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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (60 page)

BOOK: La Antorcha
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Y se echó a llorar.

—Entonces, amor mío, oremos para que haya mañana.

Mientras Casandra le veía alejarse, sintió el peso del mundo tembloroso, como si estuviese a punto de quebrarse y caer sobre su cabeza vacilante.

Dentro del templo, todos dormían en los patios, envueltos en mantas. Reinaba la tranquilidad, pero sentía violentas palpitaciones en su cabeza, que le hacían sentirse como si a cada paso fuese engullida por inmensas olas. Subió al patio de las serpientes. Allí dormían los niños. Se tendió junto a Miel y la tomó en sus brazos. Imaginó a la tierra como un gigantesco ofidio enroscado en la cintura de la Madre Serpiente, a quien se imaginaba como una mujer enorme y majestuosa, parecida a la reina Imanara. Tenía la impresión de que el suelo se mecía suavemente bajo ella y, cuando se sumió en el sueño casi confió en que aquellos anillos la sujetarían también a ella.

Por el contrario, tuvo la sensación de que se deslizaba a través de acres y campos de nubes, y una gran extensión de cielo; y al final llegó sin ser vista, a una gran montaña. Supo que se hallaba sola en la cumbre del monte prohibido en donde se reunían los dioses de los aqueos y oyó el lejano sonido del trueno cuando hablaron. Vio a Zeus Tenante como un hombre alto e imponente, en la plenitud de su vida, con una gran barba grisácea. Le pareció que pequeños destellos de rayos se movían alrededor de sus cabellos, como una corona, cuando hablaba.

—Ahora que ha concluido ese absurdo duelo entre Paris y Menelao, es obvio que Menelao ha quedado vencedor. Os sugiero que
concluyamos
esta guerra estúpida para ocuparnos de nuestras propias cosas.

—¿Cómo puedes decir que Menelao ha vencido cuando no mató a Paris? —inquirió Hera.

Era una mujer alta e impresionante, quizá demasiado corpulenta, cuyos cabellos estaban peinados en forma de corona en torno a su cabeza.

—Insisto en que hay que destruir Troya: su soberano y sus gentes no me sirven como es debido. Además, soy la diosa del matrimonio, y Paris me insultó personalmente y huyó a Troya donde Helena fue recibida como su esposa sin ritos ni sacrificios alguno para mí.

—No importa, me rinden homenaje a mí y yo he bendecido su amor —dijo otra diosa de resplandecientes vestiduras.

Su cabellera estaba cubierta de rosas. Por su parecido con Helena, Casandra supo que era la dorada Afrodita.

—Tus ritos no son los del legítimo matrimonio —objeto Hera, un poco enfadada.

—No, me siento orgullosode que así sea —dijo Afrodita—, porque los tuyos son sólo los aprisionantes lazos de la Ley y del Deber. Paris y Helena hacen honor al amor verdadero y estoy a su lado.

—No podía ser de otra forma —dijo Hera—. Sin embargo, yo soy la reina de los inmortales y, en uso de mi privilegio, exijo la destrucción de Troya.

Ante el tono de su voz, Zeus pareció inquieto, tan apurado como Casandra había visto a Príamo cuando discutían sus mujeres:

—Mi querida Hera, nadie pone en duda tu derecho a exigirlo —dijo—. Pero debe hacerse adecuadamente. No podemos destruir de repente la ciudad. Si los troyanos son capaces de defenderla, los aqueos no conseguirán arrebatársela. Atenea...

Casandra vio a la Doncella batalladora con el casco puesto, con su resplandeciente lanza como la de una amazona, cuando Zeus le hizo señas para que se acercase. Pero fue la regia Hera quien le habló:

— Ve, hija mía, y aconseja a los aqueos; están desmoralizados y a punto de zarpar. Anímalos a que reanuden la lucha y diles que yo, Hera, no permitiré su derrota.

—Eso parece una injusticia —dijo gentilmente la alta y solemne Atenea—, porque nada malo han hecho los troyanos. Y los aqueos son orgullosos. Si les entregas la ciudad de Troya, te prevengo de que cometerán en su jactancia v en su maldad actos tan perversos que ofenderán a todo dios conocido por la humanidad. Pero no tengo camino sino obedecer tu voz, Regia Señora.

Se inclinó ante Hera y voló. Casandra, mientras contemplaba la brillante estela de su casco, semejante a la cola de un cometa, se encontró de pie en la llanura que se extendía ante la ciudad de Troya, en donde Atenea se posó. Un gran garañón blanco cerraba el paso de la diosa al campamento aqueo.

—Poseidón, El que Hace Temblar la Tierra. ¿Por qué estás aquí? —preguntó Atenea.

Y la silueta del caballo ondeó como una imagen submarina y se convirtió primero en un centauro, mitad hombre y mitad caballo, y luego en un hombre fuerte y alto, con algas marinas en lugar de pelo.

Poseidón, el hermano de Zeus, pareció hablar con la voz tañante de su divino hermano.

—Has sido enviada a traicionar a mi ciudad. No te dejaré que entres en ella.

Y, al hablar, golpeó el suelo con el pie y se ovó un largo trueno y tembló la tierra...

