—Nakata no tiene muchas opiniones. Pero le gusta la anguila.
—Pues eso ya es una opinión. Que la anguila te gusta.
—¿La anguila también es una opinión?
—Claro. Decir que la anguila te gusta es una opinión notable.
De esta guisa, fueron hasta Fujigawa. El camionero se llamaba Hagita.
—Nakata, ¿y tú adónde crees que irá a parar el mundo? —le preguntó el camionero.
—Mil perdones. Pero Nakata es tonto y esas cosas no las sabe —dijo Nakata.
—Opinar no tiene nada que ver con ser listo o tonto.
—Sí, pero ¿sabe usted, señor Hagita?, si uno es tonto, no puede pensar en las cosas.
—Pero a ti te gusta la anguila, ¿no es así?
—Sí, la anguila es uno de los platos favoritos de Nakata.
—¿Ves? Eso es una conexión.
—…
—¿Te gusta el
oyakodon?
[25]
—Sí. El
oyakodon
es otro de los platos favoritos de Nakata.
—¿Ves? Ésa es otra conexión —dijo el camionero—. Y, si seguimos así, sumando unas con otras, pues, de golpe, van cobrando sentido. Y cuantas más se juntan, más profundo es el sentido que adquieren. Tanto da que sea anguila, como
oyakodon
, como pescado a la plancha. Cualquier cosa sirve. ¿Lo captas?
—No, no lo entiendo muy bien. ¿Es que la comida relaciona las cosas?
—No sólo la comida. También los trenes, o el emperador. Cualquier cosa sirve.
—Nakata no coge nunca el tren.
—Muy bien. ¿Ves? Lo que yo quiero decir, en pocas palabras, es que, puesto que una persona está viviendo, la relación entre ésta y todo lo que la rodea, no importa lo que sea, cobra sentido de una manera natural. Y lo más importante es si esto sucede de una manera espontánea o no. No se trata de ser inteligente o tonto. La cuestión es si ves las cosas con tus propios ojos o no las ves.
—Usted, señor Hagita, es muy inteligente.
Hagita soltó una carcajada.
—¡Bah! No se trata de ser inteligente o no. Yo no lo soy demasiado. Sólo que tengo mis propias ideas. Y por eso los demás me encuentran pesado. «Ya está éste liando las cosas», dicen. Porque, ¿sabes?, si intentas pensar por ti mismo, te quedas solo.
—Lo que yo todavía no entiendo es si hay una conexión entre que me guste la anguila y me guste el
oyakodon
.
—Pues, simplificando, sí la hay. Entre tú, Nakata, como ser humano, y las cosas relacionadas contigo, seguro que hay una conexión. De la misma manera que la hay entre la anguila y el
oyakodon
. Y si este esquema de conexiones lo vamos ampliando y ampliando, irá surgiendo de forma natural tu relación con el capitalismo, tu relación con el proletariado.
—Pro…
—Proletariado —repitió Hagita y apartó sus grandes manos del volante y se las mostró a Nakata. A Nakata le parecieron guantes de béisbol—. El proletariado somos la gente que trabajamos duro, que nos ganamos el pan con el sudor de nuestra frente. Y los que están sentados en una silla sin mover un dedo, que van mandando a los demás que hagan esto y aquello y que ganan cien veces más que yo, pues ésos son los capitalistas.
—A los capitalistas, yo no los conozco. Nakata es pobre y no conoce a la gente importante. De la gente importante, Nakata sólo conoce al señor gobernador de Tokio. ¿El señor gobernador es un capitalista?
—Pues, sí, más o menos. Los gobernadores son los perros de los capitalistas.
—¿El señor gobernador es un perro? —preguntó Nakata recordando el enorme perro negro que lo había llevado a casa de Johnnie Walken. Y su siniestra imagen se sobrepuso a la del gobernador.
—El mundo está lleno de ese tipo de perros. Claro que no responden más que a la voz de su amo.
