Derek arrancó un pedazo de cemento y lo agitó en la mano.
—No te salió muy bien la argamasa —dijo—, y el baúl no aguanta el peso.
—El olor está por toda la casa —me dijo Julie—, tendrás que hacer algo.
Derek se limpió las manos escrupulosamente con el pañuelo.
—Creo que pide a gritos un nuevo entierro —continuó—, en el jardín, quizá. Junto a la rana.
Me acerqué al baúl y le di un ligero puntapié, como Derek había hecho.
—No quiero moverla —dije con firmeza—, me ha costado mucho trabajo.
Derek encabezó la marcha de regreso. Cuando estuvimos arriba, fuimos todos a la sala de estar. Derek me preguntó el nombre de la perra.
—Cosmos —contesté.
Se me acercó, me puso la mano en el hombro y dijo:
—Tendremos que tapar la grieta con cemento y esperar que el baúl aguante.
No hicimos nada durante el resto de la tarde. Derek habló de cosas de billar. Mucho después, cuando estaba a punto de irme a la cama, dijo:
—Ya te enseñaré cómo se hace una buena argamasa. —Desde la escalera oí que Julie le aconsejaba:
—Es mejor dejar que lo haga él. No le gusta que le enseñen a hacer las cosas.
Derek replicó algo que no pude oír y luego estuvo riéndose solo durante un rato bastante largo.
Volvió el calor. Por la mañana Julie tomó el sol en el parterre, en esta ocasión sin la radio. Tom, que llevaba su propia ropa por primera vez en varios días, jugaba en el jardín con el amigo de los bloques de pisos. Cada vez que iba a hacer algo que consideraba particularmente arriesgado, como saltar sobre una piedra, quería que Julie le mirase.
—¡Julie, mira! ¡Julie! ¡Mira, Julie!
Estuve oyendo su voz toda la mañana. Bajé para mirarles desde la cocina. Julie estaba tendida en una toalla de color azul brillante y hacía caso omiso de Tom. Tenía ya la piel tan bronceada que pensé que le faltaba sólo un día para que se le volviera negra del todo. En la cocina zumbaban algunas avispas alrededor de la basura que había caído al suelo. En la calle, una nube de moscas revoloteaba sobre los cubos de la basura, que no vaciaban hacía semanas. Pensábamos que a lo mejor había huelga, pero no habíamos oído nada. En la cocina, un paquete de mantequilla se había derretido y formaba un charco. Mientras miraba por la ventana, hundí el dedo en el charco y lo chupé. Hacía demasiado calor para limpiar la cocina.
Apareció Sue y me dijo que habíamos superado una marca, que había oído por la radio que era el día más caluroso desde 1900.
—Julie debería tener cuidado —dijo Sue, y salió para advertírselo.
Pero ni Tom ni su amigo ni Julie parecían afectados por el calor. Ella yacía totalmente inmóvil, y los otros dos se perseguían por el jardín llamándose a gritos.
A media tarde salí con Julie para comprar un paquete de cemento. Tom vino también. Se mantenía pegado a Julie y se cogía a una punta de su falda blanca. En cierto momento, tuve que ponerme a la sombra de una parada de autobús para recuperarme del calor. Julie se puso ante mí, al sol, esforzándose por abanicarme con la mano.
—¿Qué te pasa? —dijo—. Parece que estás muy débil. ¿Qué te haces por ahí?
Nuestras miradas se cruzaron y rompimos a reír.
Fuera de la tienda nos vimos reflejados en el escaparate. Julie puso su mano en la mía y dijo:
—Qué blanca la tienes. —Retiré la mano y, mientras entrábamos en la tienda, se puso a hablarme con la firmeza con que se les habla a los niños—: Deberías tomar el sol. Te sentará bien.
De vuelta a casa me acordé de la época, no muy lejana, en que Julie no hablaba a menos que se le hablase. Ahora hablaba con Tom, con nerviosismo, a propósito de los circos, y en cierto momento se detuvo y se arrodilló junto a él para limpiarle la boca, manchada de mocos y de helado, con un pañuelo de papel.
