Read La Antorcha Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (61 page)

BOOK: La Antorcha
5.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Volvió los ojos hacia el campo de batalla donde Eneas recorría la vanguardia en su espléndido carro, voceando lo que imaginó que era un desafío. Había visto que las hostilidades adoptaban con frecuencia los requisitos de los duelos entre campeones. Era algo muy distinto de las batallas campales que libró cuando vivía con las amazonas, combates desordenados en los que cada uno mataba a tantos como pudiese y de la forma que pudiera.

—Allí ha encontrado a alguien que acepta su reto. ¿Quién es? —preguntó Creusa.

—Diómedes —contestó Helena.

—El que cambió de armadura.

—El mismo, sí —dijo Andrómaca—. Pero creo que Eneas es un luchador más duro, con ese carro y tales caballos.

—Su madre fue sacerdotisa de Afrodita o, según algunos, la propia Afrodita —explicó Creusa—. Y ella le regaló esos caballos cuando vino a Troya... Mirad, ¿qué sucede?

Bajo ellas, Diómedes acometía como un loco a Eneas y con su lanza logró volcar el carro, arrojándolo al suelo. Creusa, gritó, pero su marido se puso en pie de un salto, evidentemente ileso, con la espada desenvainada y dispuesta. Pero Diómedes había cortado los arneses de los caballos y se apoderó de sus riendas; de sus gestos podía deducirse que reclamaba como suyos a los caballos y al carro. Eneas gritó, protestando con rabia, en voz tan alta que pudieron oírla las mujeres aunque no entendieran las palabras que pronunciaba. Se volvió hacia Diómedes y, mientras le observaban, pareció aumentar de estatura ante sus ojos y un aura resplandeciente rodeaba su cabeza. En la mente de Casandra relampagueó un pensamiento: ¿Cómo? ¡No sabía que sus cabellos fueran del mismo color que los de Helena! Entonces comprendió que veía ante sí a la propia diosa de la belleza, lanzándose contra Diómedes con la furia de un inmortal. Diómedes se alteró visiblemente, puesto que no estaba preparado para aquello. Pero su valor no se debilitó; se lanzó contra la imponente silueta de Afrodita y la acometió con su espada, hiriéndola en una mano.

De repente, fue otra vez Eneas quien estaba en el campo, gritando como una mujer y temblándole la mano que manaba la sangre. Diómedes no perdió la ventaja ganada pero, con el escudo y la espada, se dispuso a la defensiva. Eneas contraatacó con vigor y, al cabo de un instante, Diómedes se hallaba tendido en el suelo cuan largo era. Unos segundos después, Agamenón y cuatro de sus hombres fueron en socorro de Diómedes, rechazando a Eneas con un torbellino de golpes. Surgió el carro de Héctor y éste saltó al suelo, intercambió salvajes estocadas con Agamenón, y subió a Eneas a su carro. Se retiraron rápidamente hacia las puertas de Troya, mientras un puñado de soldados de Héctor rechazaba a Agamenón y a los suyos y recuperaban el carro y los caballos de Eneas.

—Está herido —grito Creusa mientras corría ya escalera abajo.

Las demás mujeres la siguieron de inmediato, justo en el momento en que llegaba el carro de Héctor. Éste saltó a tierra e hizo un gesto imperioso para que se apartaran.

—Atrás —les dijo—. Dejad que cerremos las puertas si no queréis que entren Agamenón y la mitad del ejército aqueo.

Las mujeres retrocedieron y los hombres empujaron las puertas hasta cerrarlas, atrapando entre sus hojas a un infortunado soldado aqueo.

—Lanzadlo por la muralla a sus amigos —ordenó Héctor—. Ellos lo quieren y nosotros no.

Creusa sostenía a Éneas mientras llamaba a los curanderos para que acudiesen a vendar su mano. Parecía aturdido pero cuando acudió Casandra y se encargó de vendarlo, le sonrió.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Si tú no lo sabes —terció Héctor—, ¿cómo vamos a decírtelo? Estabas luchando con Diómedes y de repente te detuviste...