—¿La voz de su amo?
—Perros que corren a hacer lo que les dice su dueño.
—¿Y no hay gatos capitalistas? —preguntó Nakata.
Al oírlo, Hagita soltó una carcajada.
—¡Mira que eres raro, Nakata! ¡Ostras! Me encanta la gente como tú. ¿Que si hay gatos capitalistas? ¡Jo! Ésa sí que es una opinión original.
—Oiga, señor Hagita.
—¿Qué?
—Nakata es pobre y cada mes recibía un subsidio del señor gobernador. ¿Estaba eso mal?
—¿Y cuánto te daban cada mes?
Nakata se lo dijo. Hagita sacudió la cabeza, pasmado.
—Pues hoy en día debe de ser difícil vivir con semejante miseria, ¿no?
—No tanto. Es que Nakata gasta poco dinero. Además, Nakata buscaba los gatos del barrio que se habían perdido y los dueños le daban un estipendio.
—¡Vaya! Así que eres un buscador de gatos profesional —dijo Hagita admirado—. ¡Eres verdaderamente único!
—A decir verdad, Nakata puede hablar con los gatos —se decidió a confesarle Nakata—. Nakata entiende el lenguaje de los gatos. Así que es capaz de encontrar los gatos perdidos.
Hagita asintió.
—Ya veo. ¿Sabes hacer todo eso? Me dejas de piedra.
—Pero hace poco, de repente, Nakata perdió la facultad de hablar con los gatos. ¿A qué pudo deberse?
—El mundo cambia a diario, Nakata. Cada día, al llegar la hora, anochece. Pero el mundo ya no es el mismo que el día anterior. Tú, Nakata, no eres el mismo que ayer. ¿Me captas?
—Sí.
—También las conexiones cambian. Quién es capitalista y quién es proletario. Dónde está la derecha y dónde está la izquierda. La revolución informática, las opciones en la compra de acciones, la fluctuación de capitales, la reestructuración laboral, las empresas multinacionales… Lo que está bien y lo que está mal. La línea divisoria entre las cosas se ha ido borrando gradualmente. Que tú hayas dejado de hablar con los gatos tal vez se deba a eso.
—La diferencia entre derecha e izquierda Nakata sí la entiende. Mira, ésta es la derecha y ésta la izquierda. ¿Está bien?
—Sí —asintió Hagita—. Está bien.
Al final, los dos entraron en el restaurante de un área de servicio y Hagita pidió dos raciones de anguila y pagó la cuenta. Nakata argumentó que él quería pagar como agradecimiento por llevarlo en el camión, pero Hagita sacudió la cabeza.
—¡Ni hablar! Tú no eres rico. ¿Con la miseria que te da el gobernador de Tokio quieres alimentarme a mí?
—Muchas gracias. Muy agradecido por su amabilidad —dijo Nakata aceptando su gentileza.
Nakata se pasó alrededor de una hora preguntando a los conductores que había en el área de servicio de Fujigawa, pero no encontró uno solo que quisiera llevarlo. A pesar de ello, ni se impacientó ni se desanimó. En su mente, el tiempo transcurría muy despacio. O no transcurría, simplemente.
Con la intención de tomar un poco el aire, Nakata salió afuera y empezó a vagar sin rumbo por los alrededores. El cielo estaba despejado, incluso se distinguía con toda claridad la superficie de la luna. Nakata recorrió el aparcamiento dando al andar golpecitos en el suelo con la punta del paraguas. Había innumerables camiones de gran tonelaje que parecían estar tomándose un respiro, hombro con hombro, igual que ganado. Algunos podían llegar a tener veinte ruedas de la altura de un hombre. Nakata se quedó contemplando toda aquello durante unos instantes. Tantos vehículos, tan enormes, circulando por la autopista. ¿Qué debían de transportar? Nakata era incapaz de imaginárselo. Si pudiera ir leyendo, letra a letra, lo que ponía en los contenedores, ¿podría adivinar qué había dentro?
