Me aparto de la ventana, me siento en una silla. Una silla de madera, dura, de respaldo recto. Hay tres sillas en total y, delante de las sillas, una mesa. La mesa es cuadrada, parece que la han barnizado repetidas veces. En las paredes estucadas que circundan la habitación no hay colgado ningún cuadro, ninguna fotografía, ningún calendario. Sólo las paredes blancas, desnudas. Del techo pende una bombilla. La bombilla está cubierta por una sencilla pantalla de cristal. La pantalla amarillea a causa del calor.
La habitación está muy limpia. Deslizo un dedo por encima de la mesa, por los marcos de las ventanas, no hay ni una mota de polvo. Ninguna sombra empaña los cristales de las ventanas. Ni los cacharros, ni la vajilla, ni la instalación de la cocina son nuevos, pero todo está reluciente y bien cuidado. En un extremo del tablero de la cocina hay un par de hornillos eléctricos de aire anticuado. Aprieto el interruptor. La luz roja del piloto se enciende al instante.
Aparte de la mesa y de las sillas, el antiguo televisor en color metido en una gran caja de madera es el único mueble de la habitación. Debe de haber sido fabricado hace unos quince o veinte años. No tiene mando a distancia. Diría que lo han recogido de alguna parte. (De hecho, todos los electrodomésticos de la cabaña parecen haber sido rescatados de la basura. Están limpios y funcionan bien, pero todos son modelos antiguos y están descoloridos). Al encender el televisor, veo que están pasando una película antigua.
Sonrisas y lágrimas
. En Primaria, el profesor nos llevó al cine, la vi en pantalla grande. Es una de las contadas películas que vi de pequeño (porque no tenía a ningún adulto que me llevara al cine). Al severo y testarudo padre, el Colonel Trapp, lo envían a Viena y, mientras tanto, María, la institutriz, lleva a los niños de excursión a la montaña. Sentados en la hierba, todos cantan canciones inocentes al son de la guitarra. Una escena muy conocida. Tomo asiento frente al televisor y me quedo mirando la película como embrujado. Si hubiera tenido a mi lado a una María durante mi infancia, mi vida habría sido muy distinta. (Lo cierto es que pensé lo mismo la primera vez que vi la película). Pero no hace falta decir que nunca apareció nadie así.
Vuelvo a la realidad. ¿Por qué me tengo que quedar aquí, ahora, mirando con tanta seriedad
Sonrisas y lágrimas?
En primer lugar, ¿por qué
Sonrisas y lágrimas?
¿Tendrá esta gente una antena parabólica que esté captando las ondas de algún satélite? ¿O se trata de una cinta de vídeo que ha puesto alguien en alguna parte? Concluyo que es una cinta. Porque, al cambiar de canal, veo que sólo pasan
Sonrisas y lágrimas
. En los otros canales, lo único que se ve en la pantalla es nieve. Esta inmaculada y áspera imagen, junto con los parásitos acústicos, me hace imaginar, literalmente, una tormenta de nieve.
En la escena en que cantan
Edelweiss
apago el televisor. El silencio vuelve a la habitación. Como tengo mucha sed me dirijo a la cocina, saco la jarra de leche del frigorífico y bebo. Es una leche espesa y fresca. Su sabor es muy distinto al de la leche que venden en las tiendas abiertas las veinticuatro horas. Mientras bebo un vaso tras otro, me acuerdo de la película
Los cuatrocientos golpes
, de François Truffaut. En la película hay una escena en que un muchacho, Antoine, que se ha escapado de casa, tiene mucha hambre y, por la mañana temprano, roba una botella de leche que un repartidor acaba de dejar a la puerta de una casa y se la va bebiendo con ansia en plena huida. Es una botella muy grande y tarda mucho en acabársela. Se trata de una escena triste y angustiosa. Tanto, que cuesta creer que la acción de comer o beber pueda resultar tan desesperante. En quinto año de Primaria, otra de las películas que vi de niño fue
Los adultos no me comprenden
, atraído por el título. Fui a verla a un cine de arte y ensayo. Cogí el tren, me fui hasta Ikebukuro, vi la película, volví a coger el tren, regresé a casa. Al salir del cine, me compré enseguida una botella de leche y me la bebí. No pude evitarlo.
Al acabarme la leche, me entra un sueño espantoso. Es un sueño tan abrumador que casi me siento mareado. Mis pensamientos se hacen más lentos, como un tren que va reduciendo la velocidad al entrar en la estación y, al final, soy incapaz de hilvanar mis ideas. Es como si la médula de los huesos se me fuera endureciendo deprisa. Voy al dormitorio y, con movimientos confusos, me saco los pantalones, los calcetines, me acuesto sobre la cama. Hundo la cabeza en la almohada, cierro los ojos. La almohada huele como la luz del sol. Un olor añorado. Lo aspiro en silencio, lo espiro. El sueño acude en un instante.