—No fuiste tú, sino Afrodita —declaró Helena—. Luchó ella a través de ti.

Eneas se echó a reír.

—La verdad es que no recuerdo nada más que mi rabia cuando Diómedes trató de apoderarse de mi carro y de mis caballos; lo que después supe fue que mi mano sangraba y que oía gritar a alguien...

—Fuiste tú quien gritó —dijo Héctor—, o la diosa.

Eneas rió de nuevo.

—La Bella —declaró—, gritando todo el camino de aquí hasta el Olimpo, supongo, para sentarse en el regazo de Zeus Tonante y hablarle de los horribles hombres que pelean. Confío en que el Tonante le ordene de un modo perentorio que a partir de ahora permanezca apartada del campo de batalla. Éste no es sitio para las mujeres... ni siquiera para las diosas.

Casandra prosiguió vendando su mano.

Eneas la miró a los ojos y le sonrió. Ella lo seguía viendo con el atractivo que le había conferido la diosa y su corazón latió con más fuerza. Se dio cuenta de que no sería capaz de resistirse si la buscaba de nuevo. ¿Es ésta la venganza de Afrodita por no haberla servido? ¿Me ha conquistado Afrodita cuando Apolo no lo consiguió?, se preguntó.

Terminó de vendarlo, y soltó su mano lentamente. Estaban cerca de un pequeño puesto donde a mediodía los soldados compraban pan y vino. Héctor se dirigió hasta allí y volvió con dos copas. Tendió una a Eneas, pero éste la rechazó.

—Bébelo; has perdido sangre —le aconsejó Creusa.

Pero él negó con la cabeza.

—Me he hecho cortes peores y he perdido más sangre afeitándome —dijo, pero, a pesar de eso, se bebió el vino—. Me pregunto si dirán de esto locuras semejantes a las que contaron cuando apareció la diosa en el combate entre Paris y Menelao.

—Sin duda —aseguró Casandra—. A los aqueos parece gustarles esa clase de historias.

Eneas no apartaba sus ojos de ella.

—Los dioses harán como les plazca, y no lo que nosotros les pidamos —dijo—. Sin embargo, y lo juro por mi divina antepasada, desearía que se fuesen y nos dejaran luchar solos en esta guerra. No es asunto suyo sino nuestro.

—Pues yo creo que quizá sea más suyo que nuestro, y que poco podemos objetar al respecto —intervino Helena.

—¿Por qué? ¿Qué les importa a los dioses quién gane una guerra entre mortales? —preguntó Andrómaca.

—¿Por qué no? —preguntó a su vez Héctor, encogiéndose de hombros.

Y ni Casandra se aventuró a responder a aquello.

—Hubo un tiempo —añadió Héctor—, en que creí que todos estábamos a merced de las fuerzas aqueas. Pero ahora que Aquiles las ha abandonado...

—Por poco tiempo —aseguró Helena—. No puedo imaginarme que el gran Aquiles permanezca metido en su tienda y enfurruñado como un chiquillo...

—Pero precisamente eso es Aquiles —dijo Eneas—. Un chiquillo cruel y arrogante. Puede que exista algo de grande y de heroico en la derrota ante un loco, pero un chiquillo chiflado es otra cosa.

Héctor afirmó sin cambiar de expresión:

—No debemos poner en cuestión las decisiones de los dioses.

—Si los dioses toman decisiones semejantes a las que tomaría un hombre loco, tal vez no deban ser obedecidas ciegamente —objetó Eneas y, bajando la voz mientras miraba temeroso a su alrededor, añadió—: Quizás están probándonos para comprobar si tenemos la inteligencia suficiente para oponernos a ellos.

—Tal vez sean tan tercos como Aquiles; y si no pueden dirigir el juego, rompan todos los juguetes —dijo Helena.

—Creo que es algo así —intervino Héctor—, y que nosotros somos los juguetes.

