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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (17 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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No obstante, la primera vuelta al mundo marcó un hito en la culminación de un asombroso período de exploraciones. En 1418, cuando el príncipe Enrique el Navegante fundó su Escuela de Navegación cerca de Sagres, los marineros europeos sólo tenían noticia de las costas de Europa y del Mediterráneo. Ahora, poco más de cien años más tarde, se habían familiarizado con toda la costa africana y casi toda la costa meridional de Asia, así como con gran parte de la costa oriental de ese continente y muchas de sus islas adyacentes. En líneas generales habían cartografiado la mayor parte de la costa atlántica de las dos Américas e incluso habían explorado grandes zonas de la costa americana del Pacífico. En un siglo se habían dado pasos gigantescos en el descubrimiento y exploración del mundo más allá de las costas europeas. Pero este descubrimiento y esta exploración se habían limitado fundamentalmente al litoral de los grandes continentes. En el Nuevo Mundo ningún europeo, excepto Cortés y sus soldados, había penetrado gran cosa tierra adentro. En Asia, las actividades de los mercaderes, misioneros y colonos portugueses se habían circunscrito a las zonas fácilmente accesibles desde los puertos fortificados. La mayor parte del profundo interior de África iba a seguir constituyendo un misterio para los hombres blancos durante más de tres siglos. Australia, Nueva Zelanda y la Antártida eran todavía desconocidas.

Así, cuando el viaje del
Victoria
puso término a la primera gran fase de los descubrimientos y exploraciones, el mundo seguía conteniendo tantas zonas ignoradas como conocidas. Lo cierto es que las audaces hazañas de hombres como Colón, Balboa, Vasco de Gama y Magallanes no hicieron más que excitar el hambre exploratoria de la humanidad. Y el hecho de que fueran surgiendo cada vez más aventureros que abandonaban sus tierras natales para lanzarse a la exploración de las tierras desconocidas vino a demostrar que no había hecho más que empezar «la gran era de los descubrimientos».

En cuanto a Juan Sebastián Elcano, diremos que, apenas tres años después de su llegada a España, la corona quiso consolidar los descubrimientos de Magallanes, por lo que ordenó una nueva expedición al mando del capitán general fray García Jofre de Loaysa, quien pidió expresamente que fuera Elcano su piloto mayor y guía. El 24 de julio de 1525, zarpaba desde La Coruña una escuadra integrada por siete naves hacia al estrecho de Magallanes. Junto a Elcano iba un joven cosmógrafo llamado Andrés Urdaneta, formado a la sombra del guipuzcoano y que pasaría a la historia como uno de los más hábiles navegantes españoles, a la altura de su maestro. Una vez alcanzaron la costa sur de la actual Argentina, los vientos y las tempestades lanzaron su castigo habitual en la zona, dispersando los barcos. Las cinco primeras naves guiadas por Elcano alcanzaron la embocadura del estrecho, mientras la capitana y otra más se retrasaron. En enero de 1526 los buques pudieron al fin reagruparse hasta que una nueva tormenta los volvió a dispersar definitivamente. Los barcos de Loaysa y Elcano encontraron refugio en la entrada del río Santa Cruz, en la Patagonia argentina. Allí pasaron unos meses recuperando el ánimo y las embarcaciones hasta que en mayo intentaron de nuevo, esta vez con éxito, atravesar el estrecho. Pero las calamidades no abandonaron a la expedición, pues la falta de agua y los vientos huracanados fueron diezmando a los supervivientes al tiempo que retrasaban o variaban el rumbo de las naves. Así, el 30 de julio de 1526, moría el capitán general Loaysa, tras ceder el mando a un tuberculoso Elcano que, cinco días después, el 4 de agosto, fallecería en alta mar. Tenía cincuenta años de edad y méritos más que suficientes para engrosar la lista de personajes ilustres que dieron esplendor a España.