Cuando llegamos a la entrada de la casa, pensé que no tenía ganas de entrar. Julie cogió la bolsa de cinco kilos de cemento y dijo:
—Está bien, y que te dé el sol.
Mientras recorría la avenida, me di cuenta de pronto de cuánto había cambiado ésta. Apenas era ya una calle, era una carretera que atravesaba un descampado casi vacío. No quedaban más que dos casas en pie, aparte de la nuestra. Ante mí, un grupo de trabajadores se arracimaba junto a un camión de una compañía constructora, listos para volver a casa. Arrancó cuando llegué a su altura. Tres hombres estaban de pie en la caja, sujetos a la baca que coronaba la cabina del conductor. Uno de ellos me vio y ladeó la cabeza para saludarme. Luego, mientras el camión se bamboleaba sobre el bordillo de la acera, señaló hacia mi casa y se encogió de hombros. Lo único que quedaba de las casas prefabricadas eran los grandes bloques de los cimientos. Me acerqué y me subí en uno. A lo largo del bloque había hendeduras que señalaban el lugar en que habían estado las paredes. Hierbajos como lechugas crecían en aquellos encastres. Anduve a lo largo de las rayas de las paredes, poniendo un pie delante del otro, y pensé lo extraño que era que toda una familia pudiese vivir dentro de un rectángulo de cemento. No sabía decir si aquélla era la casa en que había estado otras veces. No había nada que las diferenciase. Me quité la camisa y la extendí en el suelo, en medio del recinto más grande.
Me tendí de espaldas y abrí las manos, pegadas al suelo, para que el sol me diese en los dedos. Me sentí inmediatamente abotargado por el calor y con el sudor deslizándoseme por la piel. Pero, decidido, me quedé donde estaba y eché una siesta.
Cuando desperté, me pregunté por qué no estaba en mi cama. Me removí y tanteé en busca de las sábanas. Cuando me incorporé, empezó a dolerme la cabeza. Recogí la camisa y volví a casa despacio, deteniéndome una vez para admirar el rojo sangre del pecho y los brazos, intensificado por el sol de la tarde. El coche de Derek estaba estacionado ante la casa. Al entrar en la cocina, vi abierta la puerta del sótano y oí voces y chirridos.
Derek se había subido las mangas y metía en la grieta cemento recién preparado, ayudándose con una paleta. Julie le observaba con las manos en las caderas. —Te ahorramos la faena —dijo Derek cuando entré, pero era evidente que estaba satisfecho.
Julie pareció alegrarse de verme, como si yo hubiera estado en el mar durante años.
—Mírate —dijo—. El sol te ha dado bien. Estás guapísimo. ¿No está guapísimo?
Derek soltó un gruñido y siguió con el trabajo. El olor apenas se notaba ya. Derek silbaba con suavidad por entre los dientes al tiempo que echaba el cemento. Mientras nos daba la espalda, Julie me guiñó un ojo, y yo hice como que iba a darle una patada en el trasero.
Intuyendo alguna cosa, Derek dijo sin volverse:
—¿Pasa algo?
—No, nada —contestamos a la vez y nos echamos a reír.
Derek se me encaró con la paleta por delante.
Ante mi sorpresa, parecía ofendido.
—Quizá sea mejor que lo hagas tú —dijo.
—Oh, no —dije—, tú lo haces mucho mejor que yo.
Derek intentaba ponerme la paleta en la mano.
—Era tu perra —dijo—, si es que se trata de una perra.
—¡Derek! —lo llamó Julie en son apaciguador—. Por favor, hazlo tú. Dijiste que lo harías. —Lo condujo junto al baúl—. Si lo hace Jack, volverá a resquebrajarse y olerá por todas partes.
Derek se encogió de hombros y reanudó el trabajo. Julie le dio una palmadita en el hombro y se hizo cargo de su chaqueta, que pendía de un clavo. Se la dobló en el brazo y también la palmeó.
—Gatita bonita —murmuró.
Aquella vez Derek no hizo caso de nuestras risas ahogadas.
Terminó el trabajo y se reunió con nosotros. —¡Bien hecho! —dijo Julie.
