—Pero ¿cómo debo matarlo? Ni siquiera sé el tamaño que tiene, ni la pinta que tiene. No sé absolutamente nada. Así no se pueden hacer planes para matar a alguien, ¿no te parece?
—No importa cómo lo hagas. Puedes golpearlo con un martillo. Clavarle un cuchillo. Estrangularlo. Quemarlo. Matarlo a mordiscos. Utiliza el método que prefieras. Lo importante es que deje de respirar. Debes liquidarlo con firmeza y determinación. Tú estuviste en el Ejército de Autodefensa, ¿verdad? Aprendiste a disparar un fusil gracias al dinero de los contribuyentes, ¿no? Aprendiste a utilizar la bayoneta, ¿no? Eres un soldado, ¿no? Pues entonces debes de ser capaz de decidirlo tú solito.
—En el ejército aprendí las técnicas de combate normales —protestó Hoshino débilmente—. Pero nadie me enseñó cómo tender una emboscada y machacar con un martillo a una
cosa grande que no es una persona y que ni siquiera sé qué forma tiene
.
—Él intentará pasar por la «puerta de entrada» —dijo el gato ignorando las palabras del joven—. Pero no debe hacerlo. No tiene que entrar bajo ningún concepto. Hay que detenerlo antes de que acceda a la «puerta de entrada». Esto es fundamental. ¿Lo has comprendido? Si dejamos escapar esta oportunidad, no tendremos otra.
—Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años.
—Exacto —dijo Toro—. Claro que eso es sólo una expresión.
—Pero, Toro, el tipo ese puede ser muy peligroso, ¿no? —preguntó Hoshino medrosamente—. ¿Y si es él el que acaba matándome a mí?
—Mientras se esté desplazando
quizá
no sea tan peligroso —dice el gato—. Pero en cuanto deje de moverse sí puede serlo. Y mucho. Por lo tanto, no dejes pasar la oportunidad de atacarlo mientras esté en movimiento. Dale entonces el golpe de gracia.
—
¿Quizá?
—pregunta Hoshino.
El gato negro no respondió. Con los ojos entrecerrados se desperezó sobre la barandilla y se incorporó despacio.
—Hasta luego, Hoshino. No metas la pata y mátalo. Si no, Nakata no acabará de morir del todo. No podrá descansar en paz. Y tú apreciabas mucho a Nakata, ¿verdad?
—Sí, era un buen hombre.
—Entonces, mata a ese tipo. Ya sabes, una gran determinación en el pensamiento, y luego ejecutas tu idea sin dudarlo un instante. Esto es lo que Nakata hubiera querido que hicieras. Y tú lo harás por Nakata. Los
requisitos
que él tenía han recaído en ti. Tú, hasta ahora, has sido un vivalavirgen, has eludido todas las responsabilidades. Ahora es el momento de pagar tu deuda. No la pifies. Cuentas con mi apoyo.
—Eso es alentador —dijo Hoshino—. Oye, se me acaba de ocurrir una cosa.
—¿Qué?
—Eso de que la puerta de entrada continúe abierta, ¿no será porque es una especie de señuelo para atraer al tipo ese?
—Es posible —dijo Toro, el gato negro, como si el hecho careciera de importancia—. Por cierto, Hoshino, me he olvidado de decirte una cosa. El tipo sólo puede moverse por la noche. Es muy posible que se ponga en movimiento a altas horas de la noche. Así que duerme bien durante el día. Que no te pille dando cabezadas y desaproveches la oportunidad.
El gato negro saltó grácilmente de la barandilla al tejado de la casa vecina y se marchó con la cola erguida. Para lo grandote que era, el gato era muy ágil. El joven siguió con los ojos la figura gatuna que se alejaba. El gato no se volvió ni una sola vez.
—¡Jo! —dijo el joven—. ¡Me rindo!
