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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

La aventura de los conquistadores (22 page)

BOOK: La aventura de los conquistadores
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Los dos conquistadores se reunieron para dilucidar la mejor solución ante semejante encrucijada. Finalmente siguió pesando el afán de protagonizar descubrimientos asombrosos y, con tal motivo, las cabezas rectoras de aquella empresa optaron por seguir adelante. En un lugar fluvial próximo bautizado como Ávila del Barco, se realizaron los preparativos necesarios para la construcción de un bergantín. Una vez concluidos los trabajos y fletada con éxito la nave, los expedicionarios navegaron por el río Cosanga y por el Coca hasta llegar al Ñapo. Por su orilla izquierda desembocaba el Aguarico y por la derecha, mucho más abajo, el Curaray. Aquí fue donde el grupo decidió separarse dada la angustiosa situación de verse sin nada que llevarse a la boca. No obstante, algunos indígenas les aseguraron que al sur se encontraba un país lleno de riquezas y manjares, justo lo que los famélicos españoles deseaban escuchar, por lo que Pizarro comisionó a Orellana y a un puñado de soldados para ir a buscar alimentos a ese lugar del que hablaban los indios. A estas alturas ya habían transcurrido diez meses desde que salieron de Quito. En el bergantín almacenaron los objetos más pesados, ropas y valijas de los expedicionarios, así como los hombres enfermos y unas pocas provisiones. En total sesenta, más que hombres, supervivientes, entre los que se encontraban dos frailes, de los que precisamente uno de ellos, Gaspar de Carvajal, dejaría testimonio escrito de tan penoso avatar. Orellana al despedirse de Pizarro le dijo de forma muy sentida que si el barco tardaba en regresar no tuviera el mínimo inconveniente en darles por perdidos poniéndose a su vez a salvo sin remordimientos. Esto aconteció en diciembre de 1541.

El bergantín zarpó hacia los parajes indicados por los nativos, sin embargo, tras varios días de navegación no habían encontrado nada en absoluto, ni siquiera un humilde poblado que les pudiera abastecer de comida. En realidad, ignoraban hacia dónde se dirigían, aunque ya intuían que el regreso sería imposible, por lo que decidieron analizar la precaria situación en la que se jugaban nada menos que sus propias vidas. Finalmente se decidió por consenso seguir adelante. Pasaron más jornadas, los tripulantes llegaron a comer cualquier cosa, incluido el cuero de sus cinturones o zapatos. La hambruna era tan grave que hasta los sacerdotes ofrecieron la escasa harina que les quedaba para confeccionar hostias sagradas, lo que apenas pudo paliar el delicado trance.

Finalmente ocurrió un milagro: era el 1 de enero de 1542 y en dicha fecha los aventureros creyeron escuchar un sonido que se les antojó celestial. En efecto, primero débilmente y más tarde claro y rotundo llegó hasta ellos el sonido de unos tambores tribales. Aquello suponía sin duda su salvación; dos días más tarde los esqueléticos españoles contactaban con el poblado de Apaña. En él pudieron saciar el hambre y descansar.

Una vez repuestos Orellana tomó posesión de aquellas tierras en nombre del gobernador Gonzalo Pizarro y se aprestó para recopilar provisiones, pues no olvidaba la misión fundamental de su viaje, y ésta consistía en ir a socorrer a su jefe y proseguir juntos la ruta prevista. Empero, sus hombres parecieron opinar una cosa bien distinta, pues una vez llegados allí deseaban continuar hacia el imaginario país del que se referían tantas bondades. Orellana, confuso ante la actitud de sus subordinados, se mostró dubitativo durante un tiempo, pero, finalmente, entendió que el regreso podía suponer un hecho tan lamentable como la ida y que quizá no tuvieran tanta suerte como hasta ese momento. Esta decisión del conquistador extremeño ha pasado a la historia como «la traición de Orellana», si bien en mi modesta opinión cualquier opción elegida en aquel momento desesperado debe obtener nuestra comprensión.

