La Antorcha (21 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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No volveré a ser encerrada. Luego, lo enmendó un poco: No dejaré que me encierren de nuevo. Nadie puede aprisionarme a no ser que yo acepte ser aprisionada.

Miró a la escolta, que la rodeaba, casi deseando poder regresar con ellas al país de las amazonas. Pentesilea no las acompañaba. Alegó que tras su larga ausencia tenía que poner en orden los asuntos de su tribu. Casandra sabía que de continuar viviendo con las amazonas, habría sido enviada con las otras mujeres en edad fértil a las aldeas de los hombres para aportar prole a la tribu. Pensó que incluso se habría mostrado deseosa de observar la costumbre si ése era el precio que tenía que pagar por permanecer con ellas; mas aquella opción no se le había brindado.

—¿Pero qué sucede? —preguntó Andrómaca—. ¿Hay alguna fiesta?

De las puertas salían largas filas de hombres y mujeres ataviados con sus mejores ropas y de animales engalanados con cintas y flores; pero no podía determinar si los conducían a una feria o al sacrificio. Después distinguió a Héctor y a algunos de sus hermanos, que vestían sólo la sucinta pampanilla con la que participaban en las pruebas atléticas, y supo que se trataba de los Juegos. Éstos no eran para las mujeres, aunque una vez su madre le contó que en tiempos antiguos las mujeres competían en las carreras pedestres, en el lanzamiento de jabalina y en el tiro con arco. Casandra, que era una excelente arquera, deseó que sus senos no se hubieran desarrollado aún para poder pasar por un muchacho y disparar con ellos. Pero si antaño hubiese sido capaz de disfrazarse de tal modo, ya no era posible. Resignada, pensó: Bueno, quizás algún día mi destreza con las armas pueda ser útil a mi ciudad en la guerra, ya que no en los Juegos. Entonces vio, casi al final del desfile, un carro en el que iba su padre, Príamo, un poco encorvado pero aún impresionante. Estuvo a punto de arrojarse del suyo propio e ir a abrazarlo, pero sus cabellos grises la impresionaron.

Tras él, en un carro más pequeño y portadora de la insignia de la diosa, iba su madre. Hécuba no parecía haber cambiado nada. Casandra descendió de su carromato y se adelantó. Se inclinó ante su padre en señal de respeto y luego corrió hacia los brazos de su madre.

—Has llegado en buena hora, querida hija —afirmó Hécuba—. ¡Pero si estás hecha toda una mujer! Difícilmente habría reconocido a mi hijita en esta alta amazona. —Ayudó a Casandra a subir a su carro—. ¿Quién es tu compañera, hija mía?

Casandra miró a Andrómaca que aún seguía sentada en el banco delantero del carromato. Parecía muy sola y fuera de lugar. Éste no era el modo que había imaginado para presentar a su amiga en Troya.

—Es Andrómaca, hija de Imandra, reina de Colquis —dijo lentamente Casandra—. Imandra, nuestra pariente, la envía como esposa de uno de mis hermanos. Trae como dote un carromato cargado de tesoros de Colquis.

Mientras hablaba, sus palabras le parecieron vulgares, como si se refiriesen a una simple cuestión comercial, como si Imandra hubiese enviado a su hija para sobornar a Príamo.

—Ahora veo que se parece a Imandra —comentó Hécuba—. Pero sobre las cuestiones de matrimonio, es tu padre quién decide. De todas formas, es bienvenida aquí como sobrina mía, tanto si se casa como si no.

—Madre —dijo Casandra, sin perder la calma—, tras haber hecho tan largo viaje, Andrómaca no puede ser rechazada. Es la única hija de la reina de Colquis y a mi padre le sobran hijos. Si no destina a alguno de ellos a tal alianza, es que no es tan inteligente como dice su fama.

