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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (57 page)

BOOK: La Antorcha
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Escucharon el informe de la anciana de las tortas y se preguntaron lo que aquello significaría para la causa aquea.

—No mucho —dijo Paris, que mandaba la guardia aquel día—. Aquiles es un maníaco de la guerra, pero Agamenón y Odiseo son los cerebros de la campaña. Aquiles es grandioso en un combate singular, y desde luego conduce endemoniadamente su carro: esos mirmidones lo seguirían en una carga hasta más allá del fin del mundo.

—Qué lástima que no podamos persuadirle para que lo haga —murmuró Creusa—. Eso resolvería la mayor parte de nuestros problemas... con Aquiles al menos. ¿Conoce alguien a algún inmortal que adoptara la forma de Aquiles y arrastrase a sus hombres en una misión urgente hasta el otro lado del mundo, o los convenciera de que se les necesita en su patria?

—La cuestión es —declaró Paris, ignorándola—, que Aquiles no tiene nada más en su favor: le enloquece matar. No sabe una maldita palabra de estrategia ni de tácticas bélicas. Perder a Aquiles en esta guerra, verlo regresar a su casa como un niño que dice ya no juego más, no significa un gran golpe para los aqueos. Sería mucho peor para ellos, o mejor para nosotros, si perdieran a Agamenón, a Odiseo o incluso a Menelao.

—Qué pena que no se nos ocurra alguna argucia para desembarazarnos de uno de ellos —dijo Hécuba.

—Está a punto de ocurrir —dijo Paris—. Esta disputa entre Aquiles y Agamenón supone que tendrán que perder a uno o a otro. La ausencia de Aquiles angustia a los soldados, puesto que es su ídolo; pero los caudillos saben que no podrían prescindir de Agamenón sin poner en peligro la campaña..¿Por qué creéis que le han permitido apoderarse de la mujer de Aquiles? Saben cuan importante es Agamenón para el éxito de la guerra. ¿Por qué creéis que Aquiles está tan irritado? Porque se le ha demostrado muy claramente que para nadie es tan importante como Agamenón.

—Algo sucede allá abajo —avisó Helena—. Mirad, ahí va Agamenón, con Menelao tras él como de costumbre, y con su heraldo.

Casandra había visto antes al heraldo: un joven alto, quizá demasiado enteco para ser muy eficaz con la espada y el escudo, pero con una espléndida voz de bajo que llegaba hasta los confines del campamento. Lástima de voz, dijo en una ocasión Crises. Y desde luego habría sido un rapsoda o un cantante espléndido.

Ahora Agamenón le daba órdenes. El heraldo cruzó a grandes zancadas el campamento y se dirigió hacia la muralla. Paris tomó su alto escudo ondulado, se ajustó el casco en la cabeza y se asomó.

—¡Paris, hijo de Príamo! —gritó el heraldo.

—Yo soy —contestó Paris, cuya voz parecía débil e insegura tras aquellos tonos resonantes y modulados—. ¿Qué quieres? Si Agamenón tiene un mensaje para mí, ¿por qué no viene hasta la muralla, en vez de enviarte a ti a quien no puedo legítimamente matar?

Prosiguió, riendo:

—¿Cuándo levantarán la veda de los heraldos? Creo que deberían ser exterminados, como los centauros.

—Paris, hijo de Príamo, traigo para ti un mensaje de Menelao de Esparta, hermano de Agamenón, Señor de Micenas...

—Sé perfectamente quién es Menelao —le interrumpió Paris—. No necesitas explicarlo, ni enumerar todos los motivos de animosidad de uno contra otro.

—Oh, deja que ese pobre hombre transmita su mensaje, Paris —dijo Helena con voz que se oyó claramente—. Estás poniendo nervioso al muchacho, que trata de hablar como un guerrero, ya que no puede luchar como si lo fuese. Si continúas así, podría mojar su túnica y piensa cuan turbado se sentiría ante tantas mujeres.

—Bien, si traes un mensaje de Menelao, suéltalo ya —repuso Paris.