En consecuencia, Orellana amenazado por el presunto motín de sus hombres, dio su visto bueno a reemprender la marcha; para entonces quedaban cuarenta y ocho supervivientes y un bergantín en pésimo estado, por lo que se construyó en cuarenta y un días un segundo navío en el que se repartieron cargas y tripulantes. Los buques fueron bautizados con los nombres de
San Pedro
y
Victoria
y con ellos los expedicionarios se echaron al río rumbo a lo desconocido. El 12 febrero de 1542 los navíos entraron en el Amazonas y surcaron sus aguas durante semanas, enfrentándose a los múltiples peligros con los que se iban encontrando. Los indios amenazaban constantemente y cada territorio dominado por tal o cual cacique los recibía con suma hostilidad. Era frecuente ver nativos gritándoles desde las orillas o desde canoas que se acercaban para lanzar las temibles flechas envenenadas que tantos muertos causaron en la tripulación española.

En mayo los expedicionarios se encontraban otra vez sin víveres, por lo que se vieron obligados a perpetrar un ataque contra el poblado dirigido por el cacique Machifaro. Tras una cruel refriega los europeos consiguieron fruta y unas enormes tortugas que, no sin dificultad, subieron a bordo de los bergantines. Con estos alimentos pudieron aguantar algún tiempo más, en el que sostuvieron luchas terribles con tribus como los paguanas o los omaguas. Finalmente el sábado 3 de junio de 1542, Orellana y los suyos percibieron cómo una fuerza extraña les impelía hacia un lugar concreto, habían contactado con el poderoso río Negro. Cinco días más tarde pudieron descansar dejando atrás la desembocadura del Madeira en el Amazonas y, poco después, la del Tapajoz.

Pero se reanudaron los ataques indios y esta vez con absoluta virulencia pues eran muy agresivos y numerosos. Las flechas envenenadas surcaron los aires para clavarse en la madera de los bergantines o en los cuerpos de los aventureros. Los españoles se percataron de que entre los atacantes se encontraban también mujeres guerreras, que les disparaban flechas con gran precisión: serían las posteriormente bautizadas como «amazonas». Según algunos investigadores, darán nombre al río explorado por Francisco de Orellana; si bien otros sospechan que el nombre podría provenir de la palabra india
amassona
, que significa «barco hundido». En todo caso, los cronistas españoles identificaron a estas mujeres con las famosas luchadoras griegas y de ahí el nombre por el que conocemos este abrumador río que fluye en su mayor parte por Brasil y que figura como el mayor del mundo en términos de captación de agua, número de afluentes y volumen de agua descargada. Con sus seis mil doscientos setenta y cinco kilómetros de longitud, es el segundo cauce fluvial más largo del planeta, después del Nilo. Asimismo los cientos de afluentes que nutren al Amazonas recogen las aguas de una cuenca de más de seis millones de kilómetros cuadrados, la mitad de Brasil y el resto repartido entre Perú, Ecuador, Bolivia y Venezuela. Se estima que el Amazonas descarga entre treinta y cuatro y ciento veintiún millones de litros de agua por segundo y deposita, diariamente, unos tres millones de toneladas de sedimentos cerca de su desembocadura. Los aportes anuales del río suman una quinta parte de toda el agua dulce que desemboca en los océanos del planeta. La cantidad de agua y de sedimentos aportados es tan enorme que la salinidad y el color del océano Atlántico se ven alterados hasta una distancia de unos trescientos veinte kilómetros desde la boca del río. Como es obvio, Orellana desconocía estos datos, incluso ignoraba que había sido el primer europeo en transitar por las aguas de este prodigio de la naturaleza.

Al fin los bergantines recibieron las primeras señales de las mareas atlánticas, justo en el momento en el que un exhausto Gonzalo Pizarro entraba en Quito al mando de ochenta cadavéricos soldados. Orellana, ajeno a esto, se internó el 24 de agosto de 1542 en el océano Atlántico con sus cascarones.

Durante días se mantuvieron a merced del clima; no poseían anclas, brújulas, cartas náuticas, ni pilotos que pudiesen guiarles a buen puerto. Una tormenta separó a los dos barcos y cada uno temió por la suerte del otro. Pero el dios de la aventura se apiadó de estos valerosos hombres y obró el milagro de su salvación conduciéndoles a los territorios de Nueva Cádiz (actual Venezuela), donde se reunieron el 11 de septiembre de 1542.

Concluida la proeza que suponía haber sido el primer hombre que cruzó el continente americano navegando por el Amazonas, Francisco de Orellana viajó a España para reivindicar su gloria y de paso justificarse por haber abandonado a su jefe en una situación límite. Su narración convenció al Consejo de Indias, que no sólo le absolvió de su presunto delito, sino que le concedió el título de adelantado de Nueva Andalucía, nombre designado para las latitudes exploradas por el extremeño.

