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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (27 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Reviso los télex que tengo sobre la mesa. Nada nuevo todavía. Meras especulaciones sobre imprecisas encuestas. No puedo confeccionar nada riguroso con estos datos. Redacto, no obstante, un escueto parte informativo al JEME recalcándole que no me ha llegado ninguna novedad importante, ni de tipo general ni tampoco relacionada con el histórico evento político que estamos viviendo. Con arreglo a mis propósitos voy a tratar de ser prudente al máximo; la situación no permite alegrías ni irresponsabilidades.

Casi son las ocho y media de la tarde. Con arreglo a las instrucciones recibidas, me dirijo al despacho del JEME, situado a no más de veinte metros del mío, en la misma planta. Entro en el despacho de ayudantes, anejo al del JEME. En la puerta, siete u ocho soldados con uniforme de campaña y armados con el CETME reglamentario charlan despreocupadamente. En el interior, mucha gente: los dos ayudantes (un teniente coronel y un comandante), tres o cuatro generales de la casa (entre ellos el G-2), un par de jefes de Estado Mayor de la Secretaría del EME, un camarero repartiendo sándwiches y cervezas, el oficial de guardia del Cuartel General, algunas personas más vestidas de paisano…

El general G-2 parece respirar aliviado al verme y se dirige hacia mí como una exhalación.

Enseguida me pregunta: «¿Trae el parte? ¿Alguna novedad?» Lee el escrito con rapidez y parece desilusionarse un poco. Como antes en mi despacho, susurra nuevamente: «Todavía es pronto, claro. Muy pronto. Yo se lo pasaré al JEME. ¡Hasta luego!» Y con el papel en la mano, sorteando a los hombres que de pie, bocadillo en mano, intentan alimentarse un poco de cara a las horas que se avecinan, se introduce decidido en el
sancta sanctorum
del Ejército español.

Sobre las 21:30 horas, de nuevo en mi despacho, recibo una llamada sorpresa. Un teniente coronel del Cuarto Militar de la Casa Real, que parece ser ha recibido información parcial sobre lo que está ocurriendo en el Cuartel General del Ejército a través de algún canal reservado de Inteligencia, quiere datos precisos sobre la reunión de alto nivel que allí se está celebrando: autoridad que la ha convocado, participantes, orden del día, medidas extraordinarias adoptadas…

Reacciono de inmediato. Le contestó que no estoy autorizado para facilitarle semejante información. Después le aconsejo que se dirija a la División de Inteligencia del EME, para obtenerla, y sin mayores explicaciones cuelgo el aparato. «Con el rey hemos topado. No seré yo quien se vaya de la lengua en un momento como éste», mascullo para mis adentros. Además, soy consciente de que la Casa Real, que mantiene un contacto permanente con los servicios secretos castrenses, del Estado, de la Policía Armada y de la Guardia Civil, está ya al tanto de cuanto se «cocina» en la plaza de la Cibeles de Madrid. Otra cosa será que se atreva o no a intervenir. El que no podrá hacerlo, estoy seguro, será el Gobierno de Adolfo Suárez que, nuevamente «puenteado» por todos sus subordinados militares, no se enterará de nada.

Desde las 22 a las 24 horas me dedico, sin perder un segundo, a la monótona tarea de confeccionar partes de novedades electorales. Todo lo que TVE, las radios más importantes del país y del extranjero, los teletipos, los teléfonos (de mi despacho y de los dos auxiliares) dejan caer en mis oídos, mis ojos y mi mesa, queda automáticamente reflejado en los folios de mi carpeta de órdenes. Resumo con rapidez datos, rumores, noticias más o menos contrastadas, pronósticos, comentarios… Los agrupo por grados de fiabilidad, de mayor a menor. A medida que pasan las horas, algunas cifras, muy pocas, van pasando a los primeros puestos pero, en general, soy escéptico. No quiero pillarme los dedos y, además, el tiempo trabaja a favor de la sensatez. Si llegamos al amanecer sin que algo irreparable se haya producido, habrá muchas menos probabilidades de que ese «algo» tenga lugar a lo largo del nuevo 16-J por muy desfavorables que hayan resultado las urnas.

El general G-2 no se separa ni un solo instante de mi lado. Sólo al dar las medias horas, con el último parte redactado a mano, abandona mi despacho y se va al del JEME. Regresa a los pocos minutos y vuelta a empezar. Una y otra vez. Él no colabora mucho en la redacción de los informes. Bastante nervioso, se limita a ir de un medio de comunicación a otro y a hacer comentarios en voz baja. Pero, por lo menos, respeta mi labor. Los datos no llegan, obviamente, con la rapidez deseada por el mando y algunos partes se repiten. Sin embargo, procuro siempre que algo nuevo, un juicio personal o un comentario, desarrollen el anterior.

