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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (18 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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En septiembre de 1527 los navíos llegaron a la isla en la que se encontraban los desesperados expedicionarios. No obstante, el llamamiento de Tafur no encontró el eco deseado y Pizarro, enojado por la orden del nuevo gobernador, protagonizó una escena desde entonces inmemorial. Con gesto sereno desenvainó su espada y con ella trazó una línea en la arena de la playa que iba de Oriente a Occidente. Tras esto lanzó a sus hombres una proclama con objeto de hacerles tomar una decisión. Seguramente la elección más importante de sus vidas:

Amigos y compañeros: de aquí para el norte —hacia Panamá— hay hambre, desnudez, tormentas de agua, pobreza y muerte; hacia el sur hay riquezas, donde está el Perú. Que cada cual elija lo que más conviene a un castellano bravo; en cuanto a mí, voy hacia el sur.

Dicho esto, cruzó la línea trazada. Tan sólo lo siguieron trece españoles, desde entonces conocidos como «los Trece de la Fama».

Las naves se volvieron dejando al pequeño grupo en la isla estéril, de la que pasaron a otra (Gorrona). No obstante, Almagro no abandonó a su amigo y se las ingenió para convencer a De los Ríos de que no dejase solo al terco y duro conquistador, argumentándole que Pizarro y sus hombres no hacían sino cumplir con su deber para con España y su rey. El gobernador cedió y dio permiso a Almagro para que se uniese nuevamente a Pizarro, si bien insistió en que deberían volver en el espacio de seis meses. El extremeño tuvo que esperar mucho tiempo para ver nuevamente las velas de Almagro. Reunida por fin toda la hueste, siguieron la costa hacia el sur y después de recorrer trescientas cincuenta millas al sur del Ecuador, entraron en el golfo de Guayaquil y desembarcaron en la ciudad de Tumbes. Allí vieron los españoles unas edificaciones grandes y muy bien construidas. Las gentes se movían afanosamente e iban finamente vestidas. Aquello, sin duda, era el centro más civilizado que habían conocido los blancos desde su llegada, hacía casi veinte años.

Pero lo que hizo latir con más fuerza el corazón de los conquistadores fue la constatación de inmensas riquezas dispersas por una vasta extensión territorial. Después de continuar todavía más al sur, hasta lo que hoy es Trujillo, en el actual Perú, Pizarro volvió a Panamá para tratar de montar la expedición con los respaldos necesarios. En la capital colonial se les había dado por muertos, ya que habían transcurrido dieciocho meses desde el suceso de la isla del Gallo.

De los Ríos, a quien no impresionaron ni los tesoros ni las historias acerca de un imperio andino, no quiso autorizar la conquista, por lo que Pizarro decidió viajar a España, con el fin de gestionar con la corona la capitulación correspondiente. Le acompañaron en este trayecto diferentes muestras representativas de aquel imperio que pretendía conquistar: indios —en especial uno, al que bautizó con el nombre de Felipillo y que le serviría de traductor en la empresa futura—, llamas y otros animales, hermosos tejidos y oro suficiente para alentar el inicio de cualquier aventura por arriesgada que fuera.

Tras veinte años de ausencia Pizarro se presentó en España envuelto por la leyenda de su valor. El rey Carlos I lo recibió con honores en Toledo y escuchó complacido las coloristas narraciones del extremeño. Era un momento dulce para la corona pues, para entonces, se había derrotado en Pavía al enemigo francés y el joven monarca preparaba su acceso al trono imperial. Además, Hernán Cortés había culminado la conquista de México entregando una inmensa posesión al flamante imperio español. Por tanto, Carlos I concedió sin ambajes la capitulación requerida por Pizarro, quien prometía una gesta idéntica o superior a la de Cortés, a cambio de un riesgo mínimo. El 26 de julio de 1529 Isabel de Portugal —esposa de Carlos I— firmaba por delegación de éste la autorización real para la conquista de Perú, que ahora pasaría a denominarse Nueva Castilla. Había llegado la hora decisiva en la vida de Francisco Pizarro. Era el momento de entrar en la historia.

El imperio del Sol

Las capitulaciones facultaron a Pizarro para seguir descubriendo y poblando, en el plazo máximo de un año, hasta el límite del valle de Chincha (en la actual provincia homónima, perteneciente al departamento peruano de Ica). También se le concedieron los nombramientos de gobernador, capitán general y alguacil mayor, y su propio escudo de armas, en el que ya aparecían elementos alusivos al Perú, como la representación simbólica de la ciudad de Tumbes y varias balsas peruanas. Los Trece de la Fama, hasta entonces un heterogéneo grupo de desharrapados aventureros, quedaron elevados oficialmente a hidalgos. A su socio Diego de Almagro se le dio la tenencia de la fortaleza que hubiere Tumbes, con una renta anual de trescientos mil maravedíes, algo menos de la mitad de lo asignado a Pizarro, y le otorgaron el privilegio de
hijodalgo
; obtuvo asimismo la legitimación de su hijo Diego, habido con una india de Panamá. Para el fraile Hernando Luque se solicitó el obispado de Tumbes y se le nombró protector general de los indios. También había deberes para los conquistadores en la Capitulación. Pizarro se comprometía a organizar las huestes y a llevar religiosos. En los días que estuvo por la corte el capitán Pizarro se tropezó con el ya famoso Hernán Cortés, con quien cambió impresiones, extrayendo sabios consejos que luego le fueron muy útiles. El capitán, ya transformado en gobernador, realizó una visita a Trujillo, su pueblo natal, donde convenció a varios paisanos para que le acompañasen, incluidos sus hermanos Hernando, Gonzalo, Juan y Francisco Martín de Alcántara. Sólo el primero es hijo legítimo; los otros dos eran hermanos de padre, y el último, sólo de madre. De Trujillo pasó a Sevilla y de ésta, a Panamá.