Durante los días que siguieron, Casandra tuvo noticias de la guerra por la anciana vendedora de tortas. Al parecer, Aquiles continuaba en su tienda, sin asomarse ni siquiera para animar a sus compañeros. La guerra continuaba sin grandes cambios. Héctor había luchado con Ayax, en un duelo que se prolongó hasta que la noche les impidió proseguir sin que ninguno de los dos alcanzara ventaja alguna sobre su adversario. Agamenón intentó presionar con una baladronada amenazando con retirarse de la guerra si Aquiles no luchaba. Pero los aqueos acogieron la amenaza con tanto entusiasmo, corriendo hacia sus naves y apresurándose a recoger sus pertenencias, que hubo de dedicar buena parte del día siguiente a convencer a sus hombres de que volviesen, ofreciéndoles regalos y sobornos para que continuaran la contienda.

Casandra pasó la noche sumida en sueños confusos sobre el Olimpo. Hera, alta y orgullosa, exigía ayuda para la destrucción de Troya.

—Zeus nos ha vedado intervenir —declaró la majestuosa Atenea, sombría y entristecida—, aunque me ha permitido aconsejar a los tróvanos, si es que atienden a mi sabiduría. ¿Porqué les odias tan fanáticamente, Hera? ¿Aún te sientes celosa de que Paris no te otorgase la corona de la belleza? ¿Qué esperabas? Al fin y al cabo, Afrodita es la diosa de la belleza. Aprendí hace largo tiempo a no competir con ella. ¿ Y por qué ha de importarte lo que un mortal piense?

—¡Poseidón! —La orgullosa diosa se volvió hacia el dios marino, corpulento, barbudo y musculoso como un nadador—. Ayúdame a destruir las murallas de Troya. Zeus lo ha ordenado, no se enojará.

—No lo haré —dijo Poseidón—. No, hasta que llegue el momento decretado. Sé que no debo conspirar con una mujer contra la voluntad de su esposo.

Destelló un relámpago, dio un golpe con el pie y gritó: —¡Te arrepentirás!

Pero Poseidón había adoptado la apariencia de un gran garañón blanco y galopaba ya a lo largo de la costa; el ruido de sus cascos era como la acometida de las olas contra el malecón que habían erigido los aqueos.

Casandra se despertó aterrada, oyendo el sonido de la cólera de Poseidón y preguntándose si presagiaba otro terremoto. Pero todo era silencio en el templo y volvió a dormirse. Por la mañana descubrió que de mesas y baldas habían caído algunos vasos y platos, y que una lámpara volcada se había quemado sobre las losas sin propagar su fuego. Si se había producido un terremoto, había sido pequeño, apenas poco más que un simple encogimiento de los hombros del dios. Las querellas de los inmortales parecían tan carentes de solución como los interminables duelos entre los soldados. Bueno, pero los soldados no eran más que hombres y no podía culpárseles en exceso por conducirse de modo tan estúpido, mas Casandra consideró que los dioses debían comportarse de mejor manera.

Decidió que aquel día no acudiría a las murallas. Ya estaba cansada de tantos desafíos y suponía que, con Aquiles todavía encerrado en su tienda, nada más sucedería. Era sorprendente la cantidad de tiempo que había perdido en los últimos días, chismorreando con las demás mujeres mientras observaban desde las murallas.

A Miel empezaban a quedársele pequeños sus vestidos. Casandra decidió dedicar toda la mañana a examinar sus ropas y consultar con las sacerdotisas. Tal vez pudiera hallar entre las ofrendas algo que le conviniera a su hija. Le dieron un paño teñido de un tono azafranado que iría bien con el pelo negro y rizado de la niña y con sus ojos oscuros y vivaces, del que se podría hacer un vestido y un pañuelo. La niña también necesitaba sandalias; ahora corría por todas partes y a consecuencia del gran terremoto, los patios estaban llenos de cascotes que podían lastimar sus pies. Casandra pensó en llamar a una sirviente con objeto de que fuese al mercado en busca de cuero para unas sandalias pero luego decidió ir ella con la niña.

