baños en plena tarde y me quedaba totalmente inmóvil, sin pensar en nada, hasta que el agua se enfriaba. Me cortaba las uñas, me lavaba la cabeza y me ponía ropa limpia. Media hora después, el olor regresaba, tan lejano que era más bien como un recuerdo del mismo. Julie y Sue se burlaban de mi aspecto. Decían que me había acicalado para una amiga secreta. Sin embargo, mi nuevo aspecto volvió más amable a Julie. Me compró dos camisas en una tienda de ropa de segunda mano, casi nuevas y que me quedaban bien. Consulté con Tom y agité los dedos bajo su nariz.
—Huele como a pescado —dijo con su novedosa voz chillona e infantil.
Busqué en la enciclopedia médica de casa y miré el artículo que hablaba del cáncer. Me parecía que a lo mejor me estaba pudriendo a causa de una enfermedad lenta. Me miraba en el espejo y me esforzaba por olisquear el aliento entre las manos ahuecadas. Una tarde, por fin, llovió a cántaros. Alguien me había dicho una vez que el agua de la lluvia era la más limpia del mundo, así que me quité la camisa, los zapatos y los calcetines y me puse en lo alto del parterre alpino con las manos extendidas. Sue se acercó a la puerta de la cocina y, gritando por encima de la lluvia, me preguntó qué hacía. Se fue y volvió con Julie. Me llamaron y se echaron a reír, y yo les di la espalda.
Durante la cena tuvimos una discusión. Yo dije que era la primera vez que llovía desde la muerte de mamá. Julie y Sue arguyeron que había llovido varias veces desde entonces. Cuando les pregunté cuándo exactamente, dijeron que no se acordaban. Sue dijo que sabía que ella había utilizado su paraguas porque ahora estaba en su cuarto, y Julie dijo que recordaba el ruido de los limpiaparabrisas del coche de Derek. Yo contesté que aquello no demostraba nada. Se enfurecieron, lo cual me devolvió la tranquilidad, y reanudé mis esfuerzos por ponerlas aún más furiosas. Julie me retó a que demostrara que no había llovido y dije que no me hacía falta, que yo sabía que no había llovido. Mis hermanas se quedaron estupefactas y sin respuesta. Cuando pedí a Sue que me pasara el azucarero, no me hizo ni maldito caso. Rodeé la mesa y, en el momento en que iba a cogerlo, me lo arrebató y lo puso en la otra punta de la mesa, cerca de donde me sentaba. Me disponía a atizarle bien fuerte en la nuca, cuando Julie gritó:
—¡Atrévete! —con voz tan chillona que retrocedí sobresaltado, y la mano levantada fue a posarse dulcemente en lo alto de la cabeza de Sue.
Volví a notar la peste al instante. Mientras me sentaba, esperé a que Julie o Sue me acusaran de haberme tirado un pedo, pero se enzarzaron en una conversación con la idea de excluirme. Me senté encima de las manos e hice un guiño a Tom.
Tom me miraba con la boca medio abierta; alcanzaba a verle comida masticada en la lengua. Estaba sentado muy cerca de Julie. Mientras discutíamos por la lluvia, se había embadurnado la cara de comida. Ahora esperaba a que Julie se acordase de él, le limpiase la cara con el babero que le colgaba del cuello y le dijera que podía levantarse. Entonces se pondría a gatear debajo de la mesa y se sentaría entre nuestras piernas mientras terminábamos de comer.
Otras veces se arrancaba el babero, se iba corriendo a jugar con sus amigos en la calle y dejaba de comportarse como un niño hasta que volvía a entrar y se encontraba con Julie. Cuando se portaba como un niño, apenas hablaba o hacía ruido. Se limitaba a esperar el siguiente movimiento de Julie. Cuando ésta le cuidaba, los ojos se le dilataban, la mirada se le extraviaba, la boca se le aflojaba y parecía sumirse en sí mismo. Una tarde en que Julie lo cogió en brazos para llevarlo al piso superior, dije:
—Los niños pequeños de verdad patalean y gritan cuando los llevan a la cama.
Tom me miró por encima del hombro de Julie, y de pronto la boca y los ojos se le achicaron.