Cuando Almagro se enteró de lo capitulado mostró un inevitable desagrado, pues se consideró, a todas luces, relegado en las prerrogativas concedidas. Pizarro, para contentarle, se comprometió a pedir para su compañero el nombramiento de adelantado. Quizá esta rivalidad entre ambos hubiera desaparecido con el tiempo, pero las diferencias que pronto nacieron entre Almagro y Hernando Pizarro —hombre de fuerte temperamento— no facilitaron las cosas. En todo caso, lo que estaba por llegar era tan maravilloso que las discrepancias se minimizaron en pos del objetivo común.

En enero de 1531 la tercera expedición de Pizarro estaba lista para emprender la marcha hacia el imperio del Sol. Contaba con tres navíos, poco más de ciento ochenta soldados, tres frailes y treinta y siete caballos. En la tríada de clérigos se encontraba fray Vicente Valverde, un sacerdote muy dispuesto que iba a desempeñar un importante papel en los próximos acontecimientos. Después de trece días de navegación desembarcaron en la bahía de San Maleo, un grado al norte de la línea ecuatorial.

Los jinetes prosiguieron la marcha por tierra aproximándose a la bahía de Coaque (costa de las Esmeraldas), donde obtuvieron un rico botín. Con el tesoro rapiñado Pizarro remitió dos barcos a Panamá con orden de reclutar más gente. Pero, a pesar de estos éxitos iniciales, la expedición pronto se las tuvo que ver con un clima muy adverso, en el que la lluvia no cesaba, provocando un escenario insalubre en el que muchos hombres sufrieron una epidemia de pústulas bermejas (verrugas enormes) que los diezmó. A esto hay que añadir el constante merodeo de animales salvajes que les atacaban con ferocidad amparados por la noche. De esa guisa permanecieron seis meses a la espera de refuerzos y comida. Al fin el aliviador socorro llegó y los hombres pudieron disfrutar con ricas viandas como cecina, queso, tocino y vino, aceptando de buen grado la incorporación de nuevos voluntarios que se sumaron a la empresa del Perú, como Sebastián de Belalcázar y el soldado-cronista Miguel de Estete.

Con estos contingentes frescos se reemprendió la marcha hacia el sur en un avance combinado por tierra y mar. Fue un penoso trasiego en el que los expedicionarios estuvieron a punto de sucumbir por la sed, a pesar de que en aquellos días llegó algún apoyo más desde Panamá, como el buque capitaneado por Hernando de Soto, en el que se encontraba Juana Hernández, la primera española que participó en la conquista peruana. El destino era Tumbes, la ciudad conocida por Pizarro unos años antes. En ese periodo la plaza había sido saqueada y expoliados todos sus tesoros. Tras contemplar las ruinas, los españoles sufrieron una gran desilusión, paliada, en parte, cuando algunos supervivientes indígenas les contaron el verdadero motivo de tanta desolación y éste no era otro sino que en los últimos años se había desatado con virulencia una guerra civil en el imperio inca, que les había dividido en dos facciones: los que seguían a Huáscar, que dominaba el Cuzco, y los que seguían a Atahualpa, en la sierra del Norte. Inmediatamente se dio cuenta Pizarro de que ese imperio así desgarrado podía facilitar su designio, pues encontraría aliados. La suerte para los incas estaba echada.

Los Incas

Muy lejos, al sur de Panamá, incrustado en las montañas de los Andes —la imponente columna vertebral de América del Sur—, el imperio de los incas se extendía a lo largo de más de cuatro mil kilómetros desde el norte del país quiteño hasta la parte norte de Chile. Los incas, al igual que los aztecas, no eran autóctonos de la región. Antes de empezar sus conquistas, vivían en las vertientes andinas del área selvática del Amazonas, al este del Cuzco, y, al penetrar en esos nuevos territorios, encontraron civilizaciones que habían florecido durante cientos de años con anterioridad a su llegada.

Entre los extremos terribles de frío y calor, selvas, desiertos y laderas en precipicio, los incas instalaron sus moradas en lugares que solamente a costa del ingenio y de la habilidad de sus gentes pudieron convertirse en habitables. Una complicada red de canales de riego llevó el agua a regiones áridas y desoladas a muchos kilómetros de distancia. Un sistema de terrazas sobre las laderas en pendiente hizo posible el cultivo agrícola. Los animales domésticos de la antigua América pacían en las mesetas altas de los Andes. Rebaños de llamas así como de alpacas facilitaban sus lanas, que, con la carne, eran su única utilidad, pues no servían para el transporte.