Al despertarme, me hallo envuelto en la oscuridad. Abro los ojos, y, dentro de unas tinieblas desconocidas, me pregunto a mí mismo dónde estoy. Conducido por los dos soldados, he cruzado el bosque y he llegado a un pueblo donde hay un riachuelo. Poco a poco vuelvo a acordarme de las cosas. La escena queda enfocada. Una melodía familiar suena junto a mis oídos. Es
Edelweiss
. Desde la cocina me llega amortiguado el familiar ruido de cazuelas. A través de la rendija de la puerta se filtra la luz de una lámpara, y dibuja una línea recta de luz amarillenta en el suelo. La luz parece antigua y está llena de polvo.
Intento incorporarme sobre la cama, pero mi cuerpo está rígido. Todos mis miembros están entumecidos por igual. Aspiro una gran bocanada de aire, contemplo el techo. Se oye un entrechocar de platos. Se oye cómo alguien se desplaza con aire atareado por el suelo de la estancia. Tal vez esté preparándome la comida. Logro bajar de la cama, me pongo los pantalones, invierto en ello mucho tiempo, me calzo los calcetines y los zapatos. Hago girar suavemente el pomo de la puerta, la abro.
En la cocina hay una jovencita preparando la comida. Está inclinada sobre la cazuela, cuchara en mano, paladeando un guiso, pero al oírme abrir la puerta levanta la cabeza y se vuelve hacia mí. Es la niña que en la biblioteca Kômura visitaba cada noche mi habitación y se quedaba contemplando el cuadro. Sí, la señora Saeki a los quince años. Lleva el mismo vestido que entonces. El vestido azul celeste de manga larga. La única diferencia es que ahora lleva el pelo sujeto con una horquilla. Me mira y esboza una pequeña y cálida sonrisa. Me asalta una emoción tan violenta que siento que el mundo ha cambiado de arriba abajo. En un instante, todas las cosas con forma se han descompuesto en pedazos y, luego, han vuelto a recuperar su forma. Pero la niña no es una ilusión, ni tampoco un fantasma. Es una jovencita de carne y hueso, tangible, que está allí. Al anochecer, en una cocina real, preparándome una comida real. El vestido ligeramente abultado por el pecho, la nuca blanca como la porcelana recién hecha.
—¡Oh! Estás despierto —me dice.
No logro pronunciar palabra. Aún estoy intentando ordenar mis ideas.
—Dormías como un lirón —dice. Después vuelve a darme la espalda y paladea el guiso—. Si no te hubieses despertado, te habría dejado la comida preparada y me habría ido.
—No quería dormir tanto —digo recuperando al fin la voz.
—Es que has cruzado el bosque —dice—. ¿Tienes hambre?
—No lo sé. Probablemente sí.
Me gustaría tocarla. Sólo para comprobar si es algo tangible. Pero no me atrevo. Me quedo allí plantado, mirándola. Aguzando el oído al ruido que hace al moverse.
La jovencita sirve en un plato blanco, sin dibujo, el estofado que ha calentado en la cazuela y lo lleva a la mesa. Lo acompaña de un bol hondo con lechuga y tomate. Y un gran pan. En el estofado hay patata y zanahoria. Un olor que me trae gratos recuerdos. En cuanto ese olor inunda mis pulmones me doy cuenta de que estoy terriblemente hambriento. Tengo que llenar el vacío de mi estómago. Mientras como, sirviéndome de un tenedor y una cuchara viejos y desgastados, ella se sienta en una silla, un poco alejada de mí, y se me queda observando. Con una expresión muy seria, como si verme comer formara parte de su trabajo. De vez en cuando se lleva la mano al pelo.
—Me han dicho que tienes quince años —dice.
—Sí —digo untando el pan con mantequilla—. Quince años recién cumplidos.
—Yo también tengo quince años —dice.
Asiento. Estoy a punto de decirle: «Ya lo sé». Pero todavía es demasiado pronto para pronunciar estas palabras. Continúo comiendo en silencio.
—Pues resulta que, durante un tiempo, yo prepararé la comida aquí —dice la niña—. Haré la limpieza y la colada. En la cómoda del dormitorio tienes ropa para cambiarte, coge lo que quieras. La ropa sucia déjamela en la cesta del lavabo y yo la lavaré.
—¿Y quién te ha asignado este trabajo?
La jovencita se me queda mirando fijamente. No responde. Mi pregunta, como si hubiera errado el circuito, ha sido absorbida por un espacio sin nombre y ha acabado desvaneciéndose.
—¿Cómo te llamas? —cambio de pregunta.
Ella sacude un poco la cabeza.
—No tengo nombre. Aquí nadie tiene nombre.
—Entonces, ¿cómo voy a llamarte?
—No te hará falta —dice—. Cuando me necesites, aquí estaré.
—Entonces, aquí yo tampoco necesitaré un nombre, supongo.
Ella asiente.
—Es que tú eres tú, y no otra persona. Porque tú eres tú, ¿verdad?
—Creo que sí —digo. Pero no me siento muy seguro. ¿Seré yo verdaderamente yo?
Ella me mira a la cara.
—¿Te acuerdas de la biblioteca? —me decido a preguntarle.
—¿La biblioteca? —Ella sacude la cabeza—. No, no me acuerdo. La biblioteca está lejos. Muy lejos de aquí. Pero no está aquí.
—Entonces, ¿hay una biblioteca?
