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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (9 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Algunos pensaron que yo era un niño mimado por el destino, una especie de hijito de papá o un habitante de otro planeta. Tuve que imponerme con los puños para convertirme en uno de ellos.

¡Vamos, señor Preston, como si se tratara de los latin king de ahora o grupo similar! Según usted (ya que para nada puede tomarse como verídica esa afirmación del cadete
Juanito
que, aunque lego en matemáticas y en otras muchas materias a lo largo de su vida, ha demostrado no ser tan tonto como para hacerla) en esa bendita Academia General Militar de Zaragoza (en las del Reino Unido parece ser que no) sus alumnos o se hacían un puesto con sus puños, demostrando cuanto antes al personal que eran más chulos que un San Luís o eran arrojados al ostracismo y a las tinieblas… Y sigue el referido historiador erre que erre con las «batallitas» académicas a cargo del infante metido a militar de carrera. En la página 123 apostilla textualmente:

En su primer año en Zaragoza, Juan Carlos sufrió las mismas novatadas y bromas que otros alumnos recién llegados. Años después recordaba no solo muchas de las novatadas que le habían gastado cuando llegó a Zaragoza, sino incluso sus nombres. «Tuve que hacer el reptil por el suelo del dormitorio, dormí con la monja (el sable), me hicieron los rayos X (dormir entre las dos tablas de una mesilla de noche)… »

Por supuesto que nada de esto es cierto y seguramente se lo habrá contado al escritor británico (por buscar alguna razón medianamente plausible) algún informador español sin escrúpulos que hizo el servicio militar obligatorio en las milicias universitarias. Juan Carlos no pudo sufrir ninguna novatada porque, como luego veremos, nunca se relacionó con la «plebe» académica (vulgo cadetes del montón) y únicamente un reducido grupo de selectos y elegidos compañeros de la aristocracia militar y política (la llamada, por el resto de cadetes, «banda del Borbón») tenía acceso diario a su alteza, que campaba por sus respetos dentro del centro y asistía a las clases (reservadas) que le daba la gana, preferentemente equitación, deportes, esgrima, tiro, idiomas y alguna que otra de táctica o historia. Y, por cierto, las novatadas que yo sufrí como cadete «nuevo» (recién ingresado en primer curso) en el año de gracia de 1953, fueron todas bastantes más duras e insufribles que estas de carácter angelical que pone el historiador en boca del príncipe/cadete.

Y como no quiero ponerme muy pesado con el supino desconocimiento que de la AGM de Zaragoza evidencia el historiador Paul Preston en su biografía sobre el rey Juan Carlos, paso ya a la última referencia reprobatoria. En la misma página 125, después de lo de las novatadas, el autor sentencia lo siguiente:

El príncipe tenía un sentido natural de las cosas justas. Prudentemente, sólo utilizó su rango para ayudar a otros. Así, cuando un compañero era castigado sin postre por alguna trastada, Juan Carlos protestaba de su postre para obtener una ración extra que pasaba a su amigo. Cuando se sumaba alegremente a las batallas de comida y otras jaranas, acababa confinado en el cuartel como los demás cadetes.

¡Y dale con las batallitas y las jaranas! ¡De vergüenza ajena, señor Preston! ¿Pero usted está hablando de los cadetes de una de las mejores Academias Militares del mundo, reconocida internacionalmente a pesar de las carencias y escasez de medios materiales del Ejército español, o del cuento de un colegio de ursulinas con niños mimados a quienes les quitan el postre por una trastada, con un «príncipe valiente» que se deja la piel para que un castigado amigo recupere el suyo, y con peleas de comida (parece ser que en el mismo comedor y a servilletazos) que terminan abruptamente con la monja superiora enviando al cuarto oscuro a los díscolos alumnos? ¡Por favor,
mister
Preston, un poco de seriedad de su parte.

Dejemos ya el laudatorio libro sobre el rey de España del señor Preston y centrémonos de nuevo en éste, en el que tiene en sus manos en estos momentos, amigo lector, y con el que pretendo, ya lo estoy haciendo, contarle la verdad, la cruda y obscena realidad sobre las aventuras políticas y militares del actual rey de España. Hay que volver a insistir que fue colocado en tal alto puesto por deseo expreso del dictador Franco y no por la confianza y manifestación colectiva del pueblo español que, aunque votó con una moderada mayoría la Constitución de 1978, no ha podido pronunciarse libremente todavía, más de treinta años después, sobre el inesperado retorno a España de una monarquía borbónica metida de matute en la Carta Magna y blindada hasta tal extremo que la hacen prácticamente inexpugnable.

