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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (12 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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La infausta muerte del
Senequita
serviría también para poner nuevamente a flote algunas rencillas familiares, aparentemente dormidas, en el seno de la familia Borbón. Don Jaime, hermano mayor de don Juan, procuró enseguida sacar alguna ventaja política del luctuoso hecho.

Como lo cortés no quita lo valiente, envió con premura un sentido mensaje de condolencia, pero cuando unas semanas después, concretamente el 17 de abril de 1956, el periódico italiano
Il Settimo Giorno
publicó un relato pormenorizado de lo ocurrido que difería absolutamente de la versión oficial ofrecida en Lisboa y señalaba acusadoramente a Juan Carlos, hizo unas explosivas declaraciones, en principio privadas, pero publicadas después por la prensa francesa. De ellas, sobresalía lo siguiente:

Estoy desolado de ver que la tragedia de Estoril es llevada de esta forma por un periodista al que le ha sorprendido la buena fe, pues me niego a no creer en la veracidad de la versión de mi desgraciado sobrino, dada por mi hermano. En esta situación y en mi calidad de jefe de la Casa de Borbón, no puedo más que estar en profundo desacuerdo con la actitud de mi hermano Juan que, para cortar toda interpretación posterior, no ha pedido que se abriera una encuesta oficial sobre el accidente y que fuera practicada la autopsia en el cuerpo de mi sobrino, como es habitual en casos parecidos.

Ni don Juan ni su hijo Juan Carlos se permitieron contestar a la petición de don Jaime, por lo que éste, el 16 de enero de 1957, daría una nueva vuelta de tornillo a la espinosa cuestión familiar con una carta dirigida a su secretario, Ramón de Alderete. Publicada después en algunos medios de comunicación y después de exponer que «varios amigos me han confirmado que fue mi sobrino Juan Carlos quien mató accidentalmente a su hermano Alfonso», le pedía que solicitara en su nombre que «por las jurisdicciones nacionales o internacionales adecuadas se proceda a la encuesta judicial indispensable para esclarecer oficialmente las circunstancias de la muerte de mi sobrino Alfonso». Don Jaime terminaba su misiva con una dura acusación hacia su hermano Juan y, sobre todo, a su sobrino Juan Carlos:

Exijo que se proceda a esta encuesta judicial porque es mi deber de Jefe de la Casa de Borbón y porque no puedo aceptar que aspire al trono de España quien no ha sabido asumir sus responsabilidades.

***

Expuestos hasta aquí, aunque muy sucintamente, los hechos acaecidos en Estoril aquella tremenda tarde/noche del 29 de marzo de 1956, vamos ahora a analizarlos, a estudiarlos en profundidad y a sacar las oportunas conclusiones; tarea nada fácil, pero que yo me voy a permitir afrontar prioritariamente desde el punto de vista de un militar profesional con muchos años de servicio y, por lo tanto, con un amplio conocimiento de las armas portátiles. No conviene olvidar que la tragedia familiar que estamos comentando, con todas sus consecuencias políticas, históricas y sociales, tuvo como causa desencadenante un arma, una pistola, y hasta la fecha muy pocos historiadores, y desde luego ninguno militar experto en armas, se han atrevido a hincarle el diente a tan tenebroso tema; protegido, como todo lo que huele a monarquía y a Borbón en España, por un secreto pacto de silencio de los medios de comunicación (más bien de sus directores) que alguna vez habrá que erradicar del horizonte informativo español. Habrá que hacerlo aunque sólo sea por respeto a los ciudadanos de este país, que tienen todo el derecho del mundo a recibir información objetiva y valiente sobre hechos históricos trascendentes que han afectado a sus vidas.

Y para llegar al fondo de la cuestión, sin dejarnos absolutamente nada en el tintero, vamos a empezar por las hipótesis que sobre lo ocurrido se han barajado todos estos años por parte de integrantes de la propia familia Borbón, de amigos y confidentes de los dos protagonistas de la tragedia, y también por periodistas que tuvieron acceso privilegiado a determinadas informaciones relacionadas con la misma. Estas hipótesis, que tratan sencillamente de explicar lo ocurrido, son básicamente tres, a saber:

A) Juan Carlos apuntó en broma a
Alfonsito
y, sin percatarse de que el arma estaba cargada, apretó el gatillo.

B) Juan Carlos apretó el gatillo sin saber que la pistola estaba cargada y la bala, después de rebotar en una pared, impactó en el rostro de
Alfonsito
.

C)
Alfonsito
había abandonado la habitación para buscar algo de comer para Juan Carlos y para él. Al volver, con las manos ocupadas, empujó la puerta con el hombro.

La puerta golpeó el brazo de su hermano Juan Carlos quien apretó el gatillo involuntariamente justo cuando la cabeza de Alfonso aparecía por la puerta.

