—¿No habrás bajado al sótano —dije entre carcajadas— para sentarte en una banqueta y escribir sobre todos nosotros en ese cuadernito negro?
Me esforcé por seguir riendo. Me sentía molesto y necesitaba hacer mucho ruido. Mientras reía me puse las manos en las rodillas, pero no las sentí del todo. Sue me miraba como si me recordase en vez de verme. Sacó el cuaderno de debajo de la almohada, lo abrió y buscó una página. Dejé de reír y esperé.
—«Nueve de agosto… Hace diecinueve días que te has muerto. Nadie ha hablado hoy de ti». —Hizo una pausa, y sus ojos se saltaron unas líneas— «Jack estaba de un humor de perros. Pegó a Tom en la escalera por hacer ruido. Le hizo una herida muy grande en la cabeza, y corrió mucha sangre. Para comer mezclamos dos latas de sopa. Jack no le dirigía la palabra a nadie.
Julie habló de un amigo suyo que se llama Derek. Dijo que a lo mejor lo traía a casa alguna vez y nos preguntó si nos importaba. Yo dije que no. Jack hizo como que no la oía y se fue arriba». —Sue buscó otra página y siguió leyendo con más interés—. «No se ha cambiado de ropa desde que te moriste. No se lava las manos ni nada, y huele fatal. Nos da mucho asco cuando toca un pedazo de pan. No se le puede decir nada porque empieza a pegarnos.
Siempre está pegándole a alguien, pero Julie sabe cómo tratarle…».
Sue se detuvo y pareció querer continuar, pero cambió de idea y cerró el cuaderno de golpe. —Ya está —dijo.
Durante varios minutos discutimos sin ganas a propósito de lo que Julie había dicho en la comida. —No habló de traer a nadie —dije.
—¡Sí lo hizo!
—No.
Sue se acuclilló en el suelo ante un libro y fingió no darse cuenta de que me iba de su habitación.
En la planta baja, la radio sonaba más fuerte que nunca. Un hombre vociferaba como un condenado acerca de una competición. Vi que Tom estaba sentado en lo alto de las escaleras. Llevaba un vestido azul y blanco, ceñido con un lazo en la espalda. Pero la peluca había desaparecido. Cuando me senté a su lado, advertí un lejano olor desagradable. Tom lloraba. Tenía los nudillos en los ojos, igual que las niñas de las cajas de galletas. De una fosa nasal le salía un largo reguero de moco verde y, cuando lo sorbió, desapareció por completo.
Por encima del ruido de la radio me pareció oír otras voces, pero no estaba seguro. Cuando le pregunté a Tom por qué lloraba, se puso a llorar con más fuerza. Después se calmó y gimió:
—Julie me ha pegado y me ha gritado —y se echó a llorar otra vez.
Lo dejé allí y bajé a la planta inferior. La radio estaba a todo volumen, porque Julie y Derek estaban discutiendo. Me detuve cerca de la puerta y traté de escuchar. Derek parecía suplicar a Julie, y su voz tenía un dejo quejumbroso. Hablaban los dos, casi gritándose, y, cuando entré, enmudecieron al instante. Derek se apoyó en la mesa, con las manos en los bolsillos y los tobillos cruzados. Llevaba un traje verde oscuro y un lazo atado con un cierre de oro. Julie estaba junto a la ventana. Pasé entre ellos, camino de la radio, y la apagué. Entonces me volví y esperé a que uno de los dos hablase primero. Me pregunté por qué no salían al jardín a darse gritos.
—¿Qué quieres? —dijo Julie. No estaba tan acicalada como Derek. Llevaba sandalias de plástico y vaqueros y se había atado las puntas de la camisa por debajo de los pechos.
—Sólo he venido a ver qué era todo este ruido y saber quién ha pegado a Tom —dije mirando a Derek.
Julie dio unos golpecitos con el pie en el suelo para dejar bien claro que estaba esperando a que me fuera. Volví a pasar entre ellos, con el talón de un pie inmediatamente delante de la punta del otro, tal como suele hacerse cuando se mide una distancia sin cinta métrica.
Derek se aclaró la garganta con un carraspeo apagado y tiró del reloj que pendía del extremo de la cadenita. Le vi abrirlo de un golpe, cerrarlo y guardárselo. No había visto a Derek desde hacía más de una semana, cuando nos visitó por primera vez. Pero desde entonces, había llamado a Julie desde el coche varias veces. Yo oía el motor y también a Julie corriendo por la vereda delantera, pero nunca me asomaba a la ventana, como hacían Sue y Tom. Julie había pasado ya un par de noches fuera. A mí no me había dicho dónde había estado, pero sí a Sue. A la mañana siguiente, las dos se habían pasado varias horas sentadas en la cocina, charlando y tomando té. Es posible que Sue lo anotase todo en el cuaderno sin que Julie lo supiese.
Derek me sonrió de pronto y dijo: —¿Cómo estás, Jack?
Julie lanzó un ruidoso suspiro. —Cierra el pico —le ordenó a Derek.
—Muy bien —dije con frialdad.
—¿Qué has hecho estos días?
