Ôshima coge la tarjeta, la lee, vuelve a depositarla sobre el mostrador.
—Señora Soga —dice Ôshima—. En la escuela, cuando pasaban lista, Soga iba delante de Tanaka y detrás de Sekine. ¿Puso usted alguna objeción a esto? ¿Exigió alguna vez que lo leyeran al revés? ¿Se enfada porque en el alfabeto la «ge» va detrás de la «efe»? ¿Piensa hacer la revolución porque la página 68 del libro va detrás de la 67?
—Esto es diferente —replica airada elevando el tono de voz—. Usted está todo el rato confundiendo las cosas de manera deliberada.
Al oírlo, la mujer baja que sigue tomando notas ante la estantería se acerca corriendo.
—
Confundiendo las cosas de manera deliberada.
—Ôshima repite las palabras de su interlocutora como si las subrayara.
—¿Lo niega acaso?
—
Red herring
—dice Ôshima. La mujer llamada Soga se queda con la boca abierta, muda—. En inglés hay una expresión que se llama
red herring
. Se refiere a algo que capta el interés y que desvía la atención del tema central. Un arenque rojo. Lo que no puedo explicarle, sin embargo, con mis pobres conocimientos, es de dónde viene esta expresión.
—Sean caballas o arenques, usted está intentando eludir la cuestión.
—Hablando con propiedad, lo que yo hago es una analogía Ôshima. Según Aristóteles, se trata de uno de los más eficaces métodos en el arte de la oratoria. Los ciudadanos de la antigua Atenas utilizaban y disfrutaban cotidianamente de este engaño intelectual. Claro que es una verdadera lástima que, en la Atenas de aquella época, la definición de ciudadano no incluyera a las mujeres.
—¿Se está burlando de nosotras?
—A lo que yo me refiero es a lo siguiente. Si ustedes tienen tiempo para ir a una pequeña biblioteca de una pequeña ciudad, husmear por todas partes y tratar de poner pegas a cómo están los lavabos y las fichas catalográficas, también podrían encontrar otras maneras más efectivas de defender los justos derechos de las mujeres de este país. Nosotros nos desvivimos para que esta biblioteca sea de alguna utilidad en la región. Hemos reunido una excelente colección de textos para gente que ama los libros. Ponemos todo nuestro corazón en el trato con el público. Quizás ustedes no lo sepan, pero nuestra colección de estudios y documentos sobre poesía, que abarca desde la era
Taishô
hasta mediados de
Shôwa
, goza de una gran reputación en todo el país. Tenemos defectos, por supuesto. Y también limitaciones, eso ni siquiera hace falta decirlo. Pero hacemos cuanto podemos. Fíjense más en lo que hemos conseguido y menos en lo que no hemos podido conseguir. ¿Acaso no reside en esto la justicia?
La mujer alta mira a la baja y la baja alza la vista hacia la alta.
Entonces la baja habla por primera vez. Su voz es aguda y chillona.
—Lo que usted está haciendo, en definitiva, es eludir la cuestión empleando argumentos vacíos para no tener que asumir la responsabilidad que le toca.
En realidad
, lo que está usted llevando a cabo no es más que un pobre intento de autojustificación. Usted es un patético ejemplo histórico de macho falócrata.
—
Patético ejemplo histórico
—repite Ôshima impresionado. Por el tono de su voz, parece que le gusta bastante cómo suena la frase.
—Es decir, que usted es el típico macho machista —dice la alta, incapaz de contener la ira.
—
Macho machista
—repite de nuevo Ôshima.
La baja, ignorándolo, prosigue:
—Usted esgrime pretextos machistas baratos formulados para seguir manteniendo inalteradas sus prerrogativas sociales, rebaja usted a la mujer como género a una ciudadanía de segunda categoría y pretende despojar a las mujeres de sus derechos legítimos. Quizá su postura sea más inconsciente que deliberada, pero este hecho, a mi parecer, agrava todavía más su delito. Usted quiere preservar sus privilegios como macho a costa del sufrimiento de la mujer. Y esta falta de conciencia inflige un perjuicio indecible tanto a la mujer como a la sociedad en su conjunto. El tema de los lavabos y de la catalogación de las fichas no es más que un pequeño detalle, por supuesto. Pero donde no existen los detalles no existe el todo. Y empezar por los detalles es la única forma posible de erradicar de esta sociedad la falta de conciencia que la lastra. Éste es nuestro principio de actuación.
—Y así es como siente cualquier mujer bien nacida —añade la otra con semblante inexpresivo.
—«¿Cualquier mujer bien nacida no actuaría así, al comprobar las desgracias paternas, las que compruebo yo de día y de noche que se acrecientan más que menguan?»
[23]
—dijo Ôshima.
Las dos, una junto a la otra, permanecen mudas como un iceberg.