El heraldo, enrojeciendo, hizo un visible esfuerzo por recobrarse.

—Escucha las palabras de Menelao, Señor de Esparta: «Paris, hijo de Príamo, mi disputa es contigo, no con Príamo ni con la gran ciudad de Troya. Te propongo ahora que zanjemos esta guerra en un combate singular ante todos los soldados congregados, tróvanos y aqueos. Si me matas o me rindo, tuyos serán Helena y todos mis bienes que están en tu posesión; y mis hombres, incluyendo a mi hermano Agamenón, se comprometerán a no continuar la lucha, ni a vengarme, sino a tomar sus naves y alejarse de Troya para siempre, con lo que de ese modo concluirá la contienda. Pero si te mato o te rindes, Helena me será entregada con todos sus bienes y nosotros tomaremos su casa sin reclamar otra cosa de Troya. ¿Qué dices? ¿Cuál es tu respuesta?»

Paris se irguió en toda su estatura y declaró:

—Di a Menelao que he escuchado su ofrecimiento y que consultaré con el rey Príamo y con Héctor, jefe de los ejércitos troyanos. Porque creo que los motivos de esta guerra no se limitan a Helena. Pero si mi padre y mi hermano desean zanjarla de este modo, accederé a pelear.

Surgieron vítores de ambos lados cuando Paris se retiró, dirigiéndose al rincón desde donde las mujeres habían presenciado la escena. Helena se puso en pie y, sin decir palabra, lo besó.

—¿Qué intenciones esconde todo esto? —dijo Paris—. Menelao sabe tan bien como yo que en esta guerra se ventila algo más que la suerte de Helena. ¿Cómo habrá logrado Agamenón convencerlo para que dé tal paso? ¿O se trata de un ardid para que yo abandone la muralla?

—Pienso que Menéalo siente rencor bastante para hacerlo pero carece del ingenio para tramarlo —opinó Helena.

—¿Cuál creéis que será la respuesta de Príamo? —inquirió Paris—. ¿Y la de Héctor? Probablemente Héctor considerará beneficiosa la oportunidad de apartarme de su camino, para dirigir la guerra como le plazca.

—Te equivocas con tu hermano, muchacho —declaró Hécuba.

—Ojalá pienses siempre así, madre —contestó Paris—. Y ojalá también esté yo siempre en disposición de discutirlo.

—El meollo de la cuestión es que no puedes pelear con Menelao —dijo Casandra.

—¿Por qué no? ¿O es que piensas que le temo? —Si no le temes, eres más estúpido de lo que yo creía —afirmó Andrómaca.

—Pero a Héctor le gustará tanto acabar la guerra con un combate singular, que probablemente hará que Paris acepte; pero sólo con la condición de que la lucha sea entre Agamenón y él —aseguró Casandra.

—Bueno, podría brindarse a luchar contra Menelao en mi lugar —dijo Paris—. Le prestaré mi manto y todos los soldados lo confundirán conmigo.

—No hagamos más conjeturas sobre lo que Héctor piense, pregúntaselo porque ahí viene —dijo Andrómaca. Héctor y sus guerreros avanzaban por las calles de Trova, camino de la puerta. Eran unos ciento cincuenta soldados bien armados y otros que tiraban del carro de guerra de Héctor por las calles escalonadas para situarlo ante las puertas, donde engancharían los caballos, para que subiera a él y lo condujera. En cuanto los divisó sobre la muralla, les gritó:

—¿Qué ha sucedido? He oído gritos en las calles... Hécuba le informó rápidamente del reto de Menelao, y Héctor hizo un gesto de preocupación.

—Es probablemente lo mejor que pueden hacer ahora que Aquiles se retira. ¿Vas a luchar con él, Paris?

—Prefiero no hacerlo —confesó—. No confío en él para enfrentarme en combate singular. Creo que lo más probable sería que tratara de tenderme una emboscada o de que me abatiesen una docena de arqueros. Héctor lo miró con severidad.

—Maldita sea, Paris. Nunca sé si hablas como un cobarde o con sentido común.

