El joven se sentó en el sofá de la sala de estar y dejó pasar el tiempo sin hacer nada. No le apetecía escuchar música, no le apetecía leer. Ni siquiera se sentía con ánimos para levantarse a encender la luz de la habitación, en la que reinaba una oscuridad cada vez mayor. Las fuerzas lo habían abandonado por completo y, una vez tomó asiento, ya no pudo levantarse. Las horas tardaban en llegar, tardaban en pasar. Incluso daba la impresión de que retrocedían a escondidas.
«Cuando mi abuelo murió fue duro, pero no tanto», pensó el joven. «Mi abuelo estuvo enfermo durante mucho tiempo, todos sabíamos que, un día u otro, se iba a morir. Y, cuando por fin murió, todos nos habíamos hecho ya, más o menos, a la idea. Hay una gran diferencia entre estar preparado o no estarlo. Pero no es sólo esto», pensó. Porque en la muerte de Nakata había algo que le había hecho reflexionar muy seriamente.
Como le había entrado un poco de hambre fue a la cocina, sacó arroz frito del congelador, lo descongeló y se comió la mitad. Se bebió una lata de cerveza. Volvió a la habitación vecina a ver cómo estaba Nakata. Pensaba que, a lo mejor, había resucitado. Pero Nakata seguía muerto, por supuesto. La habitación estaba tan fría como una nevera. Allí dentro no se hubiera deshecho ni un helado.
Era la primera vez que pasaba la noche bajo el mismo techo que un cadáver. No acababa de sentirse tranquilo. «No es que me dé miedo», pensó el joven. «Ni tampoco asco. Sólo que no estoy acostumbrado a tratar con cadáveres. El flujo del tiempo transcurre de una manera muy distinta entre muertos y vivos. También la resonancia de los sonidos es diferente. No, no. No me acabo de encontrar a mis anchas. ¡Qué le vamos a hacer! Nakata ahora está en el mundo de los muertos y yo estoy en el mundo de los vivos. Hay una
diferencia
.»
Se deslizó a los pies del sofá y se sentó junto a la piedra. Empezó a acariciar la piedra redonda como si fuera un gato.
—¿Qué diablos tengo que hacer? —le dijo a la piedra—. Me gustaría dejar a Nakata en buenas manos, pero, mientras me tenga que encargar de ti, no puedo. Si sabes qué debo hacer, dímelo.
Pero no hubo respuesta. De momento era una simple piedra. Eso lo sabía incluso Hoshino. No tenía muchas esperanzas de que le respondiera por más preguntas que le hiciese. Pero el joven permaneció sentado junto a la piedra y siguió acariciándola. Le formuló una pregunta tras otra, le expuso sus razones, intentó convencerla. Apeló a su compasión. De más está decir que se daba cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos. Pero tampoco se le ocurría nada mejor que hacer. Además, ¿acaso no solía hablarle Nakata a la piedra de una forma similar?
«Esto de intentar darle pena a una piedra resulta patético, la verdad», pensó el joven. «Ya lo dice la expresión, ¿no? “Es tan insensible como una piedra”.»
Se levantó del suelo con la intención de ver las noticias, pero cambió de idea y lo dejó correr. Volvió a sentarse junto a la piedra. Tuvo el presentimiento de que, en aquel momento, era necesario el silencio.
—Debo quedarme esperando con las orejas bien abiertas. Pero es que esperar no es precisamente lo mío —le dijo a la piedra.
Pensándolo bien, a Hoshino la impaciencia siempre le había acarreado problemas. Había cometido muchos errores al actuar siempre guiado por el primer impulso. «Eres inquieto como un gato a principios de primavera», solía decirle su abuelo. Pero ahora no podía hacer más que sentarse y esperar. «¡Aguanta, Hoshino!», se dijo el joven a sí mismo.