Cuando el gato desapareció, Hoshino fue a la cocina y buscó utensilios que pudieran servirle como arma. Había un cuchillo de cortar pescado con la hoja terriblemente afilada, y una pesada macheta. En la cocina no había más que los cacharros de cocina básicos, pero contaba con un extenso surtido de cuchillos. Aparte de los cuchillos encontró un martillo grande y pesado y una cuerda de nailon. Y también un punzón de picar hielo.
«¡Ojalá tuviera un fusil automático!», pensó Hoshino mientras rebuscaba en la cocina. En el Ejército de Autodefensa, el joven había aprendido a usarlo y siempre sacaba una puntuación muy alta en las prácticas de tiro. Pero no hace falta decir que en la cocina no encontró ninguno. Además, si en aquella tranquila urbanización empezaran a sonar disparos de fusil automático, podría armarse la de san Quintín.
Hoshino dejó el cuchillo, la macheta, el punzón, el martillo y la cuerda bien alineados sobre la mesita de la sala de estar. Luego se sentó al lado de la piedra y empezó a acariciarla.
—¡Joder! ¡Mira que…! —le dijo Hoshino a la piedra—. Esta historia de que tengo que luchar armado con cuchillos y mazas contra no
sé qué bicho
no tiene ni pies ni cabeza, ¿no te parece? Ya no te cuento lo de que me dé las instrucciones un gato negro del barrio. Ponte en mi lugar. ¡Mira que…!
Pero, por supuesto, la piedra no hizo ningún comentario.
—Toro, el gato negro ese, me ha dicho que
quizá
no sea peligroso, pero eso, en definitiva, es sólo un
quizá
. No es más que una suposición optimista. Si hay algún error y se me aparece un bicho tipo
Parque Jurásico
, ya me dirás qué hago. ¡Adiós, Hoshino! Pobre de mí.
Silencio.
Hoshino cogió el martillo y lo blandió en el aire.
—Pero, pensándolo bien, también esto es el destino. Desde el momento en que recogí a Nakata en la estación de servicio de Fujigawa, ya estaba escrito que acabaría sucediendo esto. Yo debía de ser el único que no lo sabía. El destino es algo muy raro —dijo Hoshino—. ¡Eh, piedrecita! ¿Y a ti qué te parece?
Silencio.
—¡Qué le vamos a hacer! Por más que me queje es el camino que he elegido. Y no me queda más remedio que seguirlo hasta el final. No tengo ni idea de la mala pinta que tendrá el bicho ese, de lo asqueroso que puede llegar a ser, pero ¡en fin!, ¡qué más da! Me dejaré la piel en el intento. Mi vida habrá sido corta, pero habré pasado muy buenos ratos. También ha habido cosas interesantes en mi vida. Según Toro, el gato negro, ésta es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años. Algo grande, vamos. Tampoco estará tan mal que me coronen de laureles. O a mi cadáver. Todo sea por Nakata.
La piedra seguía guardando silencio.
Tal como le había dicho el gato, Hoshino echó una cabezadita sobre el sofá en previsión de la noche. Hacer la siesta por órdenes de un gato le resultaba extraño, pero, en cuanto se tendió en el sofá, durmió profundamente alrededor de una hora. A última hora de la tarde fue a la cocina, descongeló marisco al curry, lo echó por encima del arroz y se lo comió. Luego, al caer la noche, se sentó junto a la piedra con los cuchillos y el martillo al alcance de la mano.
Apagó la luz de la habitación, aunque dejó encendida una lamparilla. Le pareció que era mejor así. Se trataba de algo que sólo se movía de noche. Mejor dejárselo todo bien oscuro. Hoshino quería acabar lo antes posible. «Si tienes que salir, sal de una puta vez y zanjemos el asunto. Luego me volveré a mi apartamento de Nagoya y le daré un telefonazo a alguna tía».
El joven había dejado de hablarle a la piedra. Guardaba silencio, inmóvil, echando de vez en cuando una ojeada al reloj. Cuando se aburría, cogía los cuchillos o el martillo y los blandía en el aire. De ocurrir algo sería a medianoche, se dijo. Pero también era posible que fuese antes, no podía dejar pasar la oportunidad. «Es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años», pensó. No podía hacer el burro. Cuando notaba un vacío en la boca, roía alguna galleta salada o bebía agua mineral.