Miré a Julie mientras hablaba:
—No gran cosa. —Vi que la sacaba de quicio que hablase con su Derek. Añadí—: ¿Y tú?
Derek tardó un poco en contestar y, antes de hacerlo, soltó un suspiro.
—Entrenándome. Unas cuantas partiditas. Nada importante, ya sabes…
Derek y Julie se miraban. Yo miré al uno y a la otra, y pensé qué más podía decir.
—¿Has jugado tú alguna vez? —me preguntó Derek sin apartar los ojos de Julie.
De no haber estado Julie delante, habría dicho que sí. Había presenciado una partida en cierta ocasión y conocía las reglas.
—La verdad es que no —dije. Derek volvió a sacar el reloj.
—Tendrías que venir a jugar una partida.
Julie bajó los brazos y salió rápidamente de la sala.
Emitió un leve suspiro al marcharse. Derek la vio irse y dijo:
—Bueno, ¿tienes algo que hacer ahora? —Medité aquello y dije:
—No demasiado.
Derek se puso de pie, se quitó el polvo del traje con ambas manos, pequeñas y pálidas las dos. Fue al recibidor para ajustarse el lazo ante el espejo.
—Tendríais que poner luz aquí —dijo por encima del hombro.
Salimos por la parte trasera y, al pasar por la cocina, vi que la puerta del sótano estaba abierta de par en par. Titubeé, quería subir para preguntarle a Julie al respecto. Pero Derek cerró la puerta con el pie y dijo:
—Vamos. Se me hace tarde.
Salimos a escape y tomamos la vereda de la parte delantera, camino del coche bajo y rojo.
Me sorprendió que Derek condujera a tan poca velocidad. Iba muy tieso en el asiento y manejaba el volante con el brazo totalmente estirado, con el índice y el pulgar, como si el tacto del mismo le molestase.
No abrió la boca. Había dos filas de contadores negros en el salpicadero, todos con una aguja blanca y nerviosa. Estuve observándolos durante casi todo el trayecto. En realidad, no se movía ninguna aguja, salvo la del reloj. El trayecto duró un cuarto de hora. Torcimos por una avenida grande y doblamos por una calle estrecha con almacenes de verduras a ambos lados. En algunos puntos de la cuneta había montones de verduras podridas. Un hombre, con el traje arrugado, nos miraba inexpresivo. Tenía el pelo grasiento, y de un bolsillo le sobresalía un periódico doblado. Derek detuvo el automóvil junto a él y salió de un salto, dejando el motor en marcha. Detrás del hombre había un callejón. Al cruzarnos con él para enfilar el callejón, Derek le dijo:
—Apárcalo y búscame dentro.
Al fondo del callejón había unas puertas giratorias pintadas de verde donde habían escrito: «Salón Oswald». Derek entró primero y mantuvo la puerta abierta con un dedo, sin volverse, para que yo pasara. Se estaban jugando dos partidas en las mesas más alejadas, pero casi todas estaban vacías y a oscuras. En el centro del salón había una mesa con la luz encendida. Parecía mejor que las otras dos, y las brillantes bolas de colores estaban listas para empezar una partida. Apoyado en la mesa en cuestión, un individuo nos daba la espalda y fumaba un cigarrillo. Detrás de nosotros, abierto en la pared, había un agujero cuadrado e iluminado por el que nos miraba un hombre de chaqueta negra. Ante él, en un estante estrecho, había tazas y platitos de borde azul y una escudilla de plástico con un panecillo adentro.
Derek se inclinó para hablar con el hombre y yo me alejé unos pasos, hacia una de las mesas. Leí el nombre y localidad del fabricante de la mesa de billar en una placa de bronce atornillada en la banda derecha, junto a la tronera del centro.
Derek emitió en mi dirección un chasquido con la lengua. Llevaba una taza de té en cada mano y me hizo una seña con la cabeza para que le siguiera. Abrió con el pie una puerta en la misma pared. Me di cuenta entonces de que, junto a la puerta, había una ventana a la que faltaba uno de los vidrios. Una mujer con gafas gruesas estaba sentada tras un escritorio y tomaba notas en un libro de caja, mientras que, al otro lado del cuartito, un hombre permanecía sentado en una butaca con una cajetilla de cigarrillos en la mano. El humo dificultaba la visión. No había más que una lámpara de escasa luz en el borde del escritorio. Derek dejó las tazas junto a la lámpara e hizo como que golpeaba al hombre en el mentón. El hombre y la mujer empezaron a gastarle bromas. Le llamaban
hijo
, pero él me los presentó como
el señor y la señora O, de Oswald
.
—Éste es el hermano de Julie —dijo Derek, aunque no les dijo mi nombre.
No había sitio donde sentarse. Derek cogió un cigarrillo de la cajetilla del señor O. La señora O sacudió las piernas, emitió un gimoteo y se quedó con la boca abierta como un pajarito en el nido. Derek tomó otro cigarrillo, se lo puso en la boca a la mujer, y ésta y el señor O se echaron a reír. El señor O señaló las mesas.
—Greg lleva esperando casi una hora, hijo.
Derek asintió. Se había sentado en el borde del escritorio y yo estaba de pie junto a la puerta. La señora O pasó el índice por la cara de Derek.