Reinaba el silencio, excepto el zumbido del aire acondicionado funcionando a toda máquina, no se oía nada. El reloj dio las nueve, luego las diez. Pero no ocurrió nada. Sólo transcurría el tiempo, la noche se adentraba. El joven trajo una manta de su habitación, se acostó en el sofá, se cubrió con ella. Porque le daba la impresión de que, incluso mientras dormía, era mejor no alejarse demasiado de la piedra. Apagó la luz y, tendido sobre el sofá, cerró los ojos.
—¡Eh, piedrecita! Me voy a dormir —le dijo a la piedra, a sus pies—. Mañana continuaremos hablando. Hoy ha sido un día muy largo. Y yo también tengo sueño.
»¡Pues sí, señor! —se repitió a sí mismo—. Un día muy largo. Han pasado muchas cosas en un solo día.
»¡Eh, abuelo! —dijo en voz alta dirigiéndose a la habitación de al lado—. Nakata, ¿me oyes?
No hubo respuesta. Hoshino cerró los ojos con un suspiro, se colocó bien la almohada y concilió el sueño al instante. Durmió de un tirón, sin soñar nada, hasta la mañana siguiente. En la habitación vecina, Nakata dormía tan profundamente como una piedra, sin soñar nada.
Cuando se despertó, pasadas las siete de la mañana, Hoshino fue a la habitación de al lado a ver cómo seguía Nakata. El aire acondicionado zumbaba a toda máquina, enviando aire helado a la habitación. Y, envuelto en ese frío, Nakata continuaba sin vida. Los signos de la muerte eran mucho más visibles que la noche anterior. La piel estaba mucho más pálida, la manera de cerrar los ojos era más circunspecta. Resultaba impensable que Nakata volviera a respirar de nuevo, que se levantase y dijera: «Lo siento, señor Hoshino. Nakata estaba profundamente dormido. Mil perdones. A partir de ahora, Nakata se encargará de todo. Usted tranquilo», y que resolviera el asunto de la piedra de la entrada. Nakata había muerto, ése era un hecho definitivo que nadie podía cambiar.
Temblando de frío, Hoshino salió de la habitación y cerró la puerta. Luego fue a la cocina, cogió la cafetera, hizo café y se tomó dos tazas. Tostó pan, lo untó con mantequilla y mermelada, se lo comió. Cuando acabó de desayunar, se sentó en una silla de la cocina y se fumó varios cigarrillos mientras miraba por la ventana. Durante la noche las nubes habían desaparecido y, al otro lado de la ventana, se extendía un uniforme cielo estival. La piedra seguía a los pies del sofá. Al parecer se había limitado a permanecer allí desde la noche anterior, acurrucada, sin dormir, sin despertarse. Volvió a tratar de levantarla. Lo logró sin esfuerzo.
—¡Eh! —le dijo alegremente a la piedra—. Soy yo, tu querido Hoshino. ¿Te acuerdas de mí? Por lo que parece, hoy volveremos a pasar el día juntos.
La piedra siguió muda.
—¡En fin! Tanto da que no te acuerdes. Tenemos todo el tiempo del mundo para ir acostumbrándonos el uno al otro.
Hoshino se sentó y, mientras la acariciaba con la mano derecha, se devanó los sesos pensando de qué diablos podría hablarle. Era la primera vez que lo hacía, así que no le resultaba fácil encontrar temas de conversación. Tan temprano por la mañana, Hoshino decidió evitar los temas demasiado serios. El día era largo y la mejor manera de encontrar temas de conversación era hablar de la primera cosa que se le ocurriera.
Tras pensárselo unos instantes, decidió hablarle de mujeres. Hoshino decidió contarle cosas sobre las chicas con las que había mantenido relaciones sexuales. Si contaba sólo a las que sabía cómo se llamaban, no salían muchas. Las contó con los dedos, daban seis. Si incluía también a las que no sabía cómo se llamaban, la lista se volvía muy larga, pero, en esta ocasión, decidió obviarlas.
