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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (82 page)

BOOK: La Antorcha
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Era, en verdad, una costumbre malvada, pero no la había inventado él y no sería razonable censurarlo por seguir semejante tradición. Si le hubiera sido entregada por sus padres en matrimonio, no la habría tratado peor, y probablemente tampoco mejor.

Supuso que, no más reprobable que cualquier otro aqueo. Tal como se comportaba, podría considerársele un hombre bueno. Incluso admitió que estaba preocupado por su constante malestar. Al principio trató de tranquilizarla, diciéndole que así solía ocurrir siempre al iniciar el viaje y que pronto se acostumbraría, y la animó a que tomase el aire fresco. Pero cuando su estado no cambió, la dejaba sola mucho tiempo; gesto por el cual se sentía vagamente agradecida.

Pensaba a veces que quizás estuviese tratando de mostrarse amable. Una vez que vomitó todo sobre él (sin disculparse, puesto que no había sido deseo de ella emprender el viaje) no la golpeó, como en parte había esperado, sino que pidió agua dulce para que se enjuagara la boca y la sostuvo en sus brazos, cubriéndola con un manto limpio mientras trataba de tranquilizarla para que se durmiese.

Eso sucedió al principio del viaje, cuando aún se hallaba enloquecida por la confusión y el odio. No lo miraba ni le hablaba, y él pronto renunció a entablar diálogo sobre las tierras frente a las que pasaban. Ahora deseaba haberlo estimulado a tales charlas, que podrían serle útiles si tenía que escapar. Era imposible regresar a Troya; no había sitio alguno al que volver. Pero quizá lo fuera dirigirse a Colquis, donde la acogería la reina Imandra o cualquier sacerdotisa del templo de la Madre Serpiente. O a Creta. En las islas había muchos templos en donde una sacerdotisa diestra en las artes de curar y en el cuidado de las serpientes podía hallar acomodo.

No era vigilada estrechamente, quizá porque al principio resultaba obvio que, herida en la cabeza y mareada, le sería imposible andar y menos aún intentar cualquier clase de rebelión o fuga.

Ahora, tendida en la soleada cubierta, ante la tienda que compartía con Agamenón y escuchando el lento golpeteo del tambor que marcaba el ritmo de los remeros, pensó: Es más que eso. Jamás se les ocurriría que una mujer pudiera pensar en escaparse. Una semana antes, cuando desembarcaron en una pequeña isla para proveerse de agua, la dejaron sin vigilancia. No trató de huir entonces; podía advertir que la isla resultaba demasiado pequeña para hallar un escondrijo o un refugio. Si allí vivía alguien, pedirle amparo hubiera significado desencadenar la ira de Agamenón contra el desventurado campesino que se hubiese apiadado de ella. Sólo de haber hallado un templo de la Doncella, o del Señor del Sol, se habría atrevido a solicitar asilo sagrado.

Aún podía hacerlo, si hallaba tal templo, aunque supuso que Agamenón podría reclamarla legítimamente como justo botín de guerra. Los esclavos huidos despertaban muy escasa simpatía y ya no podía aducir su condición de princesa puesto que Troya había caído. Todo el que hablaba de ella (había escuchado a soldados y criados de Agamenón sin que reparasen en su presencia) parecía pensar que no existía razón alguna para que no se sintiese satisfecha de pasar en su compañía el resto de su vida.

Comprendió que estaba permitiendo que su mente divagara en vez de pensar seriamente en la posibilidad de estar embarazada de Agamenón. ¿Debería decírselo? No de inmediato; le complacería demasiado y podía creer que trataba de ganarse su favor o su cariño.

Agamenón se hallaba en popa, junto al hombre que sostenía el remo del gobernalle. Vestía, como todos los suyos, una simple pampanilla de lino crudo y desgastado. Pero la cadena de oro en torno de su cuello, su aire de guerrero y sus gestos imperativos, revelaban quién era el rey y quiénes sus servidores.