Ninguna de estas tres hipótesis podría ser tomada ni medianamente en serio por analista o experto que se precie. Son sólo eso, hipótesis rebuscadas, infantiles e inconsistentes para cualquiera que sepa algo de armas, explicaciones familiares interesadas para tratar de explicar la realidad, la auténtica realidad de unos hechos que, de haber sido investigados y aclarados como se supone se debe hacer en un Estado moderno y europeo, se hubieran podido acarrear responsabilidades penales para el entonces infante y heredero de Franco,
in pectore
, Juan Carlos de Borbón.

Pero la inconsistencia o no de cada una de estas hipótesis (justificaciones familiares, más bien para mentes ingenuas) las va a poder apreciar personalmente el lector en cuanto «haga suyas» las razones, esencialmente técnicas pero también históricas o de simple sentido común, que a continuación, en las páginas que restan del presente capítulo, voy a exponer lisa y llanamente.

Vayamos con ello.

El cadete Borbón tenía en su haber en el momento del extraño «accidente» (29 de marzo de 1956) nada menos que seis meses de instrucción militar intensiva (de septiembre de 1955 a marzo de 1956) y otros seis meses previos de instrucción premilitar (de enero a junio de 1955). A lo largo de los dos primeros trimestres de su estancia en la Academia General Militar de Zaragoza recibió, como todos y cada uno de los cadetes de l.° curso, una metódica instrucción de tiro con toda clase de armas portátiles (pistola, mosquetón, granada de mano, subfusil automático, fusil ametrallador…) con el fin de estar en condiciones de prestar servicio de guardia de honor en la Academia, una actividad tradicional de gran prestigio y solemnidad dentro de las obligaciones docentes en el primer centro de enseñanza militar de España.

Juan Carlos de Borbón conocía pues, en la Semana Santa de 1956, el uso y manejo de cualquier arma portátil del Ejército español y por lo tanto, con mas seguridad, el de una sencilla y pequeña pistola semiautomática como la Star de 6,35 mm. (o calibre 22 en su caso concreto), en cuya posesión estaba, según todos los indicios, desde el verano de 1955. ¿Cómo se le pudo disparar entonces esa pequeña pistola, apuntando además a la cabeza de su hermano Alfonso, si además previamente tuvo que cargarla (introducir el cargador con los cartuchos en la empuñadura del arma), después montarla (empujar el carro hacia atrás y luego hacia delante, para que un cartucho entrara desde el cargador a la recamara), a continuación desactivar el seguro de disparo con el que estaba dotada, y finalmente, presionar con fuerza el disparador o gatillo (venciendo las dos resistencias sucesivas que presenta, claramente diferenciadas) para que entrara en fuego?

Es prácticamente imposible, estadísticamente hablando, que a un militar medianamente entrenado se le escape accidentalmente un tiro de su arma si sigue el rígido protocolo aprendido en la instrucción correspondiente. Por ejemplo, en el caso de una pistola semiautomática (repito ordenadamente los conceptos que acabo de exponer para mejor comprensión del lector) es el siguiente:

1°. Introducir los cartuchos en el cargador.

2°. Colocar el cargador en su alojamiento de la empuñadura.

3°. Montar el arma desplazando el carro hacia atrás y hacia delante para que el primer cartucho entre en la recamara.

4°. Desactivar el seguro o seguros (normalmente dos o tres) de los que dispone.

5º. Apuntar el arma con precisión y sujetarla con fuerza si se quiere dar en el blanco, puesto que el retroceso del cañón (y por ende de la pistola) dificulta mucho el éxito del disparo.

6°. Apretar con fuerza el disparador de la pistola (vulgo, gatillo) venciendo las dos resistencias sucesivas que presenta para lograr finalmente que el disparo se efectúe.

¿Verdad que no es tan sencillo y rápido disparar una pistola? Pues claro que no, y es por ello por lo que a cualquier persona que conozca las armas y su manejo (como era el caso de
Juanito
) le resulte casi imposible equivocarse y que se le dispare una pistola sin querer. Una pistola se dispara cuando el que la maneja quiere y siempre que haya efectuado el protocolo de disparo antes señalado. Y una vez disparada, es muy difícil (prácticamente imposible) que el proyectil, sobre todo en los de pequeño calibre, se aloje en la cabeza de una persona causándole la muerte o daños irreparables si previamente el arma no ha sido apuntada con precisión a ese blanco humano, ya que el número de posibles líneas de tiro es sencillamente infinito. A no ser, claro está, que se dispare al albur contra una masa humana cercana.