—No creo que exista mucha diferencia —dijo Paris—.

Sin embargo deduzco de tus palabras que deseas que salga v luche con él.

—¿Es que existe algún problema?

Y por la expresión de Héctor, Casandra advirtió que era incapaz de entender por qué Paris no estaba ansioso de pelear.

—Pues sí —declaró Paris—. Si le mato, todos partirán y nunca tendrás oportunidad de enfrentarte con Agamenón o con Aquiles. Eso te privaría de diversión. ¿No es cierto?

—¿Y si te mata?

—Trato de no pensar en tal posibilidad. Dudo de que eso fuera un impedimento para tu afición. Pero ellos se regocijarían sin duda mientras se llevaran a Helena y todo lo que les gustara de Troya. Y, como he dicho, podría no ser la clase de lucha limpia que tú te sentirías obligado a aceptar si Aquiles te retase.

—Helena —dijo Héctor—. Tú conoces a Menelao mejor que nosotros, ¿crees que cumplirá su palabra?

Ella se encogió de hombros.

—Creo que sí —dijo—. Dudo de que fuese capaz de concebir una trampa. Desde luego no tengo idea de lo que pueda haber planeado Agamenón; ésa es una cuestión diferente por completo.

—Bien, Paris; a ti corresponde decidir —lo apremió Héctor—. No puedo obligarte a luchar; mas, por otro lado, no quiero ser responsable del rechazo del desafío.

Paris miró hacia abajo donde Menelao iba y venía ante la muralla, envuelto en su manto de púrpura.

—Helena, ¿deseas que acepte? ¿Deseas que luche por ti?

—Héctor no te dejará en paz hasta que lo hagas; por tanto, creo que será mejor que te decidas. Pero hemos de encontrar una vía de escape para ti. Tal vez podamos convencer a algún inmortal para que intervenga.

—¿Cómo harás eso? —preguntó él.

—Mejor será que lo ignores. Mas no creo que la diosa del Amor y de la Belleza me trajera hasta aquí para ser devuelta vergonzosamente a mi tierra tras el carro de Agamenón. Mientras pelees, presta atención. De un modo o de otro echaremos una escala por la muralla. Y si la diosa te otorga un momento para que la subas, bien, no dejes pasar la oportunidad a no ser que Menelao esté ya muerto a tus pies.

Paris se encogió de hombros, se asomó a la muralla y gritó a Menelao que se reuniría con él pasada una hora, si él lo deseaba.

Entonces, se puso su armadura y bajó al campo con Héctor. Cuando le vieron en el carro, los aqueos prorrumpieron en un clamor.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Casandra, acercándose a Helena.

Ésta aferró las manos de Casandra.

—Eres su hermana gemela y además sacerdotisa —dijo—. Únete a mí ahora en los cánticos y oraciones para que la Nacida del Mar nos envíe una de sus nieblas marinas. Hécuba, te lo ruego; si amas a tu hijo, haz que traigan una escala de fuertes cuerdas. No podemos pedir a la diosa lo que cualquier cordelero haría por una moneda de cobre.

Hécuba envió a un mensajero en busca de una escala de cuerda y, cuando la tuvo, Helena acudió con Casandra hasta el borde mismo de la muralla, observando a Paris y a Menelao que se aprestaban a combatir mientras sus heraldos intercambiaban insultos.

Menelao y Paris medían cuidadosamente el campo, marcando el círculo en el que no podría penetrar ningún soldado de ambos ejércitos mientras uno de los contendientes conservara la vida. Concluida la tarea, se inclinaron ceremoniosamente. Sonó una trompeta y empezaron a luchar.

—¡Cantad! —apremió Helena— ¡Rezad! ¡Rogad a la diosa que nos envíe una de sus nieblas marinas!

Las mujeres iniciaron un cántico. Casandra estaba tan atenta a las fintas de los hombres que blandían sus espadas que apenas podía pronunciar las palabras de la oración. El combate pareció muy igualado al principio. Paris era más alto y de brazo más largo pero, aunque la inactividad revelaba haber hecho mella en Menelao, éste se movía con la celeridad de una mangosta. Describían círculos uno en torno del otro, intercambiaban golpes, midiendo cuidadosamente la destreza del adversario pero sin comprometerse seriamente.