La vio sentada a la sombra de la vela y cruzó la cubierta para reunirse con ella.

—Bien, Casandra, me alegra verte despierta. El mar está en calma y el sol te hará bien. Cuando esta mañana fuimos a tomar provisión de agua, mis hombres recogieron algunos racimos de uvas.

Sin aguardar su respuesta gritó a las cuatro criadas que pasaban la mayor parte del tiempo acurrucadas en popa, chismorreando:

—Eh, venid... —Casandra ignoraba los nombres de las mujeres porque Agamenón sólo se dirigía a ellas, llamándolas muchacha o Tú— traednos uvas. ¿No os las habréis comido todas, bestias hambrientas?

—Oh, no, mi señor —murmuró la más alta de las cuatro mientras se ponía en pie.

De un enorme cesto tomó cuatro o cinco racimos de pequeñas uvas silvestres, los colocó en una bandeja de plata, que Casandra conocía del palacio y Hécuba dedicaba al mismo uso por las uvas grabadas en ella, y se la acercó.

La muchacha se arrodilló ante Agamenón. Con un gesto, éste le indicó que se la ofreciera primero a Casandra. Le pareció conocerla. ¿La habría visto alguna vez por las calles de Troya o en alguna otra parte?

—Princesa... —murmuró humildemente, los ojos bajos.

Casandra se preguntó entonces qué habría sido de Criseida cuando cayó la ciudad. Extendió la mano, arrancó unas cuantas uvas de un racimo y mordió una. La jugosa acidez le resultó agradable y se la tragó, con miedo, esperando que volviesen las náuseas. Agamenón había tomado un racimo y las comía con placer. Sus dientes eran grandes, blancos y fuertes, como los de un caballo, pensó Casandra con una fascinada repulsión. Hubo de volverse para evitar un espasmo convulsivo, pero consiguió tragar varias uvas y no se sintió de inmediato forzada a vomitarlas.

—Me alegra verte comer de nuevo —observó Agamenón—. El mareo no suele durar tanto tiempo, y en el momento en que recobres la salud serás tan bella como cuando te vi por vez primera y despertaste mi deseo.

Comprendió que él pensaba que aquellas palabras la complacerían; trataba de mostrarse amable. Bien, parecía que tendría que vivir atada a él al menos por ahora; de hallarse encinta, debía renunciar a toda idea de fuga hasta que naciera el niño. Y sería una necedad obligarle a que la considerase enemiga y quizás a que la vigilase más atentamente como sin duda haría de saber sus intenciones.

¿Cree verdaderamente que lo amaré y que lo obedeceré como si fuese mi marido, cuando asesinó a mis hermanos, a mis padres y destruyó mi ciudad?

Parecía que eso era lo que él pensaba. —¿Quieres más uvas? —preguntó, escogiendo un racimo de la bandeja.

Casandra asintió y comió algunas más. Al cabo de un momento intentó a hablar, pero no había pronunciado una palabra desde que subió a bordo y advirtió que su voz se quebraba. Hubo de aclarar su garganta un par de veces antes de poder decir algo.

Agamenón pareció sorprenderse, como si se hubiera acostumbrado tanto a su mutismo que casi hubiese llegado a creer que no podía hablar. Pero contestó con bastante amabilidad:

—Comprendo que estés fatigada del viaje. Nunca es posible asegurar cuánto durará; con vientos propicios y tiempo adecuado, podríamos llegar antes de dos plenilunios. Con mal tiempo y vientos contrarios, quizá no lleguemos hasta la época más cruda del invierno.

Deseó no haberlo preguntado; la idea de continuar todavía dos meses embarcada le hizo estremecerse. ¿Y qué sería de ella cuando llegasen a Micenas?