Y esa verdad comienza con la llegada de Juan Carlos a la Academia Militar de Zaragoza, el 15 de septiembre de 1955, no como un cadete más adscrito a la XIV promoción de tan alto centro castrense, sino más bien como aristocrático protagonista del paripé institucional (o sainete castrense) montado por Francisco Franco desde El Pardo para hacerlo oficialmente militar antes que rey. El joven príncipe (aunque no «de Asturias», ya que el generalísimo se ha negado en redondo a refrendar una proposición en tal sentido del conde de Barcelona. pues quería tener las manos libres en el futuro para la definitiva designación de su futuro heredero) fue instalado no en un dormitorio colectivo, capaz para 60-80 alumnos como el resto de los que oficialmente iban a ser sus compañeros de primer curso, sino en un flamante apartamento, separado de los demás y con rigurosísimas medidas de acceso limitado a todos aquellos (profesores o alumnos) que no estuvieron debidamente autorizados por el general director del centro; es decir, que no formaran parte del entorno del duque de la Torre, director escénico del peculiar «teatrillo castrense» en el que durante cuatro largos años el sufrido
Juanito
iba a ejercer como protagonista, o del escaso número de cadetes de alto nivel procedentes de la aristocracia castrense y de la más rancia nobleza española que habían sido elegidos como «guardias de corps» (o pequeña corte marcial) para entretenerle y protegerle en su «peligroso y duro devenir académico».

Enseguida el alto y marcial cadete
Juanito
empezaría a luchar a brazo partido con su aparente duro destino, a desarrollar unas actividades de cadete
sui generis
que en nada se parecían a las que acometían diariamente, perdiendo el culo, la masa amorfa de cadetes de primer curso que se las veían y se las deseaban para poder cumplir con un horario y unas actividades académicas pensadas y planificadas para que ningún joven «normal» de la época pudiera abarcarlas al cien por cien, por mucho espíritu militar y afán castrense que guardara en su alma.

Así, a su alteza el caballero cadete Juan Carlos de Borbón (según la denominación oficial exigida por la dirección de la Academia) el horario académico normal no le condicionaría para nada. Se levantaba temprano, eso sí, entre otras razones porque a partir de las 06:20 horas, momento en el que el toque de diana (en días solemnes a cargo de la banda de música del centro en pleno) dejaba oír sus desgarradoras notas por pasillos y dormitorios, ya nadie era capaz de pegar un ojo en muchos kilómetros a la redonda de tan distinguido centro de enseñanza militar debido al ruido ambiental que generaba. Después asistía a muy pocas clases y cuando acudía a alguna de las denominadas «duras»: matemáticas, organización militar, táctica …, siempre era en «plan mirón» y previo aviso de la jefatura de Estudios para que nada ni nadie se saliera del guión preestablecido. Sí le gustaba acudir, por el contrario, a clases de equitación, gimnasia (sólo deportes), instrucción en orden cerrado (desfiles), en orden abierto (ejercicios tácticos sobre el terreno), natación, esgrima y, sobre todo, instrucción de tiro, pues su afición a las armas de fuego era muy grande y disfrutaba lo suyo disparando con toda clase de armas portátiles, sobre todo pistolas, aunque siempre en
petit comite
y rodeado de los suyos. Debido a esa afición personal, nunca faltaría en su primer año de permanencia en Zaragoza a un ejercido de tiro con fuego real de los que con gran profusión realizaban los cadetes de primer curso para llegar cuanto antes al conocimiento y uso seguro de toda clase de armas portátiles (pistolas, subfusiles, fusiles ametralladores, granadas de mano…) y poder acceder así al servicio de guardia de honor en la Academia, un tradicional y muy prestigioso servicio de armas que despertaba siempre en la población maña, sobre todo en domingos y días de fiesta, una curiosidad muy especial. Por lo tanto no debe extrañar a nadie que, muy pocos meses después de su llegada a Zaragoza, el cadete
Juanito
sobresaliera ya como un consumado deportista, un aventajado équite y un consumado experto en el conocimiento y uso de armas de fuego.

***

El reducido y selecto grupo de compañeros del infante Juan Carlos de Borbón, hábilmente elegidos por el comandante Armada, ayudante del general Martínez Campos, le acompañarían pegados a su cuerpo en todas y cada una de sus salidas sabáticas a la capital maña, en busca de un merecido descanso semanal del guerrero. Nos referimos a ese necesario regocijo corpóreo juvenil del cadete recogido con gracia en el conocido dicho cuartelero y que después ha hecho fortuna en el acervo popular español:

Sábado sabadete, la alegría del cadete, camisa nueva y polvete.