Se apresuró a ocuparse de Andrómaca, ayudándole a bajar del carromato y presentándola a Príamo y a Hécuba. Ésta la besó y Andrómaca sonrió cuando se inclinó con sumisión ante ambos. Príamo acarició su mejilla y la condujo a la tribuna junto a él, llamándola hija. Le indicó que se sentara entre Hécuba y él, mientras Casandra se preguntaba la razón de que Andrómaca fuera tan agasajada. —¿Y en dónde está mi hermana Polixena? —preguntó. —Se ha quedado en el palacio, como es adecuado para una muchacha modesta —le explicó Hécuba con cierto tono de desaprobación—. Es natural que no le interese presenciar las competiciones de unos hombres casi desnudos. Perfecto, pensó Casandra, si me quedase alguna duda, ahora sé que estoy de nuevo en mi casa. ¿ Tendré que pasar el resto de mi vida como una muchacha modesta? Aquella perspectiva la deprimió.

Contempló con poco interés la prueba inicial, que era una carrera pedestre, tratando de identificar a aquellos de los hijos de Príamo a quienes conocía de vista. Al momento reconoció a Héctor y a Troilo que, según sus cálculos, ahora debía de tener unos diez años. Al iniciarse la carrera, Héctor se puso en cabeza y no abandonó ese puesto durante la primera vuelta; pero tras él comenzó a ganar poco a poco terreno un joven más delgado y de cabellos oscuros. Lo adelantó casi sin esfuerzo y ganó la competición, tocando la meta un instante antes que la mano extendida de

Héctor.

—¡Magnífica carrera! —gritaron los demás participantes, rodeándolo.

—Querida —dijo Príamo, inclinándose sobre Andrómaca para dirigirse a Hécuba—. No conozco a ese joven, pero si ha podido ganar a Héctor es un atleta valioso. Averigua de quien se trata. ¿Quieres?

—Desde luego —respondió Hécuba. Hizo una seña a un doméstico y, cuando éste se hubo aproximado, le ordenó:

—El rey quiere saber quién es el joven que ha ganado la carrera pedestre. Averígualo.

Casandra protegió sus ojos con la mano para observar al vencedor, pero éste había desaparecido entre el gentío. Los participantes estaban colocando cuerdas en sus arcos. Casandra, que se había convertido en una arquera experta, los contempló fascinada y, de repente, deslumbrada por el sol, se sintió confusa. Se hallaba en el campo, colocando una flecha en la cuerda... Mis padres se irritarán tanto... Después, al dirigir la vista hacia el fuerte brazo desnudo, mucho más musculoso que el suyo, supo lo que había sucedido: sus pensamientos se habían entrelazado de nuevo con los de su hermano gemelo. Ahora sabía por qué le había parecido casi dolorosamente familiar el vencedor de la carrera. Se trataba de su hermano gemelo, Paris. Y, como había previsto ella, lo encontró en Troya a su regreso.

Con esa extraña doble visión, le pareció estar al mismo tiempo en el campo de competición y en la tribuna, contemplar a Príamo como a un desconocido e impresionante anciano por primera vez revestido por la apariencia distante y majestuosa de la realeza y como a su padre. También había otros ancianos cuyos nombres ignoraba... y Paris dedujo acertadamente que eran los consejeros del rey; una mujer ya entrada en años y de mirada dulce que identificó como a la reina; un grupo de niños parlanchines y de trajes de colores vivos que, supuso, eran los hijos menores de Príamo, aun no en edad de participar en los juegos, y algunas bellas muchachas que llamaron su atención por lo distintas que era de Enone. Se preguntó qué estarían haciendo allí; tal vez a las mujeres del palacio se les permitiese presenciar los juegos. Bueno, él les proporcionaría algo que ver. Entonces le hicieron señas de que se acercase para tirar a la diana.

La primera flecha de Paris partió desviada, porque se sentía nervioso, y la segunda voló del blanco.