Aquel pensamiento debió de reflejarse en su cara, porque él dijo, para tranquilizarla:

—No debes tener miedo. Clitemnestra, mi esposa, es una dama amable y no tratará mal a quien ha sido princesa de Troya. No cree que deba demostrar su realeza, tratando a los demás como a inferiores. En nuestra casa, cualquiera, aunque sea criado o esclavo, es tratado como exige la costumbre, ni mejor ni peor.

No se le había ocurrido a Casandra sentir miedo de Clitemnestra. Era la hermana gemela de Helena y Casandra había considerado a Helena como a una buena amiga. Entonces se le ocurrió que el propio Agamenón temía a su esposa, y que por eso había creído que ella se sentía asustada.

¿La temía por ser reina del país y por haber llegado a ser rey sólo como consorte? Quizás aún alentara en ella el rencor por el maligno truco que había empleado al sacrificar a su hija Ingenia al dios de los vientos; después de todo, Ingenia era la primogénita y tal vez Clitemnestra la considerase como heredera suya.

Casandra recordó las viejas y vulgares chanzas sobre campesinas de mal carácter que acogían a sus maridos infieles ó embriagados golpeándoles la cabeza con un bieldo o un rodillo de amasar. ¿Temía Agamenón semejante recibimiento?

Le miró y advirtió que el miedo era más hondo y más terrible. Por un instante, le pareció como si su rostro estuviera manchado con una sangre que ningún lavado limpiaría; se dijo que era la rojiza luz del sol en el ocaso. Y si en verdad había visto sangre, ¿qué de extraño tendría? Era un hombre sangriento, un guerrero que en su larga carrera había abatido hombres a centenares.

Dejó a un lado las uvas y cambió de postura. Retornaron las irritantes náuseas, que habían remitido un poco. Suspiró y se deslizó de vuelta a la tienda, ansiosa de un nuevo descanso. No, no era posible ocultárselo. Se hallaba encinta, de Agamenón o de otro, y más pronto o más tarde tendría que saberlo.

Aquella noche, el tiempo empeoró; sopló el viento del Norte y la nave fue tan zarandeada que, incluso después de arriar la vela, las grandes olas se abatieron sobre la tienda y Agamenón dio órdenes de que amarrasen todo. Casandra estaba tan mareada por el balanceo y la agitación de la nave que ni siquiera sintió miedo. Permaneció tendida, aferrada a una cuerda con la que la había atado Agamenón para su seguridad, vomitando de vez en cuando. Deseó que la nave se estrellase contra las rocas o que las olas arrebataran la tienda para poder ahogarse y quedar en paz.

La tormenta se prolongó durante muchos días; e incluso cuando amainó, su único deseo era estar recostada sobre la cubierta e imaginar que estaba muerta. Su única esperanza estribaba en que la violencia que la rodeaba la hiciera abortar. Pero no ocurrió así. Su rabia alternaba con su desesperación. ¿Qué podía hacer ella, cautiva, con un hijo? ¿Criarlo como cualquiera de las esclavas de Agamenón?

Al fin llegó el día que ella sabía que tenía que llegar. Agamenón la observó y dijo: —Estás embarazada.

Asintió hoscamente, sin mirarlo, pero él sonrió y acarició sus cabellos.

—¿Has olvidado, querida, mi promesa de que no serás mi esclava sino mi legítima consorte?

Sin duda había dicho algo semejante, pero no le prestó más atención que a todo lo demás que había dicho mientras ella vomitaba a cada hora.

—No debes temer por nuestro niño. Te doy mi palabra de que no será un esclavo sino que será reconocido y tratado como hijo mío. No confío en los de Clitemnestra. Nuestro hijo será una muestra de cuánto valoro a su madre que fue princesa de Troya.

Apenas era consciente de que trataba de complacerla, de que se consideraba muy generoso e indulgente. ¿Creía en realidad que podía estarle agradecida porque la tratara como a un ser humano?