—
Electra
, de Sófocles. Una obra maravillosa. La he releído muchas veces. A propósito, la palabra «género» es, ante todo, un término gramatical. Para expresar la diferencia física entre hombres y mujeres, creo que sería más exacta la palabra «sexo». En este caso, se hace un uso erróneo de la palabra «género». Son unos pequeños detalles lingüísticos, claro está. —A esto le sigue un silencio gélido—. Sea como sea, lo que dicen ustedes está equivocado de base —comenta Ôshima con tono calmado pero tajante—. Yo no soy un patético ejemplo histórico de macho machista.
—¿Y podría explicarnos de una forma fácil de entender dónde reside esta equivocación de base? —pregunta la mujer baja con aire desafiante.
—Sin analogías ni
alardes
intelectuales, por favor —agrega la alta.
—De acuerdo. Voy a explicárselo de una manera sincera y fácil de entender, sin analogías ni
alardes
intelectuales —dice Ôshima.
—Se lo ruego —dice la alta. Y la otra asiente con un conciso gesto afirmativo.
—Pues, en primer lugar, porque yo no soy un hombre —declara Ôshima.
Las dos se quedan sin palabras, perplejas. También yo contengo el aliento y le echo una mirada rápida a Ôshima, a mi lado.
—No haga bromas estúpidas —replica la mujer baja tras un intervalo. Pero da la impresión de que lo dice sólo por decir algo. Sin convicción.
Ôshima se saca la cartera del bolsillo de sus pantalones, extrae de ésta un carnet plastificado y se lo da. El carnet incluye una fotografía. Al parecer, es el carnet de identificación personal de algún hospital. La mujer baja lee lo que pone en el carnet, frunce el ceño y se lo entrega a la alta. Ésta lo lee a su vez y, tras dudar unos instantes, se lo devuelve a Ôshima con cara de estar pasándole un mal naipe.
—¿Quieres verlo tú también? —me pregunta Ôshima.
Sacudo la cabeza en ademán negativo. Él introduce el carnet en la cartera y se la guarda de nuevo en el bolsillo de los chinos. Luego, deposita ambas manos sobre el mostrador.
—Por lo tanto, como ustedes han podido comprobar, tanto desde el punto de vista biológico como desde el punto de vista legal, yo soy, sin ningún género de dudas, una mujer. Lo que significa que sus afirmaciones están equivocadas de
base
. Es evidente que yo no puedo ser el típico macho machista.
—Pero… —La mujer alta empieza a hablar, pero no logra encontrar las palabras para proseguir. La baja mira al frente con los labios apretados, dándose tirones a la manga de la blusa con la mano derecha.
—Sin embargo, aunque tenga un cuerpo de mujer, mi mente es totalmente masculina —prosigue Ôshima—. Yo, desde el punto de vista psicológico, vivo como un hombre. Por lo tanto, podría ser cierto aquello que ha dicho usted del
ejemplo histórico
. Tal vez yo sea un redomado sexista. Pero, aunque tenga este aspecto, no soy lesbiana. Mis preferencias sexuales se decantan por los hombres. Es decir, que aunque sea una mujer, soy
gay
. Jamás he usado la vagina, siempre practico el sexo anal. Mi clítoris es sensible, pero mis pezones no demasiado. No tengo la menstruación. ¿Qué voy a discriminar yo? ¿Me lo pueden explicar?
Los tres nos volvemos a quedar sin palabras. Enmudecemos. Alguien carraspea y el sonido resuena por la estancia de un modo improcedente. El tictac del reloj de pared suena más fuerte y más seco que nunca.
—Lo siento en el alma, pero antes me he quedado a media comida —dice Ôshima risueño—. Estaba comiéndome un rollito de atún y espinacas. A medio rollito, ustedes me han llamado y yo he venido. Si lo dejo mucho rato, tal vez aparezca algún gato del vecindario y se lo coma. En esta zona hay muchísimos gatos. Porque mucha gente abandona a los gatitos en un pinar que hay en la playa. Así que, si no les importa, voy a seguir con mi almuerzo. Ustedes procedan como si estuviesen en su casa. Esta biblioteca tiene las puertas abiertas a todos los ciudadanos. Mientras no incumplan las normas de la biblioteca ni molesten a los lectores, son libres de hacer lo que deseen. Observen lo que quieran y todo el tiempo que quieran. Son libres de escribir lo que deseen en su informe. Claro que, posiblemente, a nosotros nos traiga sin cuidado. Jamás hemos recibido subvención ni indicación alguna. Siempre hemos hecho las cosas de la manera que nos ha parecido más acertada. Y es lo que, además, pretendemos seguir haciendo.
Al irse Ôshima, se miran la una a la otra en silencio y, a continuación, las dos me miran a mí. Tal vez piensan que soy el novio de Ôshima. Yo sigo ordenando las fichas catalográficas sin decir nada. Las dos susurran un rato junto a las estanterías, pero pronto recogen sus cosas y se van. La expresión de sus rostros es muy dura. Al recoger las mochilas en el mostrador ni siquiera me dan las gracias.