El parte de las doce de la noche es bastante más amplio que los precedentes. Recoge ya algunos datos fiables, aunque todavía incompletos. La UCD aparece en primera posición con un numero de sufragios favorables en torno al 30% y tendencia a estabilizarse; la derecha de Fraga, semihundida, no llega al 7% y con tendencia a la baja; los socialistas del PSOE se sitúan alrededor del 18% de los votos emitidos y los comunistas muy cerca del 13%, con tendencia a una ligera subida en algunos de sus feudos tradicionales. Nada preocupante de momento, aunque estos primeros resultados oficiosos se apartan bastante de lo pronósticos oficiales, que asignaban una casi segura mayoría absoluta a la coalición liderada por Adolfo Suárez, unos buenos resultados al partido de Manuel Fraga y un techo sensiblemente menor a las formaciones tradicionales de la izquierda.

Esta vez, el general de Inteligencia no vuelve enseguida de su entrevista con el JEME. Sobre las doce y veinte de la madrugada me llama por teléfono. Me comunica que está reunido con el general Vega y con los demás generales del Cuartel General. No cree que la reunión termine antes de las doce y media, por lo que si a esa hora no ha regresado, deberé personarme en la misma con los últimos informes. Efectivamente, el G-2 no aparece a las doce y media, y un manto de silencio envuelve a esa hora pasillos y despachos. La actividad en el Estado Mayor del Ejército parece haber decaído espectacularmente en los últimos minutos, como si la hora mágica de la media noche, por un lado, y la secreta reunión de alto nivel que tiene lugar en el despacho del jefe del Ejército, por otro, hubieran invitado a oficiales, suboficiales y soldados a dar por finalizada, por lo menos aparentemente, su dilatadísima jornada laboral.

Espero unos minutos mas y con un par de télex recién descifrados, procedentes de dos importantes capitanías generales, encamino mis pasos hacia el despacho del general Vega.

Recorro quince o veinte metros de pasillo en dirección sur, giro a la derecha, avanzo diez o doce metros más y me paro en seco. ¿Qué es eso? Estoy a unos tres o cuatro metros de la amplia entrada a la oficina de ayudantes del JEME y la sorpresa me obliga a quedarme quieto. Poco a poco mi rostro se relaja en una sonrisa: diez o doce soldados en uniforme de campaña y con los fusiles de asalto pegados a sus cuerpos, en atípica formación, duermen plácidamente en el suelo taponando la puerta. Paso por encima de ellos, sin dejar de sonreír. Casi río abiertamente cuando, atravesado el corpóreo obstáculo, saludo con un «buenas noches» a los dos jefes ayudantes que, «solos en la madrugada», permanecen sentados impecablemente en sus sillas, como si en esos momentos el reloj marcara las once de la mañana.

Intuyendo mi sorpresa por lo que acabo de ver el teniente coronel ayudante inicia una justificación:

-El JEME, ante la larga noche que nos espera, ha autorizado a los soldados de la escolta a sentarse en la puerta. A los pocos minutos estaban durmiendo. Están mejor así.

No tengo nada que objetar, por supuesto, pero las preguntas que me formulo a mi mismo son obvias: ¿Qué hacen una decena de soldados armados durmiendo en la puerta del puesto de mando del jefe del Ejército de Tierra a la una de la madrugada del 16 de junio de 1977, escasas horas después del cierre de los colegios electorales en la primera llamada a las urnas tras cuarenta años de dictadura? ¿De qué peligro defienden a su amo y señor? ¿Por qué han sido llamados a este servicio armado cuando a pocos metros de distancia, en las compañías de la Agrupación de Tropas del Cuartel General, más de mil hombres permanecen acuartelados?

¿Entra dentro de los planes del JEME ausentarse próximamente de su puesto de mando y necesita para ello una fuerte escolta personal?

No lo comprendo, la verdad. Pero a estos interrogantes seguirán otros en la larga noche que nos espera. Pido permiso al teniente coronel ayudante para entrar directamente al despacho del JEME. Abro la pesada puerta que separa la oficina de ayudantes del amplio despacho del jefe operativo del Ejército. En voz alta solicito autorización para entrar en él. El batiburrillo imperante en su interior casi me impide oír la rápida invitación del JEME para que pase.

Reacciono. Sorteando las inmóviles figuras que de pie departen entre sí, me acerco a la mesa de operaciones donde el general Vega y dos de sus colaboradores más cercanos (uno de ellos lo reconozco enseguida como el general G-2) charlan en voz muy baja inclinados sobre papeles y mapas. Me presento de manera reglamentaria. El JEME se levanta visiblemente complacido por mi presencia y me tiende la mano.

-¿Cómo va todo? -me pregunta-. ¿Alguna novedad? ¿Datos concretos?

-Sin novedad, mi general. Traigo datos contrastados pero en porcentajes todavía no significativos -le contesto mientras le entrego el informe de las 00: 30 horas.

El jefe del Ejército se vuelve hacia la mesa y coge unos papeles que tiene sobre ella. El general G-2 se acerca a él con otros parecidos. De pie, a mi lado, los dos confrontan mis números con los suyos, recibidos sin duda a través de la División de Inteligencia. Ponen buena cara; los números parecen coincidir y no son preocupantes. Me da la impresión de que ambos se relajan bastante con este rápido chequeo electoral.