Supuso que algunas mujeres podrían haberse sentido reconocidas por no haber sido tratadas peor, dado que su poder era ilimitado. Alzó los ojos y dijo, sin sonreír:

—Eres muy amable, mi señor.

Temerosa por vez primera de lo que él pudiese hacer, había pronunciado las palabras que se prometió no pronunciar jamás.

Le complacieron, como ella sabía que tenía que ocurrir; era tan fácil embaucar y halagar a los hombres... Él sonrió y la besó. Se acercó a uno de los grandes y numerosos cofres en los que guardaba su parte en el botín de Troya, extrajo un collar de oro de cuatro vueltas, cada una constituida por numerosos y pequeños eslabones y placas grabadas. Se inclinó y se lo pasó por el cuello.

—Esto va bien con tu belleza. Y si nace un varón, tendrás otro para hacer juego.

Hubiera deseado arrojárselo a la cara. ¡Qué arrogancia, darle como regalo una pequeña parte de lo que había robado a su familia! Luego pensó: Si escapo, este collar, vendiendo los eslabones uno a uno, me llevaría hasta Colquis o incluso a Creta. Allí está Creusa y quizás Eneas. Sólo tienen hijas y puede que acojan bien a un niño, aunque sea hijo de Agamenón.

¿Como se sentiría si en lugar del hijo que desea, tiene una hija? Eso casi me complacería, pensó, darle lo que no quiere; pero luego reflexionó: ¿Quién de este mundo preferiría una hija para que sufriese a manos de los hombres todo lo que las mujeres sufren?

Pero su corazón se ablandó ante el pensamiento de una niña pequeña como Miel, aunque su padre fuera Agamenón. Si era una niña, la llevaría a Colquis para que pudiese crecer en donde nunca seria una esclava.

Transcurrieron los días y, como había visto ella en otras mujeres que se hallaron en manos de las Fuerzas de la Vida, se tornó indolente y pesada en su andar, y poco dispuesta a levantarse. Pero Agamenón, ahora que conocía su embarazo, se mostraba más amable con ella. Cada día, cuando el tiempo era bueno, la acompañaba por cubierta, insistiendo en que debía tomar el aire y hacer algún ejercicio. Una vez expresó la esperanza de que arribasen a Micenas antes del parto.

—Tenemos excelentes comadronas allí y estarías segura en sus manos —declaró—. Ignoro si alguna de las mujeres de la nave sabe de tales cosas.

Una de ellas había sido doméstica de su madre y la principal de las parteras del palacio; pero no se lo dijo a Agamenón. Por el contrario, se las arregló para hablar en secreto con aquella mujer y decirle lo que le había sucedido.

—Oh, princesa —dijo—, si le das un varón, te apreciará aún más; te encontrarás segura en Micenas como madre del hijo del rey.

Casandra había esperado que la mujer compartiera su sensación de ultraje, y pensado en preguntarle si podía preparar una pócima de hierbas que la hiciese abortar. Pero su reacción confirmó la creencia de que en todas partes las mujeres apoyaban a sus propios opresores.

En una ocasión en que, sentado junto a ella, Agamenón hablaba del hijo que iban a tener, le preguntó:

—¿Pero no tienes ya un hijo varón de Clitemnestra? Y, siendo el mayor, tendrá prioridad. ¿No es cierto?

—Ah, sí —repuso Agamenón con una sonrisa maligna—. Pero mi reina aprecia sólo a sus hijas; pretendió creer que una de ellas le sucedería en el trono. Incluso envió a nuestro hijo lejos del palacio, para que yo no pudiera adiestrarle en las artes del gobierno.

Casandra, pensó que aquello era lo mejor que había oído de Clitemnestra. Se preguntó cómo había sido posible, incluso por razones de carácter político, que la hermana de Helena hubiera aceptado casarse con Agamenón. Pero tal vez el pueblo no le había dado otra opción o quería un rey que se impusiera con mano férrea sobre sus contrarios.

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