—No es verdad —dijo con seriedad—. No lo hacen siempre —y dejó que Julie se lo llevara.
No soportaba verlos juntos. Iba tras ellos, fascinado, esperando a ver qué ocurría. Julie parecía contenta de tener público y gastaba bromas al respecto.
—Te pones tan serio —me comentó en cierta ocasión— que parece que estés en un entierro.
Tom, estaba claro, quería a Julie para él solo. La tarde siguiente volví a seguirlos escaleras arriba y me apoyé en la jamba de la puerta mientras Julie desnudaba a Tom, que estaba de espaldas a mí. Julie me sonrió y me pidió que le alcanzara el pijama de Tom. Éste se dio la vuelta en la cuna y exclamó:
—¡Vete! ¡Largo de aquí!
Julie se echó a reír, le acarició el pelo y dijo: —¿Qué voy a hacer con vosotros dos?
No obstante, yo retrocedí sin darme la vuelta, me apoyé en la pared del pasillo y me quedé escuchando mientras Julie le leía un cuento. Cuando salió por fin, no se sorprendió de verme allí. Entramos en mi cuarto y nos sentamos en la cama. No encendimos la luz. Carraspeé para aclararme la garganta y dije que quizá seguir fingiendo que era un niño pequeño tal vez fuera perjudicial para Tom.
—A lo mejor no sabe cómo salir de esa situación —dije.
Julie no respondió enseguida. De modo que deduje que me estaba oliendo. Me puso la mano en la rodilla y dijo:
—Me parece que alguien de esta casa está celoso. —Nos echamos a reír y me tumbé boca arriba. Le acaricié tiernamente la zona inferior de la espalda con la punta de los dedos. La recorrió un escalofrío, y su mano presionó con más fuerza mi rodilla.
Después Julie me preguntó: —¿Piensas mucho en mamá?
—Sí —susurré—, ¿y tú?
—Claro.
Al parecer, no había más que decir, pero yo quería que siguiéramos hablando, y dije:
—¿Crees que estuvo bien lo que hicimos?
Julie apartó la mano de mi rodilla. Guardó silencio durante un rato tan largo que pensé que se había olvidado de la pregunta. Volví a tocarle la espalda y dijo inmediatamente:
—Entonces estaba claro, pero ahora no lo sé. Quizá no deberíamos haberlo hecho.
—Ahora ya no podemos hacer nada —dije.
Esperé su réplica. También esperaba que su mano volviera a mi rodilla. Le pasé el índice a lo largo de la columna y me pregunté qué había cambiado entre nosotros. ¿Tanta importancia había tenido para ella el que me bañara?
—No —dijo por fin—, creo que no —y se cruzó de brazos tan resueltamente que supuse que estaba ofendida.
La notaba preocupada, pero al instante siguiente sólo parecía que guardaba silencio mientras esperaba un ataque.
—Dejaste que Derek bajase al sótano —dije con impaciencia.
Todo había cambiado ya entre nosotros. Julie cruzó la habitación, encendió la luz y se quedó junto a la puerta. Cabeceó con irritación para apartarse un mechón que le caía sobre la cara. Me senté con rigidez en el borde de la cama y me puse la mano en la rodilla, donde había estado la suya.
—¿Eso te dijo mientras jugabais al… billar?
—Yo me limité a mirar.
—Encontró la llave y bajó a echar un vistazo —dijo.
—Debiste impedírselo.
Negó con la cabeza. No era corriente que suplicase, y su voz sonó extraña:
—No hizo más que coger la llave. No hay nada que ver abajo.
—Pero te enfadaste muy en serio y ahora quiere saber por qué —agregué.
Por una vez vencía a Julie en una discusión. Me puse a tamborilear rítmicamente en mis rodillas y durante un instante percibí el olor dulzón y a podrido.
—Escucha —dijo de pronto—, no me he acostado con él ni nada parecido.
Seguí tamborileando sin alzar la mirada. Entonces, radiante, me detuve.
—¿Y qué? —dije.
Pero Julie se había marchado.
Me incliné sobre la mesa, agarré a Tom del babero y lo atraje hacia mí. Soltó un leve gemido y luego un grito. Julie interrumpió su charla y trató de soltarme los dedos. Sue se puso de pie.