El jefe del Ejército se dirige de nuevo a mí:

-Gracias, comandante, vuelve en cuanto tengas algo nuevo. El general jefe de Inteligencia va a permanecer conmigo hasta que haya algo oficial. Si se produce una novedad importante, quiero saberla al segundo.

Salgo del despacho de ayudantes, pasando otra vez por encima de los cuerpos de los soldados que duermen placidamente en el pasillo. Ninguno se ha movido de su sitio y ninguno ha soltado su fusil de asalto reglamentario. «¡Pobres muchachos, obligados a ser soldados contra su voluntad!», pienso. Son casi protagonistas de una historia que ellos, seguramente, ni siquiera saben que están viviendo. Por eso nunca podrán contar a nadie que la transición política española, la mágica, la increíble, la exportable transición española, estuvo durante bastante horas de un día de junio de 1977 en el punto de mira del Ejército al que ellos pertenecían por culpa de la leva forzosa.

Mi peregrinaje al despacho del JEME continuó durante toda la noche. Los centinelas siguieron durmiendo beatíficamente en el pasillo; los generales allí reunidos siguieron durante bastantes horas, arropando a su jefe entre canapés, cafés bien cargados y alguna que otra cervecilla; los ayudantes continuaron impertérritos en sus puestos con el retrato de Franco enfrente de sus ojos; y el todopoderoso JEME, el hombre que podía cambiar la historia de España en cualquier segundo de aquella pesada noche electoral, no paró de acumular informes, partes, télex y telefonemas, con la moral muy alta e inasequible al desaliento.

A las seis de la mañana, con datos ya fiables y seguros sobre el triunfo (aunque no por mayoría absoluta) de la UCD, el hundimiento de Fraga con Alianza Popular y los moderados resultados del PSOE y del PCE (más importantes, no obstante, de lo que deseaban los jerarcas castrenses reunidos en Madrid alrededor de su jefe), después de una exhaustiva ronda de contactos con todas las capitanías generales que llevé personalmente, el JEME ordenó desmontar el operativo instalado en su despacho y en el mío. Los «guardias de corps» de la puerta de ayudantes fueron despertados amablemente por el sargento que los mandaba y que controlaba su sueño desde un sillón estratégicamente situado en el pasillo; la alerta máxima en la que permanecían los mil soldados de la Agrupación de Tropas del Cuartel General, fue desactivada; la orden de alerta uno o «prevención para la acción», cursada reservadamente en las primeras horas de la mañana a las principales unidades operativas de Madrid: Brigada Paracaidista, División Acorazada Brunete, Caballería… etc., fue anulada; los generales de las divisiones del Estado Mayor, del Mando Superior de Personal, de Apoyo logístico del Ejército, de la Capitanía General de Madrid, de las grandes unidades de la capital… abandonaron el palacio de Buenavista en pocos minutos a bordo de sus coches oficiales. El JEME, agradeciendo los servicios prestados a todo el mundo, se retiró, visiblemente cansado, a su pabellón del palacio. El inquieto general de Inteligencia todavía tuvo energía personal suficiente como para, sobre mi mesa, tomar bastantes apuntes finales y darme un abrazo de compañero y amigo antes de despedirse. El oficial de cifra y mis dos auxiliares directos (oficial y suboficial), con evidente profesionalidad, me pidieron instrucciones para el resto de la noche; proposición que yo, en aquellos momentos y en mi fuero interno, tomé como un auténtico sarcasmo.

Así terminó la peculiar y, sin duda, harto peligrosa reunión de la cúpula militar del Ejército de Tierra español en la tarde/noche del 15 de junio de 1977, primer día electoral en este país después de cuarenta años de dictadura, el segundo momento especialmente difícil de la transición española a la democracia y el segundo pulso de los generales franquistas a su jefe supremo, el rey Juan Carlos. Éste, a pesar de recibir información precisa y en tiempo real de todo lo que estaba ocurriendo en el despacho del jefe operativo del Ejército, optaría otra vez por no actuar, por callar, otorgar y dejar hacer, consiguiendo con ello de nuevo el éxito gracias sobre todo al pueblo español que acudió a las urnas con gran serenidad y prudencia después de tantos años de no poder hacerlo.

Pero a pesar de este triunfo, todavía tendría que enfrentar el inefable heredero del autócrata importantes retos futuros del antiguo poder castrense franquista, tal como la conspiración que en su contra empezó a tejerse en el otoño de 1980, y que amenazaría con hacer saltar todo por los aires. Y para contrarrestar la cual, esta vez sí que actuaría, desde bastidores, por supuesto, saltándose a la torera la Constitución y las leyes, autorizando una chapucera maniobra palaciega (a cargo de sus cortesanos militares) que le saldría rematadamente mal, operativamente hablando, pero que, curiosamente, reforzaría su poder y predicamento entre unos incautos ciudadanos españoles que desconocían (y en gran medida todavía desconocen a día de hoy) los entresijos de tan nefasta operación real: la popularmente conocida desde entonces como «23-F».

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