—Me parece que no tiene mucho sentido hablar contigo, piedrecita, de las tías con las que me he acostado —dijo el joven—. Y tal vez no te apetezca escuchar semejante rollo a estas horas. Pero es que no se me ocurre de qué hablarte. Además, por más piedra que seas, también se te puede hablar de vez en cuando de temas ligeros, ¿no? Para que te sirva de referencia en el futuro.
El joven fue resiguiendo sus recuerdos y le contó a la piedra anécdotas con toda la precisión y exactitud de que fue capaz. La primera vez fue cuando estudiaba en el instituto. La época en que montaba en moto e iba haciendo locuras por ahí. Ella tenía tres años más que él. Era una chica que trabajaba en un bar de la ciudad de Gifu. Incluso llegaron a vivir juntos, aunque no por mucho tiempo. Ella se tomó la relación demasiado en serio e incluso decía que no podía vivir sin él.
—Llamó a mi casa, mis padres se quejaron, las cosas empezaron a embrollarse y, como estaba a punto de graduarme en el instituto, para librarme de todo aquel embolado decidí ingresar en el Ejército de Autodefensa. Inmediatamente después de enrolarme, me enviaron a una guarnición en Yamanashi y allí acabó nuestra relación. No volvimos a vernos.
»
“¡Pero qué fastidio!”
es quizá la expresión que define mi vida —le explicó Hoshino a la piedra—. En cuanto la historia se complica un poco, voy y pongo pies en polvorosa. Sin ánimo de fardar, soy de los que huyen más veloces que un rayo. Nunca he conseguido llevar nada hasta el final. Ése es mi problema.
A la segunda chica, Hoshino la conoció cerca del cuartel de Yamanashi. Un día que estaba de permiso, la ayudó en la carretera a cambiar un neumático que se le había pinchado a su Suzuki Alto, y congeniaron. Era un año mayor que él y estudiaba enfermería.
—Era muy buena chica —le contó a la piedra—. Tenía las tetas gordas y era muy cariñosa. Además, le gustaba
hacerlo
. Yo sólo tenía diecinueve años y, en cuanto nos veíamos, acabábamos en la cama. Pero todo se pifió por unos celos de lo más tontos. Los días que yo tenía permiso, a la que no nos veíamos un día, ella ya estaba con aquello de adónde había ido, qué había hecho, a quién había visto y toda la pesca. Me cosía a preguntas. Yo le decía la verdad, pero ella no me creía. Aquello era muy jodido y, al final, acabamos separándonos. Salimos un año más o menos… Tú, piedrecita, no sé cómo lo llevas, pero yo no soporto los interrogatorios. Se me corta la respiración, me deprimo. Y me largo. Lo del ejército es un chollo. A la que hay algún follón te puedes refugiar en el cuartel. Y esperar a que se calmen los ánimos. Basta con no poner los pies fuera. Porque allí dentro nadie te puede echar el guante. Tenlo presente, piedrecita. Claro que lo de cavar trincheras y apilar sacos de arena tampoco es ninguna ganga.
Mientras le decía a la piedra lo primero que se le pasaba por la cabeza, el joven tuvo conciencia real de que en toda su vida no había hecho nada más que estupideces. De las seis chicas con las que había salido, al menos a cuatro cabía calificarlas de buenas chicas (las otras dos le daba la impresión de que, objetivamente hablando, tenían un carácter un poco problemático). Por lo general lo habían tratado bien. No habían sido bellezas de esas que quitan el hipo, pero ninguna carecía de encanto. Hoshino se acostó con ellas tanto como quiso. No se quejaban si se saltaba los preliminares, que le parecían un engorro, e iba directo al grano. Los días de fiesta le preparaban la comida, le hacían regalos por su cumpleaños, le prestaban dinero antes de la paga sin pedirle a cambio garantía alguna (apenas recordaba habérselo devuelto alguna vez). Y él no se lo había agradecido jamás. Porque eso le parecía lo más natural del mundo.