—Sí. Pero en esta biblioteca no hay libros.
—Y si no hay libros, ¿qué hay?
No responde. Sólo ladea ligeramente la cabeza. Esta pregunta ha vuelto a ser absorbida por un circuito erróneo.
—¿Has ido allí alguna vez?
—Hace muchísimo tiempo —dice.
—Pero no fuiste para leer libros, ¿verdad?
Asiente.
—No, es que allí no hay libros.
Luego, durante un rato, sigo comiendo en silencio. Estofado, ensalada y pan. Ella me mira en silencio con expresión grave.
—¿Te ha gustado la comida? —me pregunta cuando he acabado.
—Mucho. Estaba muy buena.
—¿Aunque no hubiera carne o pescado?
Le señalo el plato vacío.
—Mira, no he dejado nada.
—La he preparado yo.
—Pues estaba buenísima —repito. Y es la verdad.
El hecho de tenerla delante hace que sienta un agudo dolor en el pecho, como si me clavaran un cuchillo congelado. Es un dolor muy intenso, pero yo más bien agradezco esta intensidad. Puedo solapar mi existencia con ese dolor helado. El dolor se convierte en un ancla que me mantiene firmemente amarrado
aquí
. Ella se levanta de la silla, pone agua a calentar, prepara un té. Y, mientras me lo bebo, sentado a la mesa, ella lleva los platos sucios al fregadero y los lava. No aparto la mirada de su espalda. Quiero decir algo. Pero me doy cuenta de que, en su presencia, todas las palabras pierden su función original. O tal vez es que el sentido que debe ligar una palabra a la otra acaba perdiéndose. Me contemplo las manos. Me acuerdo de los árboles del otro lado de la ventana que brillaban a la luz de la luna. Es allí donde está el cuchillo congelado que tengo clavado en el corazón.
—¿Podré volver a verte? —le pregunto.
—Claro —responde ella—. Tal como te he dicho antes, cuando me necesites, aquí estaré.
—¿Y no desaparecerás de repente?
Ella no responde. Únicamente me mira con aire de extrañeza, sin responder. Como diciendo:
«¿Y adónde quieres que vaya?».
—Yo ya te había visto antes —me aventuro a decir—. En otra tierra, en otra biblioteca.
—Si tú lo dices. —Ella se lleva las manos al cabello y se asegura de que la horquilla sigue allí. Su voz carece casi por completo de expresión. Como si quisiera demostrarme que el tema, a ella, no le interesa lo más mínimo.
—Y he venido hasta aquí para volver a verte. Para verte a ti y a otra mujer.
Ella alza la cabeza y asiente con expresión grave.
—Cruzando un espeso bosque.
—Exacto. Porque yo tenía la absoluta necesidad de veros, a ti y a la otra mujer.
—Y tú me has visto aquí.
Asiento.
—Ya te lo he dicho, ¿no? —dice la jovencita—. Que cuando me necesites, aquí estaré.
Cuando acaba de lavar los platos, mete el recipiente en la bolsa de lona donde antes llevaba la comida y se la cuelga a la espalda.
—Hasta mañana por la mañana —me dice ella—. Espero que pronto te acostumbres a estar aquí.
Plantado en el umbral de la puerta la sigo con la mirada, su figura se va fundiendo en las tinieblas que hay un poco más allá. Me he quedado solo en la cabaña. Estoy dentro de un círculo cerrado. Aquí el tiempo no es un factor importante. Aquí nadie tiene nombre. Ella estará aquí mientras yo la necesite. Aquí ella tiene quince años. Probablemente hasta la eternidad. Pero ¿qué diablos pasará
conmigo?
¿Permaneceré también yo sumido para siempre en los quince años? ¿O es que, tal vez, la edad tampoco es aquí un factor importante?
Incluso después de que ella haya desaparecido me quedo en el umbral de la puerta, mirando con ojos distraídos a mi alrededor. En el cielo no hay ni luna ni estrellas. Algunas casas tienen la luz encendida. La luz se derrama por las ventanas. Una luz tan amarillenta y anticuada como la que alumbra mi habitación. Pero sigue sin verse a nadie. Sólo las luces. Fuera de la cabaña reinan las sombras negras. Y yo sé que más allá se yergue, más negra todavía que la oscuridad, la cresta de las montañas, sé que los bosques circundan el pueblo como una espesa muralla.
Tras descubrir que Nakata estaba muerto, Hoshino no pudo abandonar el apartamento. La «piedra de la entrada» estaba allí, podía ocurrir algo en cualquier momento y, en cuanto ese algo ocurriera, tenía que hallarse cerca de la piedra y reaccionar de inmediato. Ése era el trabajo que le había sido asignado, pues había heredado la parte de Nakata. Puso el aire acondicionado de la habitación donde yacía Nakata a la temperatura más baja posible, con la ventilación al máximo, y se aseguró de que las ventanas estuvieran bien cerradas.
—¡Eh, abuelo! Espero que no pases frío —le dijo Hoshino a Nakata. Pero, por supuesto, Nakata no expresó opinión alguna al respecto. La presencia del cadáver confería un peso especial a la atmósfera de la estancia.