Tanto es así que en mis cuarenta años de profesión militar no he conocido un solo caso, ni uno sólo, de que a un recluta, y mucho menos a un soldado veterano, se le disparase accidentalmente su arma y matara o causara lesiones graves a un compañero. Ni un solo caso, jamás, y eso que he tenido más de veinte destinos en el Ejército español y la mayoría de ellos en unidades muy operativas o de élite. Únicamente, estando destinado como jefe de Estado Mayor en la Brigada de Infantería de Zaragoza, fui testigo de un pequeño accidente doméstico cuando una bala se alojó en el suelo del salón de mi domicilio, ubicado encima del cuerpo de guardia, procedente del fusil CETME de un soldado que al pasar la correspondiente revista de armas tenía un cartucho en la recamara y al apretar el disparador, por orden expresa de su jefe, salió rauda en busca de mi modesta persona (o de alguna otra de mi familia) con un ángulo de tiro de 90 grados. Pero este disparo fortuito (que por ocurrir escasos días después del famoso 23-F provocó de inmediato en mi esposa un desgarrador alarido de pánico comparable, sin duda, al lanzado por los señores diputados en el Congreso cuando Tejero se lió a tiros con el techo del hemiciclo) de accidente no tuvo nada, sino de viciosa práctica común de los segundos jefes de las guardias de prevención de los cuarteles de toda España que, como malsana y antirreglamentaria norma, después de pedir a sus soldados que quitaran el cargador de su arma ordenaban a continuación apretar el gatillo para asegurarse expeditivamente que ninguno de ellos se iba al dormitorio con un cartucho en la recamara de su fusil de asalto.

Lo que sí he conocido, por supuesto, y muchas veces de cerca, han sido bastantes casos de suicidios, homicidios, asesinatos y lesiones irreversibles causadas por reclutas, soldados, e incluso mandos, en la persona de algún compañero o superior (normalmente con una estrecha relación con ellos) que en principio fueron presentados por sus jefes más inmediatos como «desgraciados accidentes» en el curso de la limpieza del arma o jugando con sus compañeros y, que, tras unas someras investigaciones decretadas por la superioridad, devinieron enseguida en acciones delictivas premeditadas y preparadas de antemano por el causante de la desgracia. Pero siempre, para preservar el honor y el buen nombre de la Institución castrense y paliar en lo posible el dolor de los deudos de las víctimas, seguirían siendo consideradas, a pesar de la investigación realizada, como desgraciados «accidentes laborales» sin responsabilidad alguna para sus causantes.

Hasta tal punto ha sido tan común esta práctica en el Ejército español (que, por cierto, continúa con ciertos matices en nuestros días) que, ya como norma, tras un hecho tan lamentable como el que estamos tratando, con resultado de muerte, los mandos intermedios involucrados en el mismo (coronel, teniente coronel…), ante la previsible reacción del general de turno, optaban siempre, de entrada, por apuntarse a la teoría del accidente, presentándolo a los medios de comunicación y a la sociedad como un hecho desgraciado, fortuito y totalmente imprevisible ante el uso por los soldados de armas cada vez más peligrosas, sofisticadas y de difícil manejo.

Pero, obviamente, esto no es así, ni mucho menos. Las armas de fuego las cargará el diablo, según el conocido dicho popular, pero son muy seguras en su manejo si el que las utiliza tiene unos elementales conocimientos de las mismas y cumple a rajatabla los protocolos y órdenes para su uso. Las pistolas, por ejemplo, disponen de dos, tres, y hasta cuatro seguros, para evitar que puedan dispararse al azar y es prácticamente imposible, en líneas generales, que esto ocurra pues para llegar al disparo, repito, hay que cumplir religiosamente con toda una serie de acciones previas sin las cuales la apertura de fuego nunca se producirá. Concretamente, en el caso que nos ocupa de la pequeña pistola en poder del entonces cadete
Juanito
(rey de España, después), en marzo de 1956, alguien tuvo que cargarla, montarla, desactivar los seguros de que disponía (salvo que hubiera sido manipulada), apuntarla a la cabeza del infante Alfonso y, por último, apretar el disparador con suficiente fuerza y determinación para vencer el muelle antagonista del que está dotado y que presenta dos resistencias o pasos sucesivos para que, al final del segundo, se produzca el golpe del percutor sobre el fulminante del cartucho y con ello, el letal disparo.

Prácticamente es imposible, vuelvo a insistir, que sin querer, sin que el que utiliza un arma esté dispuesto a dispararla, ésta entre en fuego. Yo por lo menos no he conocido ningún caso (los que llegaron a mí no resistieron la más somera de las investigaciones) de un accidente de verdad; y mucho menos a cargo de un soldado con instrucción básica de tiro, de un mando con instrucción superior o, como era el caso del príncipe Juan Carlos, de un caballero cadete de la AGM de Zaragoza con seis meses de instrucción intensiva. No quiero negar al 100% la posibilidad de que en Estoril ocurriera lo nunca visto y que, efectivamente, el diablo le jugara una mala pasada al díscolo
Juanito
de nuestra historia en forma de desgraciado o extraño accidente mientras se entretenía («jugaba», según el manido argot familiar) con su hermano disparando la pistolita de marras. ¡Por favor, un cadete del Ejército español, con 18 años de edad, jugando a pegar tiros de los de verdad en la habitación de su hermano pequeño! Pero en este caso existen abundantes indicios racionales, muy claros para un experto militar, que apuntan a lo contrario, a que el arma fue disparada a sabiendas de lo que podía ocurrir. Y que indefectiblemente ocurrió lo peor…

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