—¡Eh, piedrecita! —le susurró Hoshino a la piedra a medianoche—. Por fin son las doce pasadas. La hora de las brujas. Tengamos los ojos bien abiertos a ver si pasa algo.
Hoshino tocó la piedra. Le dio la sensación de que la superficie de la piedra estaba un poco más caliente que de costumbre. Pero eso tal vez fueran figuraciones suyas. Para infundirse ánimos acarició la superficie de la piedra varias veces.
—Cuento con tu apoyo, ¿verdad? Es que Hoshino necesita todo el apoyo moral que pueda conseguir.
Eran poco más de las tres de la madrugada cuando, desde la habitación donde yacía Nakata, le llegó una especie de susurro amortiguado. El sonido de algo reptando por encima del tatami. Pero en el cuarto de Nakata no había tatami. El suelo estaba cubierto por una alfombra. El joven levantó la cabeza, aguzó el oído. No cabía ninguna duda. Ignoraba a qué se debía aquel ruido, pero en la habitación donde yacía Nakata estaba ocurriendo algo. El corazón empezó a latirle con fuerza. Agarró el cuchillo de cortar pescado con la mano derecha, la linterna con la izquierda. Se colgó el martillo del cinturón, se levantó del suelo.
—¡Allá voy! —gritó sin dirigirse a nadie en particular.
Hoshino se dirigió, ahogando sus pasos, hacia la puerta del cuarto de Nakata y la abrió con cuidado. Apretó el interruptor de la linterna y dirigió rápidamente el haz de luz hacia donde estaba el cadáver. Era de allí de donde procedía el susurro, no había duda. La luz de la linterna iluminó un cuerpo blanco, largo y delgado. En aquel preciso instante reptaba hacia fuera por la boca del cadáver, serpenteando y retorciéndose. Por la forma, recordaba un calabacín. El grosor sería equivalente al del brazo de un hombre robusto. La longitud total era una incógnita, pero ya debía de haber salido alrededor de la mitad. El cuerpo era viscoso, resbaladizo y despedía una luz blanca. La boca de Nakata estaba abierta de par en par, como la de una serpiente, para permitir el paso de aquel cuerpo. Incluso era posible que se le hubiese desencajado la mandíbula.
Hoshino tragó saliva ruidosamente. La mano que sostenía la linterna empezó a temblar, y con ella el haz de luz. «¡Joder! ¿Cómo voy a matar esto?», pensó. Por lo que alcanzaba a ver, no tenía brazos, ni piernas, ni ojos, ni nariz. Era tan resbaladizo que no había por donde agarrarlo. ¿Cómo podía liquidar para siempre una cosa así? Además, ¿qué tipo de criatura era aquello?
¿Habría vivido siempre, de modo similar a un insecto parásito, oculto dentro del cuerpo de Nakata? ¿O se trataba del alma de Nakata? ¡No, no podía ser! La intuición le decía que eso era imposible. Una cosa tan desagradable como aquélla no podía haber estado dentro del cuerpo de Nakata. «Si eso lo sé hasta yo», se dijo Hoshino. «Esta cosa habrá venido de vete a saber dónde y, a través de Nakata, querrá escabullirse por la puerta de entrada. Aparece cuando le da la gana y utiliza a Nakata a su antojo, como si fuera un pasadizo. No puedo permitir que le haga esto a Nakata. Tengo que matarlo, sea como sea. Tal como ha dicho Toro:
tener una gran determinación en el pensamiento y luego ejecutar tu idea con decisión
. Adelante».