Derek le dedicó una leve reverencia y quiso cogerle la mano. Yo le dije algo parecido a lo que había dicho Julie, pero a mí ni siquiera me miró. Una vez arriba, en la cocina, Julie y yo le atendimos cuando se lavaba las manos. Julie le alargó una toalla, y, mientras se secaba las manos, quiso atraerla hacia sí. Pero Julie se vino conmigo, me puso la mano en el hombro y admiró el color de mi cara.
—Estás mucho mejor —dijo—, ¿verdad?
Derek se hacía el nudo de la corbata con movimientos secos y rápidos. Julie parecía tener un dominio absoluto sobre el humor del joven. Éste se ajustó los puños de la camisa y echó mano de la chaqueta.
—A mí me parece que le ha dado demasiado sol —dijo.
Se dirigió a la puerta y por un momento pensé que iba a irse. Por el contrario, lo que hizo fue agacharse y recoger por una punta una bolsita de té usada, que tiró al cubo de la basura. Julie llenó la tetera y yo fui a la sala de estar en busca de las tazas.
Cuando estuvo preparado, tomamos el té en la cocina, sin sentamos. Ahora que se había puesto el traje y la corbata, Derek se parecía más al que solía ser. Estaba muy rígido, con la taza en una mano y el platito en la otra. Me preguntó algunas cosas sobre colegios y empleos. Dijo entonces con mucha cautela:
—Debías de querer mucho al perro. —Asentí y esperé a que Julie cambiase de tema—. ¿Cuándo murió?
—Era una perra —dije.
Hubo una pausa y luego Derek se impacientó: —Bueno, ¿cuándo se murió la perra?
—Hace unos dos meses.
Derek se volvió hacia Julie y la miró con aire de súplica. Ella sonrió y le llenó la taza. Derek volvió a tomar la palabra, situado entre Julie y yo.
—¿De qué raza era?
—Oh, bueno —dijo Julie—, una mezcla de muchas razas.
—Pero sobre todo de perdiguero —añadí yo, y durante un instante, de algún lugar, una perra pareció posar su mirada melancólica en la mía. Sacudí la cabeza.
—¿Te molesta hablar de ello? —preguntó Derek.
—No.
—¿Por qué se te ocurrió ponerla aquí?
—Para que se conservara. Como los egipcios.
Derek asintió, como si todo quedara así explicado. Entonces apareció Tom, corrió hacia Julie y se agarró de su pierna.
Nos movimos para ampliar el círculo. Derek quiso acariciar a Tom en la cabeza, pero éste le apartó la mano y cayó al suelo un poco del té de Derek, que se quedó mirando el charco un momento y dijo:
—¿Querías a Cosmos, Tom?
Abrazado todavía a la pierna de Julie, Tom se echó hacia atrás para mirar a Derek y rompió a reír como si se tratase de una broma corriente entre ellos.
—Te acuerdas de Cosmos, la perra, ¿verdad? —le dijo Julie enseguida.
Tom asintió.
—Sí —dijo Derek—, Cosmos. ¿Lo sentiste cuando se murió?
Tom volvió a echarse hacia atrás, pero en esta ocasión se quedó mirando a su hermana.
—Te sentaste encima de mí y lloraste, ¿no te acuerdas?
—Sí —dijo el pequeño con picardía. Todos lo miramos atentamente.
—¿Verdad que lloré? —le dijo a Julie.
—Claro, y yo te llevé a la cama, ¿te acuerdas?
Tom apoyó la cabeza en el vientre de Julie y pareció reflexionar. Deseosa de alejarlo de Derek, Julie dejó su taza y se lo llevó al jardín. Al cruzar la puerta, Tom dijo en voz alta:
—¡Una perra! —y rió con desprecio.
Derek hizo sonar las llaves del coche en el bolsillo. Julie corría con Tom por el jardín mientras nosotros mirábamos por la ventana. Estaba tan bella cuando se volvía para animar a Tom que me irritaba compartir su contemplación con Derek. Sin apartarse de la ventana, dijo con astucia:
—Me gustaría que todos…, bueno, que confiarais un poco más en mí.