Llevaba un rato andando cuando descubrió en un extremo del aparcamiento, en una zona donde apenas había coches, unas diez motos aparcadas. Cerca de las motos había un grupo de jóvenes que gritaban. Formaban un círculo, parecía que estaban rodeando algo. Nakata sintió curiosidad y decidió ir a mirar. Puede que hubiesen encontrado algo extraño. Al acercarse descubrió que los jóvenes estaban pegando y pateando, hiriendo en definitiva, a otro que yacía en el centro del círculo. La mayoría no tenía nada en las manos, pero había uno que llevaba una cadena. Otro sostenía un bastón negro parecido a una porra de policía. La mayoría iba con el pelo teñido de rubio o de color castaño. En cuanto a la ropa, llevaban camisas de manga corta desabrochadas, camisetas o camisetas sin mangas. Algunos lucían tatuajes en los hombros. Y el hombre derribado en el suelo al que estaban pegando y pateando era, evidentemente, otro individuo de la misma calaña. Cuando oyeron acercarse a Nakata acompañado por los golpecitos de su paraguas, algunos de ellos se volvieron y le lanzaron una mirada acerada. Al darse cuenta de que era un viejo inofensivo bajaron la guardia.
—¡Eh, tío! Lárgate —gritó uno.
Nakata siguió adelante, ignorándolo. El hombre tendido en el suelo escupía sangre por la boca.
—Sale sangre. Se va a morir —dijo Nakata.
Los hombres enmudecieron.
—Oye, tío, ¿quieres que de pasada te matemos a ti también? —preguntó el que llevaba la cadena.
—Total da el mismo trabajo cargarse a uno que a dos.
—No se debe matar a nadie sin tener una razón —comentó Nakata.
—«No se debe matar a nadie sin tener una razón» —repitió uno mofándose, y los otros rieron.
—Nosotros tenemos nuestras razones. Y si nos lo cargamos o no, a ti eso no te importa. Así que abre esta mierda de paraguas y lárgate antes de que llueva —dijo otro.
El hombre tirado en el suelo empezó a arrastrarse y uno de cabeza rapada le dio con todas sus fuerzas una patada en el costado con sus pesadas botas de trabajo.
Nakata cerró los ojos. Sentía cómo en su interior algo empezaba a brotar en silencio. Algo que ni él mismo podía controlar. Lo asaltaron unas ligeras náuseas. Las imágenes de cuando había matado a Johnnie Walken afloraron de repente a su memoria. La sensación de cuando le había clavado el cuchillo seguía intacta en su mano.
«Conexión»
, pensó Nakata. ¿Sería eso también una de las conexiones de las que hablaba Hagita? Anguila = cuchillo = Johnnie Walken. Las voces de los hombres le llegaban distorsionadas, no podía distinguirlas bien. Se mezclaban con el sonido de las ruedas sobre el asfalto que llegaba sin interrupción de la autopista, formando un rumor extraño. El corazón se le contraía con fuerza y expedía la sangre hasta el último rincón de su cuerpo. La noche lo envolvía.
Nakata alzó la vista al cielo, abrió despacio el paraguas, se lo puso sobre la cabeza. Luego retrocedió unos pasos con infinitas precauciones. Dejó un espacio entre los hombres y él. Miró a su alrededor y volvió a dar unos pasos atrás. Al verlo, los hombres se rieron.
—¡Cómo se pasa este tipo! —exclamó uno—. Ha abierto el paraguas de verdad.