Miel ya estaba lo bastante crecida para caminar a su lado y comprender que iba a tener sandalias como una niña mayor. Disfrutó al sentir la manita gordezuela en su mano. Examinó con detenimiento las sandalias que estaban en venta, comprobando que sus precios no eran desmesurados. Probó a la niña un par de apariencia consistente y, tras haberse asegurado de que eran de su medida, dejó a la pequeña Miel que escogiera el modelo que más le gustase.

—¿No deseas otras para ti, señora? —le preguntó el vendedor.

Por hábito, Casandra iba a decir que no. Luego siguió la mirada del hombre hasta sus pies. Sus sandalias estaban muy desgastadas, la suela era ya muy fina y una de las correas había sido remendada varias veces. Al fin y al cabo, las usaba ya cuando fue a Colquis y con las mismas sandalias volvió.

—Estas sandalias han dado media vuelta al mundo. Supongo que merecen un honroso retiro como una vieja yegua —dijo.

Permitió que el vendedor le mostrase varios pares, que le quedaban demasiado grandes. Al final él midió su pie y declaró:

—Señora, tienes un pie tan pequeño que tendré que hacértelas a medida.

—Yo no di forma a mis pies —respondió Casandra—, pero hazme un par como ése. Le señaló las que más le gustaban de entre las que le había mostrado. Mientras tanto, supongo que puedes volver a remendarme estas correas.

—No creo que aguanten, han sido ya recosidas muchas veces —objetó—. Si accedes, señora, a esperar en mi humilde tienda, en tan sólo media hora tendré dispuestas las nuevas. ¿Puedo ofrecerte un vaso de vino? ¿Una raja de melón? ¿Otro refrigerio? ¿No? ¿Algo para la niña? —No, gracias —dijo Casandra.

Miel debía aprender a aguardar pacientemente cuando fuese necesario. Se quedó allí, observando cómo el artesano recortaba las suelas de las sandalias que le estaban grandes, cambiando de lugar las correas y cosiéndolas con una gruesa lesna. Era de hierro, sin duda, por eso trabajaba con rapidez. Las leznas de bronce no penetraban con tanta facilidad en el cuero. Se preguntó si habría burlado el bloqueo o si la habría conseguido de los aqueos, y decidió que era mejor no saberlo. Ese comercio estaba prohibido pero, si los celadores de Príamo fuesen a encarcelar a todo el que traficase ilegalmente, acabarían por desaparecer los intercambios y se paralizaría la ciudad.

Tras el largo asedio, era difícil ya conseguir muchos víveres; lo que había salvado a la ciudad era la profusión de huertos existentes dentro del recinto amurallado. De sus vides y olivos obtenían el vino y el aceite y allí cultivaban también las hortalizas. En muchas casas tenían antes jaulas de palomas o de conejos dispuestos para el sacrificio. Ahora se los comían, librándose así de pasar hambre. El pan escaseaba excepto para los soldados y el palacio, aunque durante la tregua y evitando las naves argivas, habían entrado cantidades apreciables de grano.

¿Se endurecería el asedio ahora que la tregua había concluido de manera oficial? ¿O se cansarían los aqueos de pelear sin Aquiles y se marcharían de nuevo? Tal vez esto último fuera lo mejor que podría ocurrir.

Pero si consideraban a los dioses de su parte... Los pensamientos de Casandra se arremolinaron en la antigua confusión. ¿Por qué tenían que mezclarse los dioses en las querellas de los hombres? Ante esta pregunta, Héctor se había limitado a decir: ¿Por qué no? De cualquier modo, estaba planteándose esa cuestión desde que empezó la guerra y sólo en sueños había obtenido respuesta. ¡Sueños!¿De qué servían?

BOOK: La Antorcha
5.1Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Last Days by Gary Chesla
Bases Loaded by Mike Knudson
Six of One by Joann Spears
The Fairy Tale Bride by Scarlet Wilson
Whatever Remains by Lauren Gilley