Capítulo
V
FRANCISCO PIZARRO, LA CONQUISTA DEL PERÚ

Amigos y compañeros: de aquí para el norte —hacia Panamá— hay hambre, desnudez, tormentas de agua, pobreza y muerte; hacia el sur hay riquezas, donde está el Perú. Que cada cual elija lo que más conviene a un castellano bravo; en cuanto a mí, voy hacia el sur.

Francisco Pizarro, en la isla del Gallo, septiembre de 1527.

T
an sólo le siguieron trece hombres.

En el imaginario colectivo creado durante el siglo XVI, a propósito de las inmensas riquezas que a buen seguro se encontraban en el Nuevo Mundo, Perú ocupaba un lugar primordial para todos aquellos que quisiesen cambiar su miserable existencia por otra llena de aventuras y opulencia. Cuando Núñez de Balboa descubrió el océano Pacífico tuvo noticias de un rico imperio situado al sur. De inmediato, cientos de buscafortunas y otros tantos exploradores comenzaron a tejer sueños sobre el nuevo escenario que se les ofrecía. El gobernador de Castilla del Oro —Pedrarias Dávila— fue de los primeros en alegrarse con la noticia y mandó trasladar la capital de su gobernación a Panamá, en 1519, para utilizarla como centro de proyección hacia la inminente conquista. De la plaza salió Pascual de Andagoya, quien en 1522 se hizo a la mar rumbo al sur, aunque esta expedición fracasó, fruto de la pésima suerte o de la propia ignorancia en cuanto a las directrices que se debían trazar para la exploración.

Por Gaspar de Morales y Francisco de Becerra se sabía de la existencia de una región situada hacia el levante de Panamá y cuando Andagoya contactó con el cacique de Chicama que era aliado de los españoles, éste se quejó de los ataques que sufría de los caciques de la provincia del
Pirú
, región inmediata a Panamá, en el golfo de San Miguel. Andagoya pidió ayuda a Pedrarias, se dirigió al
Pirú
e hizo devolver al cacique de esta región lo que le había robado al de Chicama. Desde entonces, el nombre del
Pirú
—región o río— se aplicó a toda la región desconocida, situada al sur de Panamá, hacia el Levante, en la Mar del Sur. Andagoya recorrió entonces un sector de la costa, hoy colombiano, hasta un lugar llamado San Juan, logrando sojuzgar a siete caciques, entre ellos al que ejercía de rey de los demás. Estos indígenas se dedicaban a la mercadería y a la navegación y el adelantado español pretendió que le dieran noticias exactas del imperio de los Incas y, más en concreto, de su capital Cuzco.

Esto Pizarro sólo lo supo en su tercer viaje, cuando llegó a Tumbes. Es decir, Andagoya recabó datos fidedignos sobre el imperio que se situaba hacia el sur, pero cuando se encontraba inspeccionando algunos puntos de la costa tuvo la mala suerte de que su canoa volcase, quedando tullido y sin poder montar a caballo. De vuelta a Panamá, declinó la invitación efectuada por Pedrarias de dirigir la empresa de Levante, y se dedicó, como buen cronista que era, a escribir una relación sobre los sucesos de Pedrarias y sus propias exploraciones; por ello pasó a la historia como el primer cronista etnógrafo del descubrimiento peruano.

Pedrarias no desistió en su empeño y organizó otra expedición que no llegó a salir debido a la muerte del jefe de la misma, Juan de Basurto. Fue entonces cuando surgió la figura del veterano capitán Francisco Pizarro, llamado por Pedrarias «mi Teniente de Levante».

Este extremeño universal nació en Trujillo (Cáceres) en 1478. Fue hijo ilegítimo de la unión habida entre Gonzalo Pizarro —hidalgo militar al servicio de los Reyes Católicos— y Francisca González —hija de labradores y criada de las monjas trujilianas de San Francisco el Real—. Siendo un adolescente abandonó su pueblo camino de Sevilla, donde se alistó en el ejército del Gran Capitán para la campaña de Italia. De regreso a España, algunas fuentes lo sitúan como marinero en el viaje de Alonso de Ojeda y Juan de la Cosa a Tierra Firme, en 1499; incluso otros aseguran que fue tripulante en el último viaje de Colón en 1502. Lo que está probado documentalmente es que Pizarro viajó como servidor de Nicolás de Ovando a La Española, pisando por primera vez tierra americana el 15 de abril de 1502.