Se hicieron caminos para que se desplazaran sus ejércitos, que no tenían carretas ya que desconocían la rueda. La naturaleza compensaba todos estos trabajos con las cosechas de maíz, yuca y patata en un escenario seco de cielos azules. También brindó imponentes barreras naturales que les permitieron vivir libres de invasiones, excepto por el lado amazónico, que guarnecieron con imponentes fortalezas, como las que jalonan el valle de Urubamba.

Los pueblos anteriores a los incas (cultura Chavín) posiblemente vivieron en el Perú desde mil quinientos años antes de Jesucristo. Hacia el año cuatrocientos de nuestra era, sus habitantes eran probablemente pastores de llamas y cultivadores de patatas en las elevadas llanuras inhóspitas, pues los más desarrollados (chimúes, mochicas y nazcas) vivieron en la costa. Los wari —predecesores de los incas en las regiones altas— fueron sustituidos por la nueva dominación de guerreros.

No obstante, existe una leyenda popular inca que presenta un cuadro más alegre de su origen. La leyenda dice que había cuatro hermanos y cuatro hermanas —los hijos del Dios Sol— que surgieron de una cueva situada a treinta kilómetros al sureste de Cuzco. Las gentes de las cuevas vecinas les acompañaban. Se trataba de los incas. Guiados por Manco Cápac, uno de los cuatro hermanos, el grupo partió en busca de tierras mejores. Iban armados con la vara divina de oro, la cual, hincada en tierra fértil, se hundiría mucho para indicar el lugar en el que habría de construirse una ciudad nueva. Su viaje fue una primera expansión y los tres hermanos del guía fueron distribuidos convenientemente en una u otra dirección. De esta forma quedó solamente uno de los hijos de Dios-Sol como primer gobernante inca. Al objeto de conservar la pureza de su descendencia divina, se casó con su hermana mayor, Mama Oullo Huaca. Este matrimonio incestuoso estableció un precedente que iba a pervivir a todo lo largo de la dinastía incaica. El emperador, así como los nobles, eran polígamos. Sin embargo, su «coya» (esposa oficial) generalmente era una hermana, y el sucesor en el trono tenía que ser un varón nacido de esta unión.

El pequeño grupo se instaló en el valle de Cuzco, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar aproximadamente. Dado que se encuentra en la latitud de los trópicos, el valle gozaba de un clima bonancible a pesar de su altura, con suelo fértil, abundancia de bosques y verdes prados regados por el río Huatanay. Hacia el siglo X de nuestra era fue fundada Cuzco, la gran capital de los incas. Pero como su fértil valle estaba ocupado por la etnia hualla, la recepción efectuada por éstos a los incas no resultó menos hostil que la que se brindó a los apátridas aztecas cuando entraron en el civilizado valle de México. Manco Cápac dirigió el trazado de la ciudad de piedra, en sustitución de las casas pajizas anteriores. Durante los doscientos años que siguieron, las energías de los incas se emplearon en combatir a sus vecinos.

En 1438, Pachacuti (maestro absoluto) accedió como noveno emperador de la dinastía inca. En el transcurso de los cincuenta y cinco años siguientes, Pachacuti (1438-1471) y su hijo, Topa Inca (1471-1493), conquistaron todo Perú y parte de Ecuador, Bolivia y Chile. Pachacuti fue algo más que un mero conquistador: durante su reinado fundó un vasto imperio sobre unas estructuras de sometimiento religioso. Las ciudades que habían sido tomadas por conquista se organizaron según los modelos incas y fueron administradas por una jerarquía de funcionarios —los orejones—, responsables ante el inca del Cuzco. Todos los cargos de importancia estaban en manos de incas, y otros cargos menores —como, por ejemplo, los gobiernos de una región— quedaron reservados a incas de sangre real.

En poco más de cincuenta años, al menos cuatro millones de personas se habían conglomerado gracias al esfuerzo de Pachacuti y de Topa Inca. En realidad este imperio precolombino se formó gracias a la imposición, en muchas ocasiones sangrienta, de una dominación absoluta sobre los pueblos sometidos, sepultando sus costumbres, idiomas y religiones ancestrales. Cuzco llegó a tener una población superior a los cien mil habitantes, constituyendo el núcleo sagrado del imperio. La característica principal de la ciudad era su plaza central, de la que partían calles estrechas. La plaza estaba rodeada por el palacio del emperador, los edificios principales de la nobleza y el complejo del templo. Los muros de muchas edificaciones principales estaban adornados con láminas de plata, los tejados bardados de las áreas vecinas estaban entrelazados con espigas de metal que captaban los rayos de la mañana cuando el sol salía por encima de las cumbres de las montañas circundantes. El Templo del Sol, cubierto de oro, dominaba la plaza de la ciudad, subrayando su importancia como centro religioso del imperio.

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