Pero no rieron por mucho tiempo. Porque del cielo empezaron a caer, de pronto, unos extraños objetos viscosos. Se estrellaban contra el suelo, a sus pies, con extraños chasquidos. Los hombres dejaron de patear a su presa acorralada y, uno tras otro, fueron alzando la vista al cielo. En el cielo no se veían nubes. Pero aquello seguía precipitándose desde lo alto. Al principio era uno, luego otro, pero la cantidad fue aumentando gradualmente y, al final, se convirtió en un diluvio. Aquello que caía del cielo medía unos tres centímetros. Era negrísimo. A la luz del alumbrado del aparcamiento se veía como una nieve de un reluciente color negro. Esa especie de nieve siniestra les daba en los hombros, en los brazos, en la nuca, se les iba quedando adherida a medida que caía, ellos intentaban quitársela de encima con la mano, pero no lo lograban.
—¡Son sanguijuelas! —gritó alguien.
Ésa fue la señal para que todos echaran a correr por el aparcamiento, gritando a todo pulmón, en dirección a los lavabos. A medio camino, uno de ellos chocó contra un pequeño vehículo que circulaba, pero el coche avanzaba a muy poca velocidad y el hombre, al parecer, no resultó herido. Era un joven que iba teñido de rubio, al incorporarse, empezó a golpear con todas sus fuerzas el capó del coche con la palma de la mano mientras, a voz en grito, echaba maldiciones al conductor. Luego, al ver que apenas podía hacer nada más, se precipitó hacia los lavabos renqueando.
La lluvia de sanguijuelas siguió cayendo con fuerza durante un rato, pero luego empezó a amainar y, al final, cesó. Nakata cerró el paraguas, sacudió las sanguijuelas que había encima y fue a ver cómo se encontraba el hombre tendido en el suelo. A su alrededor había montones de sanguijuelas retorciéndose y no se acercó demasiado. Por supuesto, el hombre derribado estaba sepultado en sanguijuelas. Al fijar la vista, vio que tenía el párpado partido y que le chorreaba sangre. También parecía tener varios dientes rotos. Nakata no podía hacer nada. Tendría que pedir ayuda. Volvió andando al restaurante y comunicó a los empleados que en un rincón del aparcamiento había un joven herido tendido en el suelo.
—Si no llama usted a la policía puede morir —advirtió Nakata.
Poco después encontró a un camionero que prometió llevarle hasta Kôbe. Un hombre de unos veinticinco años y ojos somnolientos. Llevaba cola de caballo, un pendiente en una oreja, una gorra de béisbol de los Chûnichi Dragons.
[26]
Estaba solo, leyendo un comic y fumándose un cigarrillo. Vestía una llamativa camisa hawaiana y calzaba unas grandes zapatillas Nike. No era muy alto. Arrojaba sin vacilar la ceniza de su cigarrillo en el caldo de los
raamen
que había dejado en el bol. Clavó la mirada en Nakata y asintió con desgana.
—Vale. Te llevaré. Te pareces a mi abuelo. En la pinta y en la manera de hablar… Al final chocheaba. Se murió hace poco.
Le explicó que llegaría a Kôbe antes de que amaneciera. Transportaba muebles para unos grandes almacenes de esa ciudad. Al salir del aparcamiento se encontraron con que varios vehículos habían colisionado. Unos cuantos coches de la policía habían acudido. Las luces rojas de emergencia giraban, algunos policías, con luces de señalización en la mano, dirigían los coches que entraban y salían del área de servicio. No se trataba de un accidente grave. Sin embargo, eran varios los vehículos que habían chocado en cadena. Había una camioneta con la carrocería abollada, un turismo con las luces de posición rotas. El camionero, sacando la cabeza por la ventanilla abierta, se puso a hablar con un policía. Luego cerró la ventanilla.
—Por lo visto, han caído montones de sanguijuelas del cielo —dijo sin inmutarse—. Las ruedas de los coches las han aplastado, el camino ha quedado muy resbaladizo y algunos conductores han perdido el control de sus vehículos. Me ha dicho que conduzca despacio, con mucho cuidado. Aparte de eso, se ve que una banda motorizada de la zona la ha armado gorda y que ha habido un herido. Sanguijuelas y bandas motorizadas. ¡Vaya combinación! La policía va a estar pero que muy ocupada.