—Dispara otra vez —dijo Héctor—. No estás acostumbrado a nuestras dianas, pero si puedes lanzar una flecha tan alta y tan lejos seguro que eres capaz de acertar el blanco.

Se lo señaló y le explicó las reglas.

Paris se dispuso a tirar otra vez, muy sorprendido por la cortesía de Héctor. Lanzó su flecha, que esta vez se clavó en el centro de la diana. Los otros arqueros tiraron uno tras otro, pero ni siquiera Héctor pudo mejorar su acierto. Ya no sonreía, su semblante revelaba hosquedad e irritación y Casandra supo que lamentaba su impulso de generosidad.

Continuaron las pruebas y Casandra, retrayéndose con un terrible esfuerzo a su propia mente y a su propio cuerpo, observó interesada y complacida cómo las ganaba todas su hermano gemelo. En la lucha derribó a Deifobo, casi sin dificultad, y cuando Deifobo se levantó y se lanzó contra él, le dejó insensible en el suelo y allí permaneció para no levantarse hasta que concluyeron los Juegos. Lanzó su jabalina más lejos aun que Héctor, sonriendo complacido a quienes gritaban: «Es tan fuerte como Heracles».

Un servidor acudió ante el rey y la reina, y Casandra oyó a su padre preguntar en voz alta:

—¿Dices que el joven desconocido se llama Paris y es hijo adoptivo del pastor Agelao?

Hécuba se tornó tan blanca como un hueso.

—Debería haberlo reconocido; se parece a ti. Pero, ¿cómo hubiera podido pensarlo? Hace tanto, tantísimo tiempo...

Las pruebas ya habían concluido y Príamo hizo un gesto a Paris, el vencedor, para que se acercase. Después se levantó.

—Agelao —gritó—, viejo rufián. ¿En dónde estás? Trajiste a mi hijo.

El anciano servidor se adelantó presuroso, pálido e inquieto. Se inclinó ante el rey y murmuró:

—Yo no le dije que viniese, señor. Lo hizo sin mi permiso, y comprendo bien que estés enojado conmigo... Con los dos.

—No, en absoluto —contestó Príamo de buen humor. Y Casandra vio cómo se relajaban los blancos nudillos de su madre—. Te honra y me honra. La culpa es mía por haber prestado oídos a esas consejas supersticiosas. Sólo puedo darte las gracias, mi viejo amigo.

Se quitó un anillo de oro y lo puso en un dedo de Agelao, deformado por las rudas faenas.

—Mereces un premio mejor que éste, amigo mío, pero por ahora es todo lo que puedo darte. Antes de que retornes a cuidar de tus rebaños te entregaré un don mejor.

Casandra observó atónita cómo su padre, que la derribó de una bofetada tan sólo por preguntar sobre la existencia de su hermano, abrazaba ahora a Paris y le otorgaba todos los premios del día. Hécuba lloraba y se adelantó para estrechar a su hijo perdido.

—Jamás pensé que vería este día —murmuró—. Prometo sacrificar a la diosa una novilla sin mácula.

Héctor frunció el entrecejo al ver a su padre entregar espléndidos regalos a Paris: el trípode prometido (que Paris dijo que pensaba enviar a su madre adoptiva), un manto carmesí con blondas bordadas, tejido por las mujeres de palacio, un bello casco de bronce labrado y una espada de hierro.

—Y desde luego irás a palacio y cenarás con tu madre y conmigo —le anunció, con una amplia sonrisa.

Cuando Príamo se puso en pie, recogiendo su manto sobre el brazo, uno de los ancianos que le rodeaban se acercó y le murmuró algo apresuradamente. Casandra reconoció en aquel hombre a uno de los parásitos del palacio, un sacerdote adivino.

Príamo frunció el entrecejo e hizo un gesto para que se alejase.

—¡No me hables de presagios, viejo cuervo! Basura supersticiosa. Jamás debería haberles prestado atención.