Casandra despertó en el patio de las serpientes. Los dos niños aún dormían a su lado. Pero el suelo se ondulaba como si fuese líquido y pudo oír el sonido del trueno, ¿o era el golpear del pie de Poseidón? Gritó con fuerza, y Miel se despertó y comenzó a gemir. Casandra protegió a la niña con sus brazos y, a la luz grisácea del amanecer, vio cómo se inclinaba hacia uno y otro lado el gran arco de la entrada hasta que se desplomó.

Había una lámpara encendida en un ángulo del patio, que osciló y voló, y una lengua de fuego lamió el paño sobre el que estaba puesto. Casandra se levantó de un salto y apagó el fuego. De todo el templo surgían gritos de terror. El suelo se elevaba y se combaba. En la tierra se abrió una gran grieta que se extendió a través del patio y volvió a cerrarse. Casandra observó en silencio, sintiendo cómo se disolvía el gran peso de su mente. Había llegado; ya estaba libre de la opresión.

¿Habrían detenido su mano si hubiesen hecho sacrificios a Poseidón? No lo sabía ni podía saberlo. Dejó en el suelo el cántaro de agua con el que había apagado el fuego y corrió por los patios. Se habían desplomado varios edificios, incluyendo el dormitorio de las sacerdotisas. También habían caído la viga que soportaba una de las puertas de bronce de la Casa del Señor del Sol, que ahora colgaba de sus goznes, retorcida. El templo se hallaba en ruinas. Contempló la ciudad desde las puertas rotas. Las casas se habían convertido en escombros donde ardían fuegos por todas partes.

¿Debería bajar al palacio? No, había dado allí su aviso, y Príamo prohibió que la escuchasen. Probablemente, ni él ni Paris se sentirían complacidos si llegara diciendo: Os lo advertí. Pero lo había anunciado. ¿Porqué las gentes se negaban a oír la verdad?

Se volvió lentamente hacia el templo de Apolo. Al menos los suyos la habían escuchado; al parecer, todos habían sobrevivido y los pocos incendios que se produjeron fueron rápidamente sofocados. Nada podía hacer en el palacio de Príamo. Fue a buscar a los niños. Estarían asustados por el terremoto y la necesitarían.

La reconstrucción del templo del Señor del Sol comenzó casi de inmediato. Eran tantos los edificios destruidos, y algunos en tal magnitud, que Casandra pensó que sería necesaria la fabulosa fuerza atribuida a los titanes para alzar de nuevo los muros. Resultaba imposible recolocar algunas de las grandes piedras con la actual escasez de obreros, la mayor parte de los hombres de la ciudad se hallaban ahora luchando a las órdenes de Héctor contra los aqueos.

Gracias a la oportuna advertencia de Casandra no se perdieron vidas en el templo de Apolo. Varios sacerdotes sufrieron heridas. Había piernas rotas, clavículas astilladas y algún tobillo quebrado por las piedras y cascotes que cayeron, y se produjeron muchas quemaduras entre quienes se encargaron de extinguir los incendios. En la confusión, una o dos serpientes habían escapado, o refugiado bajo piedras amontonadas, y aún no habían sido halladas. Una de las sacerdotisas más ancianas enloqueció de espanto y no volvió a pronunciar ni una sola palabra cuerda; las demás la trataron con una pócima de hierbas y tocaron para ella músicas sedantes, pero los curanderos más experimentados consideraron improbable que llegara a recobrar por completo el juicio.

En términos relativos, el templo de Apolo había salido bien librado. Decían que varias sacerdotisas habían muerto en el templo de la Doncella cuando se hundió el techo de su dormitorio. Nadie sabía cuántas y Casandra pensó con preocupación en su hermana Polixena, pero no tuvo tiempo para ir a informarse sobre ella. Procuró creer que si Polixena hubiese muerto le habrían transmitido la noticia.

Como siempre, los más afectados fueron los barrios más pobres de la ciudad, con sus precarias casas de madera y sus hogares inadecuadamente protegidos. De haberse producido el seísmo unas horas antes, la catástrofe habría sido aún mayor puesto que, debido a lo tardío de la hora, casi todos los fuegos encendidos para preparar la cena se habían apagado.

Aun así, en las calles yacían muertos incontables excepto donde, al arder, las casas les habían proporcionado su propia pira fúnebre. Algunos cadáveres todavía se hallaban bajo los edificios desplomados cuyos escombros habría que retirar para recuperarlos, ya que con harta frecuencia los espíritus de los muertos insepultos desencadenaban la peste como venganza. Los sacerdotes de Apolo trabajaron noche y día, pero no fue suficiente y todo el mundo temía la represalia de tantos cadáveres sin enterrar.

El palacio de Príamo tampoco quedó sin daño. Los edificios eran de piedras titánicas que habían resistido la fuerza de la furia de Poseidón pero se desplomó una estancia, aquella donde dormían los tres hijos de Paris y Helena. La mayoría de los familiares de Príamo, incluyendo estos últimos resultaron ilesos.