A Casandra le dolían los ojos. ¿Era a causa del polvo que el combate levantaba, o se estaba elevando un remolino de niebla de la costa? No podía estar segura. Helena se adelantó al borde de la muralla y dejó caer la escala. Para mayor seguridad la había sujetado a las piedras del muro. Entonces se irguió en toda su estatura.

—¡Menelao! —gritó.

Él miró hacia arriba un momento, deteniéndose en mitad de una estocada. Helena desató lentamente el cuello de su túnica y dejó que se deslizara descubriendo la parte superior de su cuerpo.

Mientras permanecía así inmóvil, a Casandra le pareció que el aire se llenaba de pequeñas y luminosas chispas doradas como si el velo entre los dos mundos se hiciera más sutil. Helena, envuelta en ese dorado resplandor, parecía haber ganado más altura y majestad, y un brillo procedente de su interior que la dotaba de una belleza sobrehumana. Ya no era una mujer sino la diosa quien se alzaba en la muralla.

Menelao se quedó inmóvil, como si sus pies hubiesen echado raíces en la tierra.

No era ése el caso de Paris. Cuando sus ojos contemplaron a Helena bajo la forma de la diosa, escapó a la carrera hacia el pie de la muralla. De las filas de los aqueos surgió un terrible grito de espanto y admiración. Paris llegó a lo alto de la muralla y retiró la escala. Con los ojos de todos fijos en Helena, o en la diosa, Casandra comprendió que no era probable que nadie lo hubiese visto subir por la escala.

Helena continuó inmóvil. Su cuerpo irradiaba luz. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, el espejismo, si espejismo había sido, se esfumó y sólo quedó Helena, con el rostro un poco quemado por el sol, sujetándose la túnica. Se acercó a Paris y le dijo:

—Estás herido.

—No es nada serio.

Tenía los ojos dilatados, pero de la franja roja que se veía justo en el borde de su coselete de cuero empezó a gotear sangre.

—Ven conmigo, te curaré.

Y se alejó con él.

Ahora llegaban gritos del campamento aqueo:

—¡Paris! ¿Dónde se ha ido ese cobarde?

Pero entre aquellos gritos se oían también otros:

—¡La diosa! ¡Se apareció ante nosotros en la muralla! ¡La Bella, la Nacida de la Espuma del Mar!

El carro de Héctor atravesó rápidamente las puertas, de regreso a la ciudad. Un minuto después subía a grandes zancadas por la escalera del interior de la muralla. Miró en torno y preguntó:

—¿En dónde se halla?

Hécuba dijo con voz vibrante:

—¿No viste cómo se lo llevaba la diosa?

—Eso es lo que dicen en el bando aqueo —declaró Héctor—. Y cuando pregunté al conductor de mi carro, me juró que había visto a Afrodita descender de la muralla, tender su manto sobre Paris y llevárselo. Por lo que a mí atañe, no sé lo que vi. Quizá sólo el resplandor del sol en mis ojos. ¿Dónde está Helena?

—Cuando la diosa trajo a Paris hasta aquí, vio que sangraba y le llevó a sus habitaciones para vendar las heridas —contestó Andrómaca—. Ahora se encontrarán probablemente en el baño.

—No lo dudo —gruñó Héctor—, pero si las diosas tenían que intervenir, hubiera deseado se esperaran hasta que las cosas hubieran quedado debidamente zanjadas. Si la diosa vino para salvar a Paris, llevándoselo, bien podía haberse llevado a Menelao, y también a Helena, de regreso a Esparta. Ya que es capaz de una cosa, tiene que serlo de la otra. Y advertid, inmortales, que no cometo la impiedad de negar que pudiera hacerlo. ¿Qué viste, Casandra? ¿Vas a contarme otro cuento acerca de la diosa, atrayéndolo desde la muralla?

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