Poco después, Ôshima vuelve de almorzar. Me da dos rollos de espinacas. Una especie de tortillas de color verde, en salsa bechamel, rellenas con verduras y atún. Me los como de almuerzo. Caliento agua y me preparo un Earl Grey.
—Todo lo que he dicho antes es cierto —declara Ôshima al regresar de almorzar.
—¿Es a eso a lo que te referías cuando decías que eras una persona especial? —pregunto yo.
—No es que me enorgullezca de ello, pero supongo que comprendes que no estaba exagerando, ¿verdad?
Asiento, en silencio.
Ôshima sonríe.
—No cabe duda de que pertenezco al sexo femenino, pero apenas me han crecido los pechos y la menstruación no me ha venido una sola vez. Sin embargo, tampoco tengo pene, ni testículos, ni me crece la barba. En resumen, que no tengo nada de nada. Vaya, ligero y sin cargas sí que estoy. Claro que, posiblemente, tú no puedas comprender cómo me siento.
—Posiblemente no —admito yo.
—A veces no lo comprendo ni yo. «Pero ¿qué diablos soy?», me pregunto. «¿Pero qué diablos soy yo?».
Sacudo la cabeza.
—¿Sabes, Ôshima? A veces yo tampoco sé quién soy.
—La típica crisis de identidad.
Asiento.
—Pero tú al menos tienes algún
indicio
. Y yo no.
—Ôshima, seas lo que seas, a mí me gustas, ¿sabes? —le digo. Es la primera vez en mi vida que pronuncio unas palabras parecidas. Me sonrojo.
—Gracias —dice Ôshima. Luego me pone con suavidad una mano en el hombro—. Es cierto que soy
un poco
diferente a los demás. Pero,
fundamentalmente
, yo también soy un ser humano. Me gustaría que lo tuvieras claro. No soy ningún fantasma. Soy un hombre normal. Y siento lo mismo que los demás, actúo igual que ellos. Sin embargo, a veces esta pequeña diferencia me parece un abismo insalvable. Claro que esto no tiene solución, lo mires como lo mires.
Alcanza el largo y afilado lápiz de encima del mostrador y se lo queda contemplando. El lápiz parece una extensión de sí mismo.
—Esto quería confesártelo lo antes posible. Quería que lo oyeras directamente de mis labios antes de que te lo dijera otra persona. Así que hoy…, en fin, ésta ha sido una buena ocasión. Claro que no puede decirse que haya resultado muy agradable, ¿no?
Asiento.
—Pero, tal como puedes ver, también soy un ser humano y también me he sentido discriminado en diversas ocasiones —explica Ôshia—. Y sólo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Sólo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que T. S. Eliot llama «hombres huecos».
[24]
Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas. Personas, en definitiva, como esa pareja de antes. —Ôshima suspira y hace girar entre sus dedos el largo lápiz—. Sean
gays
, lesbianas, heterosexuales, feministas, cerdos fascistas, comunistas, Hare Krishnas. A mí tanto me da. A mí no me importa la bandera que enarbolen. Lo que yo no puedo soportar es a esos tipos
huecos
. Y cuando se me pone uno delante no me puedo aguantar. Acabo soltando más cosas de la cuenta. Antes, por ejemplo, hubiera podido dejar que hablasen. O llamar a la señora Saeki y permitir que ella se encargara del asunto. Ella lo hubiera solucionado con cuatro sonrisas. Pero yo soy incapaz de hacerlo. Acabo diciendo cosas que no debería decir, haciendo cosas que no debería hacer. No puedo controlarme. Ése es mi punto débil. ¿Y sabes por qué?
—¿Porque si te tomaras en serio a cada una de las personas sin imaginación que se te pusieran delante no darías abasto? —pregunto.
—Exacto —dice Ôshima. Y con la goma del lápiz se aprieta suavemente la sien—. En realidad, es eso. Pero quiero que recuerdes una cosa, Kafka Tamura. Y es que los que mataron al novio de adolescencia de la señora Saeki no fueron otros que esa clase de sujetos. Sujetos estrechos de miras, intolerantes y sin imaginación. Tesis desconectadas de la realidad, terminología vacía, ideales usurpados, sistemas inflexibles. Son estas cosas las que a mí, realmente, me dan miedo. Son estas cosas las que yo temo y odio con todo mi corazón. Es importante saber qué es correcto y qué no lo es, por supuesto. Sin embargo, los errores de juicio personales pueden corregirse en la mayoría de los casos. Si uno tiene la valentía de reconocer su error, las cosas, generalmente, se pueden arreglar. Pero la estrechez de miras y la intolerancia de la gente sin imaginación son igual que parásitos. Provocan cambios en el cuerpo que les acoge y, mudando de forma, se reproducen hasta el infinito. Y eso no hay manera de detenerlo. Y yo, semejantes sujetos, no quiero que entren
aquí
. —Ôshima señala las estanterías con la punta del lápiz. Se refería, por supuesto, a la totalidad de la biblioteca—. Yo no puedo tomarme a risa a gente como ésa.