Nikos, el hijo de Helena y de Menelao, había evadido en compañía de Astiánax la vigilancia de sus niñeras. Ambos durmieron al aire libre en uno de los patios contra las órdenes recibidas, y ambos escaparon sin daño y sin castigo. Mas el palacio se hallaba sumido en duelo por la muerte de los hijos de Paris. La tregua se prolongó hasta después de los ritos fúnebres y el sepelio de los niños.

Casandra bajó al palacio para unirse al duelo de las mujeres; puesto que, dada la circunstancia de que ninguno de los niños, había cumplido los siete años, los guerreros no podían hacerse eco oficialmente de la muerte de quienes se hallaban todavía confiados a los cuidados femeninos. Allí estaba Paris, tratando de consolar a Helena. Ésta parecía pálida y cansada; y también se hallaba Nikos, como para recordar a su madre que aún tenía un hijo.

Helena se levantó, para recibir a Casandra y la abrazó.

—Trataste de advertirme, hermana, y te lo agradezco.

—Lo siento —le contestó—. Sólo quiero...

—Lo sé —dijo Helena—. Esta pena no es nueva para mí. Mi segunda hija no vivió; tendría un año menos que Hermione y dos años más que Nikos. Nunca llegó a respirar. Cuando nació Nikos fuerte y sano, y conté una reina para Esparta y un hijo para que Menelao le educara como guerrero, hice el propósito de no tener más hijos. Pero nada fue como yo había decidido.

—Rara vez sucede en este mundo de mortales —afirmó Casandra.

Paris se aproximó a tiempo de escuchar estas últimas palabras y se dirigió a Casandra en tono irritado.

—Así que has venido a resaltar tu triunfo.

—No —contestó abrumada—. Sólo para deciros cuánto lo lamento.

—¡No necesitamos tu compasión, pájaro de mal agüero! —tronó Paris, furioso—. ¡Tu propia presencia nos trae mala suerte!

—¡Calla, Paris! ¡Qué vergüenza! —intervino Helena—. ¿Has olvidado ya que vino a tratar de prevenirnos de la ira de Poseidón? ¿O la acogida que tuvo su intento?

Paris se limitó a mirarla con desdén, pero Casandra se dio cuenta de que parecía un poco abochornado. Bien, ella no necesitaba de su consideración para seguir viviendo; prefería contar con la de Helena.

Los niños fueron incinerados, según la costumbre y enterradas sus cenizas. La tregua duró dos días más y luego fue rota por un capitán troyano (quien, como el aqueo que violó la tregua anterior, afirmó que le había impulsado uno de los dioses aunque se negó a decir cuál). Lanzó una flecha e infligió a Menelao una herida dolorosa pero (por desgracia, dijo Príamo) no fatal. De haber muerto Menelao, afirmó el rey, los aqueos habrían tenido una buena excusa para acabar la guerra y regresar a su país. Casandra no estaba segura de eso; quizá los dioses se hallaban realmente ansiosos de destruir la ciudad, como ella había visto en su... ¿O sólo fue un sueño?

Únicamente las mujeres se mostraron preocupadas por el final de la tregua. A Héctor, pensó Casandra, le complacía volver a la lucha. Partió en su carro al día siguiente para ponerse al frente de los ejércitos troyanos, yendo y viniendo ante la larga formación de infantes, aregándolos mientras los aqueos se disponían al combate. Como de costumbre, las mujeres observaban desde la muralla.

—Héctor es ciertamente el mejor auriga —comentó Andrómaca.

Creusa se echó a reír.

—Querrás decir que tiene el mejor auriga —declaró—, y me parece que Eneas al menos le iguala. ¿Quién es el auriga de Héctor? Conduce como el viento... o como un demonio.

—Troilo, el hijo menor de Príamo —dijo Andrómaca—. Quería participar en el combate, pero Héctor deseaba no perderle de vista. Le preocupa porque no tiene más de doce años y es bisoño en la lid.

—¿Cree de veras Héctor que Troilo estará más seguro en su carro? Me parece que es allí donde la lucha será más dura y que, en consecuencia, Héctor no tendrá tiempo para protegerle —dijo Casandra.

Andrómaca se encogió de hombros.

—No me preguntes lo que Héctor piensa.

Casandra se dio cuenta de que para Andrómaca, Troilo no significaba nada, sólo era el hermano menor de su marido. Lloraría su muerte, pero del mismo modo que había llorado la de los hijos de Helena, como un deber familiar.

Helena, con los ojos enrojecidos, aún parecía ajada y desfallecida por el dolor. Apenas se había molestado en apartar de la cara sus cabellos, que parecían deslustrados, y menos aún en peinárselos y ungirlos con aceites aromáticos. Vestía una vieja túnica manchada, y era casi imposible encontrar en ella rastros de la belleza fulgurante que tuvo cuando la poseíala diosa del amor. Pero Casandra le recordó con la ternura que siempre sentía por su cuñada. ¿Era éste un signo de indiferencia hacia Paris? ¿O un reproche para la escasa atención que él había dedicado a sus hijos? Imaginaba que Helena se sentiría confortada por no haber perdido en el terremoto a su varón primogénito, pero percibía que los hijos de Paris habían sido más queridos por Helena que el que concibió de Menelao.

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