En los siguientes ocho años su experiencia militar le hizo destacar en las sucesivas campañas libradas contra los indios, lo que le granjeó una inmejorable fama de buen soldado y el dominio de una magnífica encomienda. En 1509 Alonso de Ojeda le ofreció un cargo relevante en su viaje a Tierra Firme y, un año más tarde, asumió el mando del Fuerte de San Sebastián (golfo de Urabá). También asistió a la fundación de Santa María de la Antigua en Darién. Entre los años 1509 y 1522, el capitán Pizarro militó bajo diversos caudillos: Ojeda, Enciso, Balboa, Morales, Pedrarias…, aprendiendo el arte de la guerra indiana. Hizo una incursión al templo indio de Dabaibe, cruzó el istmo junto a Núñez de Balboa, regresó con Morales de la isla de las Perlas y, como ya sabemos, fue quien detuvo al descubridor del Pacífico por orden del gobernador Pedrarias.

Tras esta dilatada peripecia, Pizarro se asentó cómodamente en Panamá para disfrutar de una próspera vida gracias a sus negocios. Nada hacía pensar que a sus cuarenta y cuatro años algo le incitaría a remover su inquieta alma aventurera. Sin embargo, su pasión conquistadora se despertó una vez más cuando Andagoya llegó con noticias que confirmaban, en parte, las informaciones logradas por Núñez de Balboa y él mismo en su trato con los indios ribereños del Pacífico. Pizarro, movido por un invisible aunque frenético resorte, buscó socios para lo que él consideró la magna empresa de su vida. En este trance rubricó una fructífera alianza con dos amigos suyos, Diego de Almagro y el clérigo Hernando Luque, quien mantenía una gran relación con Gaspar de Espinosa, hombre que concedería recursos económicos para el viaje que estaba a punto de emprenderse. Por el convenio establecido, Pizarro dirigiría las huestes, Almagro procuraría pertrechos y el cura aportaría los imprescindibles fondos económicos.

Obtenido el oportuno permiso del gobernador Pedrarias, Pizarro salió de Panamá en 1524 en un barco con poco más de cien hombres, mientras Almagro se quedaba en la ciudad pertrechando otro buque con la intención de seguir a su socio posteriormente. El extremeño fijó su primer objetivo en el puerto de Pinas, justo en el límite meridional marcado por el viaje de Andagoya. Por entonces era estación lluviosa y con vientos contrarios.

Pizarro y sus hombres tuvieron que deambular por territorios de inhóspitos y malsanos manglares, lo que provocó que treinta hombres murieran víctimas de enfermedades. Finalmente, la columna pudo llegar a un puerto al que llamaron Del Hambre y, tras una breve escala, prosiguieron ruta hacia Pueblo Quemado, donde, dadas las circunstancias adversas de la región explorada y las pésimas condiciones en las que se encontraban los hombres, Pizarro optó por regresar a Panamá.

Por su parte Almagro, que ya había salido de Panamá con su navío, se cruzó con los expedicionarios que regresaban, sin que ambos barcos se divisasen, retornando al poco sin mayores noticias. Con esto se daba por concluida la primera expedición de Pizarro al Perú. Los avances no habían sido muy esperanzadores, sin embargo los socios no cejaron en el empeño de continuar alimentando sus ilusiones y el 10 de marzo de 1526 formalizaron notarialmente su sociedad con el ánimo de volver al imperio del Sol.

Los Trece de la Fama

El presunto fracaso de Pizarro y los suyos puso en alerta al gobernador Pedrarias, quien por entonces estaba a la tarea de castigar a su capitán Francisco Hernández de Córdoba, quien se había revelado. Fue entonces cuando el sacerdote Luque movió toda su influencia en la corte colonial consiguiendo, tras eficaces gestiones diplomáticas, que el gobernador concediera de nuevo permiso para la empresa llamada de Levante, mientras el propio Pedrarias, una vez desvinculado de sus compromisos en el sur, dirigía sus ambiciones hacia la conquista de Centroamérica. Por tanto, en 1526 los tres socios volvían a tener las manos libres para acometer un segundo viaje.