Casandra pudo sentir el asombro, que era casi temor, de Paris ante aquellas palabras. Debía de conocer los presagios que le habían arrojado del palacio y de su linaje... O quizás era la primera vez que tenía noticia de ellos.

Héctor dijo al oído de su padre, aunque lo bastante alto para que lo captara Paris:

—Padre, si los dioses decretaron que es un peligro para Troya...

Príamo le interrumpió:

—¿Los dioses? No, una sacerdotisa, una intérprete de las entrañas de las aves y de los sueños; sólo un estúpido se habría privado de un hijo como éste por semejante necedad. Un rey no escucha los augurios de una parturienta ni sus fantasías...

Casandra se sintió dividida entre la simpatía que experimentaba por aquel hermano gemelo, cuyo miedo e inseguridad sentía como propios, y el terror de su madre. Hubiese deseado dar un paso adelante y atraer sobre sí la ira de su padre; pero antes de que pudiese hablar, los ojos de Príamo se fijaron de nuevo en Andrómaca.

—Y ahora repararé mi antiguo error y llevaré a mi casa al hijo perdido. ¿Qué te parece, Hécuba? ¿Casaremos a Andrómaca con nuestro maravilloso y nuevo hijo?

—No puedes hacer eso, padre —intervino Héctor al tiempo que Casandra percibía la mirada codiciosa de Paris sobre Andrómaca—. Paris ya tiene una esposa; la vi en la casa de Agelao.

—¿Es cierto eso, hijo mío? —preguntó Príamo. Paris pareció desconcertado, pero percibió la amenaza implícita y contestó cortésmente:

—Es verdad; mi esposa es una sacerdotisa del dios del río Escamandro.

—Entonces enviarás por ella, hijo mío, y la presentarás a tu madre —dijo Príamo, luego añadió, volviéndose hacia Héctor—. Y a ti, Héctor, mi primogénito y heredero, te otorgo la mano de la hija de la reina Imandra. Esta noche se formalizará el matrimonio.

—No tan aprisa, no tan aprisa —dijo Hécuba—. La muchacha necesita tiempo para confeccionar sus vestidos nupciales como cualquier otra joven; y las mujeres del palacio también lo necesitan para preparar la fiesta, la más importante en la vida de una mujer.

—Tonterías —declaró Príamo—. Si la novia está dispuesta y zanjada la cuestión de la dote, cualquier vestido servirá para la boda. Las mujeres siempre están preocupándose de cosas triviales.

Todo eso puede ser estúpido, pensó Casandra, pero resulta una grosería por parte de Príamo desdeñarlo. ¿Qué pensaría la reina de Colquis de saber que la boda de su hija se había celebrado apresuradamente tras la clausura de los Juegos? Se inclinó hacia Andrómaca y le murmuró: —No permitas que te apremien de ese modo. ¡Eres una princesa de Colquis, no un manto viejo para ser otorgado como galardón adicional de los Juegos, o como premio de consolación a Héctor por no haberlos ganado!

Andrómaca sonrió y respondió en el mismo tono a Casandra:

—Creo que me gustaría casarme con Héctor antes de que tu padre cambie de opinión otra vez o decida destinarme como premio para otro.

Alzó los ojos y murmuró con una voz débil y tímida que Casandra no conocía, y tan carente de naturalidad que creyó que podría provocar la hilaridad de Príamo:

—Mi señor Príamo... padre de mi esposo... la Señora de Colquis, mi madre la reina, me ha enviado con toda clase de vestidos y de lienzos, así que, si te place, podremos celebrar la boda cuando lo juzgues oportuno.

Príamo se mostró radiante y le dio un suave golpecito en el hombro.

—He aquí una espléndida muchacha —dijo.

Andrómaca se ruborizó y bajó los ojos pudorosamente cuando Héctor se acercó y la observó con detenimiento, como había examinado la novilla que Paris escogió para el sacrificio.

—Me complacerá tomar por esposa a la hija de la reina Imandra.

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