Mientras salía con una chica no se acostaba con otras. Jamás había sido infiel. Al menos, en este punto, se había portado decentemente. Sin embargo, a la que ellas formulaban la mínima queja, a la que se empecinaban en convencerlo en alguna discusión, a la que se mostraban celosas, a la que le sugerían que ahorrara, a la que tenían un pequeño ataque de histeria periódico o a la que empezaban a expresarle su preocupación por el futuro, lo perdían de vista. Siempre había creído que lo esencial en una relación amorosa era que no creara complicaciones. En cuanto surgía una molestia se iba. Se buscaba otra mujer, volvía a empezar desde el principio. Hoshino siempre había creído que ése era el modo normal de proceder.
—¡Ay, piedrecita! Si yo hubiera sido una mujer y me hubiese topado con un cerdo egoísta como yo, me habría cabreado muy, pero que muy en serio —le confesó Hoshino a la piedra—. Ahora, incluso yo mismo me doy cuenta. Pensándolo bien, ellas me aguantaron mucho tiempo, ¿eh? Ni yo mismo logro comprenderlo.
Encendió un Marlboro y, mientras exhalaba lentamente el humo, siguió acariciando la piedra.
—¿No es verdad? Mírame. No se me puede llamar guapo y, en la cama, tampoco soy nada del otro jueves. No tengo dinero. No tengo buen carácter. No soy inteligente… Un desastre tras otro. Soy hijo de unos campesinos pobres de Gifu, he pasado de soldado a conductor de camiones de largo recorrido. Con todo, volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que siempre he tenido mucha suerte con las mujeres. No es que arrasara entre las tías, pero nunca me ha faltado una. Podía follar, me hacían la comida, incluso me dejaban dinero. Pero ¿sabes, piedrecita?, las cosas buenas no duran eternamente. Desde hace un tiempo que me viene dando cada vez más esa impresión. Es como si alguien me dijera: «¡Ay, Hoshino! Muy pronto tendrás que pagar por ello».
El joven continuó hablándole de esta guisa a la piedra, mientras la acariciaba. Se había acostumbrado hasta tal punto a acariciarla que cada vez le era más difícil dejar de hacerlo. A mediodía oyó el timbre de una escuela cercana. Fue a la cocina, se preparó unos
udon
y se los comió. Les había añadido cebolleta tierna picada y un huevo.
Después de la comida volvió a escuchar el
Trío del archiduque
.
—¡Eh, piedrecita! —le dijo a la piedra al final del primer movimiento—. ¿Qué? Bonita música, ¿eh? Al escucharla te da la sensación de que se te ensancha la mente, ¿no te parece?
La piedra callaba. Tampoco estaba claro si escuchaba la música o no la escuchaba. Pero el joven, sin concederle importancia a ese detalle, continuó hablando.
—Tal como te vengo diciendo desde esta mañana, yo he hecho muchas guarradas a lo largo de mi vida. He ido siempre a la mía. Pero ya es demasiado tarde para volver atrás. ¿No te parece? Sin embargo, al estar así, escuchando la música, me da la impresión de que Beethoven viene y me dice: «Hoshino, déjalo correr. La vida es así. Yo también hice cosas intolerables mientras vivía. ¡Qué le vamos a hacer! Así son las cosas. Tú, ¡ánimo y adelante!». Claro que, siendo Beethoven como era, no creo que me dijera eso. Pero, con todo, lo cierto es que me ha ido transmitiendo poco a poco algo parecido a través de su música. ¿No te da esa impresión?
La piedra callaba.
—¡En fin! Es igual —exclamó Hoshino—. En definitiva, ésta no es más que mi opinión personal. Bueno, me callo para que podamos escuchar la música.
Pasadas las dos, al mirar por la ventana, Hoshino vio un gato negro y gordo que estaba subido a la barandilla de la veranda y atisbaba hacia el interior de la habitación. El joven abrió la ventana y, aburrido, le dirigió la palabra al gato.