Los habituales y más recónditos lugares de reunión y desmadre académico castrense, lo que hoy conoceríamos como «sitios de marcha o movida», aunque respetando escrupulosamente las formas externas (pues no conviene olvidar que estamos hablando de los años 50 en la España nacional/católica franquista y de los alumnos de una de sus más emblemáticas Academias Militares), pronto verían entre sus clientes habituales al joven Borbón dedicándose, protegido por su cohorte de amigos y guardaespaldas, a la no muy noble pero comprensible tarea de divertirse de lo lindo bebiendo vino tinto y degustando tapas en La Espiga o en Casa El Abuelo, saboreando
gin-fizz
o cuba libres en las salas de fiestas del Paseo de la Independencia o acudiendo, dando esquinazo al ubicuo servicio de vigilancia de la Academia, a una de las profusas casas de lenocinio (autorizadas, controladas y vigiladas sanitariamente por el «mea pilas» Régimen franquista como mal menor y para evitar que millones de jóvenes españoles del sexo masculino se refugiaran en la homosexualidad ante la imposibilidad manifiesta de mantener relaciones sexuales con sus compatriotas del sexo opuesto, obligadas a la virginidad hasta que el sacrosanto matrimonio llamara a sus puertas) que se agrupaban en tropel en el Casco Viejo de Zaragoza, con «El Tubo» como eje principal. Era allí donde los cadetes con pedigrí podían pagar con vales de bar de la Academia si sus reservas en metálico, en números rojos, estaban a la espera de recibir la indispensable asignación paterna mensual.

Pero en general, el cadete Borbón mantenía una actitud bastante distante con la «plebe cadeteril» en sus salidas de fin de semana. De hecho, rara fue la vez que se le pudo ver por Zaragoza «alternando» con cadetes sin nombre o paisanos advenedizos. Tanto fue así que a las pocas semanas de comenzado el curso eran ya legión en la Academia los que sospechaban que algunos (o quizá todos) de esos establecimientos de desmadre zaragozano (donde en repetidas ocasiones se dirimían verdaderas batallas entre cadetes y universitarios, celosos estos últimos por el indudable éxito con las chicas de los primeros) eran avisados con antelación de la visita del denominado «clan del Borbón» y actuaban en consecuencia, aislando convenientemente una sala VIP donde el principito de marras pudiera solazarse sin testigos. Pero aún así, alguna que otra «hazaña» de
Juanito
trascendería a los demás cadetes y círculos mejor informados de la sociedad aragonesa que siempre permanecían atentos a lo que de novedoso pudiera ocurrir en el afamado centro de enseñanza militar ubicado en el desértico paraje de San Gregorio. Como cuando el infante, enfrascado en un ligue multitudinario con tres o cuatro chicas, no siguió la estela de su grupo y se perdió en una de las tascas del céntrico laberinto zaragozano, teniendo que ser buscado, encontrado y rescatado por el jefe del servicio de vigilancia que lo envió respetuosamente de inmediato a la Academia.

Así las cosas, la vida sabática del joven Borbón no fue en absoluto disipada, por lo menos en los seis primeros meses de su permanencia en Zaragoza. Esa actitud cambiaría ostensiblemente después de la Semana Santa de 1956, tras el trágico suceso que tuvo lugar en Estoril y que luego analizaremos con todo lujo de detalles. Muchos fines de semana se alojaba en el Gran Hotel, el mejor establecimiento de la capital aragonesa, donde recibía las visitas protocolarias del duque de la Torre y de su ayudante, el comandante Armada (estos contactos contribuirían a potenciar la larga y profunda amistad con el marqués de Santa Cruz de Rivadulla, que duraría hasta la desgraciada fecha del 23-F) y donde llegó a conocer (y a confraternizar en demasía con él) al notario Antonio García-Trevijano, que sabiendo de sus aficiones por los coches deportivos no dudó un instante en prestarle su impresionante automóvil deportivo Pegaso Z-102 para que se moviera a sus anchas por las afueras de Zaragoza, lo que haría montar en cólera a su exigente preceptor y a su augusto padre.

Según muchos de sus compañeros
Juanito
se comportaba en general en la Academia como un muchacho débil, acomplejado, inseguro e introvertido, pero que a veces, sobre todo cuando se había tomado unas copas, se crecía, sacaba a flor de piel una escondida arrogancia. Además, quizá dolido por las críticas institucionales y mediáticas contra su padre, empezaba a gritar a todo el mundo «que pronto sería rey de España y todo en su familia cambiaría radicalmente», dejando bastante confundidos y asustados a sus circunstanciales compañeros. Pero su moral personal no era muy alta, ya que no hacía nada sin consultar a su preceptor, al ayudante del preceptor o al comandante Valenzuela, que le acompañaba siempre en todos los actos académicos. Su coeficiente intelectual parecía más bien bajo, sensiblemente por debajo de la media, y en clase aparecía casi siempre distraído y ausente, a excepción de las que le gustaban especialmente como las ya reseñadas de carácter deportivo y militar. Los escasos juicios y comentarios que se permitía hacer en público eran tomados frecuentemente «a chacota» por amigos y cadetes, que se referían después a ellos como «cosas del Borbón».

El 15 de diciembre de 1955 juró Bandera en un acto tradicionalmente solemne pero que en esa ocasión, presidido por el ministro del Ejército, general Muñoz Grandes, no debió parecerle especialmente grato al infante metido a militar con calzador pues el antiguo jefe de la División Azul, afín a la Falange y antimonárquico visceral, no hizo la mas mínima referencia a su presencia allí, ni en su discurso institucional, ni tampoco a lo largo de todo el desarrollo de tan marcial acto castrense.

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