—¿Dónde está el pillín?
Derek se apartó un poco de ella y echó mano de su té. No me tendió el mío. La señora O dijo con cautela:
—Ayer no viniste, hijo.
El señor O me guiñó un ojo y dijo:
—Tiene cosas más importantes que hacer. —Derek dio un sorbo al té y no dijo nada. El señor O prosiguió—: Pero aquí tenías casi una multitud que esperaba verte.
Derek asintió y dijo:
—¿De veras? Estupendo.
—Viene a este lugar —me dijo la señora O— desde que tenía doce años y nunca le hemos cobrado una partida.
¿No es así, hijo?
Derek terminó el té y se incorporó.
—El taco, por favor —le pidió al señor O, quien se puso de pie y se calzó las zapatillas.
En la pared que tenía detrás había una taquera y, prendido de un candado en un extremo, podía verse un largo estuche ahuesado y de cuero. El señor O se secó las manos con un paño amarillo, abrió el estuche y sacó el taco. Era de un marrón muy oscuro, casi negro. Antes de alargárselo a Derek, me dijo:
—Soy el único que puede poner las manos en sus tacos.
—Yo también —dijo la señora O, pero el señor O me sonrió y negó con la cabeza.
El que había estacionado el coche nos esperaba fuera del despacho.
—Chas —dijo Derek—, el hermano de Julie.
Chas y yo ni siquiera nos miramos. Mientras Derek se dirigía despacio a la mesa del centro con el taco en la mano, Chas iba de puntillas detrás de él, hablándole al oído rápidamente. Yo iba justo detrás de los dos. Tenía ganas de irme. Chas decía no sé qué de un caballo, pero Derek no contestó y ni siquiera se volvió para mirarle. Cuando Derek estuvo junto a la mesa, Greg se inclinó para enderezar el tacazo de salida. Llevaba una chaqueta de cuero marrón con un siete enorme en una manga, y el pelo recogido en una coleta. Yo quería que ganase él. La bola blanca corrió a lo largo del paño, separó una roja y volvió al punto de partida. Derek se quitó la chaqueta y se la pasó a Chas. Para que los puños no le estorbaran, se los sujetó al brazo con un par de elásticos plateados. Chas volvió la chaqueta del revés, se la dobló en el brazo y abrió su periódico por la página de las carreras. Derek se agachó y golpeó la bola blanca, al parecer sin apuntar. Cuando la bola roja descolocada se coló en la tronera del fondo, los jugadores de las otras dos mesas alzaron los ojos y se acercaron a nosotros. Los talones de Derek produjeron un ruido metálico agudo cuando avanzó a zancadas hacia la otra punta de la mesa.
La blanca había desperdigado a todas las rojas y estaba en línea con la negra. Antes de acometer el tacazo, Derek me miró para ver si yo observaba y desvié los ojos.
En escasos minutos entroneró las rojas y la negra.
Entre un tacazo y otro se desplazaba velozmente de un lado a otro de la mesa y me hablaba con voz sosegada, sin mirarme, como si hablase consigo mismo.
—Menuda bronca la de tu casa —dijo cuando coló la primera negra. Greg y los restantes jugadores observaban y nos escuchaban.
—Yo qué sé —dije.
—Se le han muerto los padres —dijo Derek a Chas— y los cuatro tienen que cuidarse solos.
—Como los huérfanos —dijo Chas, sin alzar la vista del periódico.
—Es una casa grande —dijo Derek cuando me pasó rozando para alcanzar otra vez la blanca.
—Bastante grande —dije.
—Debe de valer un buen pellizco.
Una bola roja desapareció sin prisa en una tronera y se dispuso a apuntar a la negra sin cambiar de posición.
—Con tantas habitaciones —dijo— convertibles en apartamentos.
—No hemos pensado en ello —dije.
Derek observó a Greg, quien apartó la negra de la tronera y la devolvió a la casa.
—Y el sótano, no hay muchas casas con un sótano así… —recorrió la mesa en toda su longitud, y Chas suspiró por algo que leía. Cayó otra roja—. Podríais… —Derek miraba dónde se detendría la bola blanca—. Podríais hacer algo con el sótano.
—¿El qué? —pregunté.
Pero Derek se encogió de hombros y entroneró la negra de un golpe fuerte. Cuando falló la negra, se le escapó un agudo silbido. Chas levantó la mirada del periódico.
—Cuarenta y nueve —dijo.
—Yo me voy ya —dije a Derek, pero éste se había alejado para pedir un cigarrillo a uno de los jugadores.
Luego se fue al otro extremo de la mesa para observar a Greg. Me sentía mal. Me apoyé en una columna y contemplé el techo. Había vigas de hierro y, más allá, paneles de vidrio con una capa de pintura pardoamarillenta. Cuando bajé los ojos, Derek tenía otra vez el turno y jugaba con las escasas bolas que quedaban ya en la mesa. Cuando terminó la partida, se me acercó por detrás, me cogió del codo y dijo:
—¿Quieres jugar?
Le dije que no y me aparté.
—Me voy a casa ya —añadí.