El 10 de marzo de dicho año salieron de Panamá dos navíos con ciento sesenta hombres y cinco caballos. En esta ocasión Pizarro tuvo la suerte de contar con los servicios de Bartolomé Ruiz, un diestro piloto náutico que inmediatamente enfiló proa hacia el oeste, evitando las corrientes y vientos contrarios que habrían dificultado la singladura, como lo hicieron en el primer viaje. Asimismo se evitó la hostil zona de los manglares y la flotilla echó anclas sin mayor dificultad en la desembocadura del río San Juan (actual Colombia). Allí constataron la existencia de algunos poblados con valiosos tesoros, aunque escasos. Almagro fue enviado entonces a Panamá con muestras de lo recogido, para que pudiera volver con más hombres y medios, mientras que por su parte Pizarro exploraba zonas del interior en busca de oro y noticias.

También se ordenó al piloto Bartolomé Ruiz que navegara más al sur, con el propósito de obtener información acerca de las geografías y gentes que allí se encontrasen.

En este periplo el marino exploró la isla del Gallo y comprobó, tras superar la línea del Ecuador, que conforme avanzaba más hacia el sur existían grandes signos de civilización. Había poblaciones, campos regados, gentes vestidas con ropas de algodón perfectamente tejidas y casas construidas con ladrillos de adobe. Su reconocimiento culminó cuando encontró, cerca de la costa, una balsa muy grande. Los indios que la ocupaban llevaban adornos de plata muy llamativos y estaban vestidos con ropajes bien confeccionados. Era la primera vez que se establecía contacto con una civilización superior. Dos de los indios que iban en la balsa le hablaron de la ciudad costera de Tumbes —propiedad de los incas—, que poseía edificios impresionantes y un templo, al parecer, importante. Éstas eran las noticias que había estado esperando Pizarro, quien, por cierto, llegó a plantearse el abandono de la empresa, pues su grupo mermó ostensiblemente por causa de las enfermedades y de los ataques indígenas, pero la llegada de Ruiz con las buenas nuevas mitigó el desánimo del extremeño, a lo que se sumó el regreso de Almagro con oportunos refuerzos y víveres, por lo que se decidió continuar con la expedición. Sin embargo, el entusiasmo fue cediendo paso a la desesperación y, a medida que la flotilla se adentraba en las latitudes descritas por Ruiz, los alimentos comenzaron a escasear. Era como tener el paraíso al alcance de la mano, pero sin poder disfrutar de él, pues para entonces la aventura había llegado al límite de sus posibilidades.

Almagro sugirió la idea de regresar a Panamá una vez más, portando objetos de oro y plata a fin de estimular la recluta de más hombres y tener tiempo de cargar alimentos suficientes para proseguir con la empresa. Pizarro, acuciado por los estragos de la hambruna entre su tropa, aceptó la sugerencia del manchego dejándole marchar, mientras él mismo se parapetaba en la isla del Gallo, frente a las costas ecuatorianas, con el propósito de evitar los furibundos ataques de los indios que tantas bajas les estaban ocasionando. Cuando Almagro recaló en Panamá supo que Pedrarias había sido sustituido por otro gobernador, Pedro de los Ríos, quien no tenía interés alguno en estas expediciones a lo largo de la costa de América del Sur, pues creía que todas ellas terminarían en fracaso y con la muerte de cientos de hombres muy necesarios para la expansión colonial por Centroamérica. En consecuencia, tras escuchar la disertación de Almagro, el flamante mandatario despachó dos barcos bajo el mando de Juan Tafur hacia la isla del Gallo, con la orden de hacer regresar al grupo dirigido por Pizarro. A estas alturas estaba claro que las máximas autoridades de la colonia española no deseaban arriesgar más vidas en lo que ellos entendían como alocadas e inútiles aventuras.

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