Se acercó resueltamente a Nakata y clavó el afilado cuchillo de cortar pescado cerca de lo que parecía ser la cabeza de la cosa blanca. Lo extrajo, volvió a clavarlo. Repitió la acción una y otra vez. Pero aquel cuerpo apenas oponía resistencia a las cuchilladas. Sólo notaba como si le estuviera clavando el cuchillo a unas verduras tiernas. Debajo de la superficie blanca y resbaladiza no había carne, ni huesos, ni vísceras, ni cerebro. Tan pronto retiraba el cuchillo de la herida, aquella especie de mucosidad cerraba inmediatamente la brecha. No manaban de las heridas ni sangre ni fluido corporal alguno. «Este bicho es completamente insensible», pensó Hoshino. Por más agresiones que recibiera, la cosa seguía, como si nada, deslizándose por la boca de Nakata, reptando en su imparable avance hacia fuera.
Hoshino arrojó el cuchillo al suelo, volvió a la sala de estar, cogió la macheta que había dejado sobre la mesita y volvió al cuarto. Luego la abatió con todas sus fuerzas sobre la cosa blanca. Al primer golpe le partió la cabeza por la mitad. Tal como suponía Hoshino, dentro no había nada. Estaba rellena de la misma sustancia blanca, imprecisa, que la piel exterior. Tras asestarle varios golpes de macheta, finalmente una parte de la cabeza acabó separándose del cuerpo. La parte desprendida quedó retorciéndose en el suelo como una babosa, pero pronto dejó de moverse, como si hubiese muerto. Con todo, este hecho no logró detener el avance del resto del cuerpo. La mucosidad recubría las heridas que se cerraban en un abrir y cerrar de ojos, y por la parte que había quedado seccionada se producía un aumento de volumen y el cuerpo recobraba así su forma original. Y seguía avanzando sin tregua.
La cosa blanca salió completamente de la boca de Nakata y mostró su cuerpo en toda su longitud. Mediría, en total, alrededor de un metro, e incluso tenía cola. Gracias a la cola, Hoshino pudo estar seguro, por primera vez, de dónde se localizaba la cabeza. La cola era pequeña y gorda como la de una salamandra. En el extremo se afinaba de repente. No tenía patas. No tenía ojos, ni boca, ni nariz. Pero podía jurarse que estaba provista de voluntad.
«Mejor dicho, esta cosa no tiene nada más que voluntad»
, pensó Hoshino. No le hacía falta la lógica para comprenderlo. «Sólo mientras se desplaza, vete a saber por qué, toma
casualmente
esta forma». Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. De todas formas, debía acabar con aquello.
A continuación, el joven probó con el martillo. Tampoco dio resultado. Al golpear con aquel mazacote de hierro, la parte que recibía el impacto se hundía de manera sorprendente, pero la mucosidad y la suave piel de alrededor iban recubriendo el boquete y la cosa recuperaba enseguida su aspecto original. Luego Hoshino se hizo con la mesita de la sala y, agarrándola por las patas, golpeó con ella la cosa blanca. Pero, aunque le dio con todas sus fuerzas, no logró detenerla. No se desplazaba deprisa, pero, reptando como una serpiente poco diestra, se estaba dirigiendo ya a la habitación vecina, donde estaba la piedra de la entrada.
«Este bicho es diferente a cualquier otro animal», pensó Hoshino. «A este bicho no se le puede liquidar con ninguna arma. No tiene vísceras donde clavarle el cuchillo, ni garganta que estrangular. ¿Qué puedo hacer? Si no se me ocurre nada, llegará a la “puerta de entrada”. Y eso no puedo permitirlo. Es un bicho maligno. Toro, el gato negro, ya me lo ha dicho: “Cuando lo veas, lo sabrás”. Y sí, tenía razón. En cuanto lo he visto lo he comprendido. A esto no se lo puede dejar con vida».
Hoshino fue a la sala de estar en busca de otra cosa que pudiera usar como arma. No encontró nada. Luego sus ojos toparon con la piedra, a sus pies. La piedra de la entrada. Quizá pudiera aplastar a la cosa esa con ella. Envuelta en la oscuridad, parecía estar rodeada de una aureola de un tenue color rojo. El joven se agachó e intentó levantarla, sólo para probar. La piedra se había vuelto terriblemente pesada y no la pudo mover ni un milímetro.