Bostecé. Ni Sue, ni Julie, ni yo habíamos preparado la historia de la perra. No nos habíamos preocupado para nada de Derek. No nos parecía que lo que había en el sótano fuese tan real que tuviésemos que mantenerlo oculto. Cuando no estábamos realmente abajo y mirando el baúl, era como si estuviéramos dormidos. Derek sacó el reloj.
—Tengo una partida. Quizá nos veamos por la noche. —Salió y llamó a Julie, quien apenas interrumpió el juego para saludarle con la mano y enviarle un beso a distancia. Derek esperó un poco antes de alejarse, pero Julie le había vuelto ya la espalda.
Fui a mi cuarto, me quité los zapatos y los calcetines, y me tendí en la cama. Por la ventana alcanzaba a ver un pedazo despejado de cielo azul pálido, sin una nube. No había pasado un minuto cuando me incorporé y me puse a mirar a mi alrededor. En el suelo había latas de Coca-Cola, ropa sucia, bolsas del
Fish and Chips
, algunas perchas metálicas, una caja de gomas elásticas, vacía ya. Me puse de pie y miré donde había estado tendido, los pliegues y rugosidades de las sábanas grises y amarillentas, grandes manchas con bordes bien manifiestos. Estaba aturdido. Todo lo que miraba me recordaba a mí mismo. Abrí de par en par las puertas del armario y guardé todo lo que había por el suelo. Quité las sábanas, mantas y almohadas y las guardé también. Arranqué las fotografías de la pared que antaño había recortado de las revistas. Debajo de la cama encontré platos y tazas cubiertos de moho verde. Cogí todos los objetos que encontré y los metí en el armario hasta que la habitación quedó vacía. Incluso quité la bombilla y la pantalla. Luego me desnudé, metí toda la ropa en el armario y lo cerré. La habitación estaba vacía como una celda. Me tumbé otra vez en la cama y contemplé mi pedazo de cielo despejado hasta que me quedé dormido.
Estaba oscuro y hacía fresco cuando desperté.
Busqué las sábanas con los ojos cerrados. Me asaltó el recuerdo confuso de estar en la casa prefabricada. ¿Seguía allí? No tenía ni idea de por qué estaba desnudo sobre un colchón. Alguien lloraba. ¿Era yo? Me arrodillé junto a la ventana y recordé de pronto que mi madre había muerto hacía mucho tiempo. No tardó en encajar todo en su sitio, y yo me quedé escuchando entre escalofríos.
El llanto era suave y continuo, como una cantinela quejumbrosa, y procedía de la habitación contigua. Disminuía, y durante un rato no atendí más que al sonido. Mi curiosidad no iba más allá. Cesaron los escalofríos, volví a cerrar los ojos y, al instante, como si se tratara de un espectáculo pospuesto hasta el momento en que yo estuviese preparado, vi una serie de vívidas imágenes. Entreabrí los ojos y vi las mismas imágenes estampadas en la oscuridad. Me pregunté por qué necesitaba dormir tanto. Vi una playa atestada de gente en una tarde tórrida. Ya era hora de volver a casa. Mi madre y mi padre caminaban ante mí con sillas plegables y un montón de toallas. No podía alcanzados. Los guijarros, grandes y redondos, me hacían daño en los pies. Llevaba un palo en la mano con molinete en la punta. Lloraba porque estaba cansado y quería que me llevasen en brazos. Mis padres se pararon para que les alcanzara, pero cuando estuve a un metro de ellos, se dieron la vuelta y siguieron andando. Mi llanto se convirtió en un largo gemido, y los demás niños detuvieron toda actividad para mirarme. Dejé escapar el molinete y, cuando uno lo cogió y me lo alargó, negué con la cabeza y lloré con más fuerza. Mi madre dio a mi padre la silla plegable que llevaba y se acercó a mí. Cuando me alzó en brazos, me vi mirando por encima de su hombro a una niña que sostenía el molinete y me miraba a su vez. La brisa hacía girar las aspas y yo quería que me lo devolvieran a toda costa, pero la niña estaba muy lejos, nosotros estábamos ya en suelo liso, y mi madre avanzaba con zancadas rítmicas. Yo seguía llorando para mí, pero mi madre no parecía oírme.