Así, en mayo de 1545, el flamante gobernador salió de Sanlúcar al mando de una gran flota, dispuesto a tomar posesión de su cargo. Lo acompañaba su mujer, doña Ana de Ayala, y muchos colonos dispuestos a radicarse en aquella tierra de promisión. Orellana tenía intención de hacer el camino inverso, consistente en penetrar por la desembocadura del Amazonas y remontar el río. Pero la empresa fracasó, nadie sobrevivió y las riberas salvajes del río se fueron tragando poco a poco a los expedicionarios. Enfermo, perdido y viudo, Orellana murió en el interior del Amazonas en noviembre de 1546: tenía tan sólo treinta y cinco años de edad, aunque su brillante expediente explorador le supuso un lugar de honor en la epopeya americana.

A decir verdad, el testimonio y valía de tantos esforzados abrieron rutas hasta entonces insospechadas y el majestuoso río americano, cuyas aguas navegó Orellana, se convirtió en frontera misteriosa de algo ignoto pero que los más arriesgados intuían lo suficientemente valioso como para dejarse en el empeño vidas y patrimonio. Acaso una de las más singulares gestas de las que se dieron en estos lares fue la protagonizada por Gonzalo Jiménez de Quesada, artífice de una hazaña propia de Cortés o Pizarro, nada menos que la conquista del Tercer Imperio americano.

Gonzalo Jiménez de Quesada, la búsqueda del Reino del Oro

La empresa encabezada por este conquistador quedó oscurecida por los siglos, debido, en buena parte, a que dadas las circunstancias, no brilló ni quedó ensalzada como bien hubiera merecido en aquella época tan confusa. No obstante, hoy en día nadie discute que fue un logro digno de recibir grandes reconocimientos y que el papel desempeñado por este soñador supuso un innegable aporte de grandeza al luminoso imperio español.

Jiménez de Quesada nació en Córdoba en 1509 y siendo muy joven se trasladó a Granada, donde su padre trabajaba como juez impartiendo justicia entre los moriscos. Más tarde fortaleció su adolescencia sirviendo en los ejércitos españoles que luchaban por Europa. Aunque, finalmente, se decantó por la vocación jurídica y completó sus estudios de Leyes en Salamanca, para acabar nuevamente en Granada, donde ejerció su oficio hasta que en 1535 fue nombrado justicia mayor de la expedición capitaneada por Pedro Fernández de Lugo, quien se aprestaba a viajar hacia la colombiana ciudad de Santa Marta, con el cargo de gobernador. En noviembre de ese mismo año una flota compuesta por dieciocho naves con mil quinientos soldados, colonos y tripulantes zarpaba de Canarias con la pretensión de asegurar aún más el dominio español en aquel territorio denominado Nueva Granada. La escuadra arribó a las costas colombianas un par de meses más tarde, encontrándose un panorama desolador entre los pobladores, dado que estaban diezmados por las enfermedades y sin dirigentes que tuviesen ideas claras sobre cómo afrontar el terrible desasosiego que se había instalado en los moradores. Fernández de Lugo trajo, no sólo esperanza, sino también la serenidad suficiente para proseguir la colonización por aquellos territorios tan bellos como hostiles para los pioneros.

A las pocas semanas de su llegada se impuso la necesidad de avanzar por el cercano río Magdalena hacia las zonas donde se presumía la existencia de grandes y fértiles reinos llenos de oro y abundantes materias primas. Era el sueño por el que tantos españoles habían surcado las aguas atlánticas y, en aquellos años donde todo estaba pendiente de ser conquistado o explorado, el hábil gobernador no quiso atar en corto a los impetuosos aventureros que exigían expediciones rumbo al oropel. El propio Jiménez de Quesada animó a su jefe para que éste le concediera el mando de una columna que viajase al interior, precisamente donde los astutos indios les aseguraban la existencia de la justificación a su locura.

El 5 de abril de 1536 Quesada, en compañía de unos setecientos cincuenta hombres, partió de Santa Marta en busca de su particular El Dorado. El cauce del Magdalena le indicó la ruta a seguir y por ella avanzó con la ayuda de algunos bergantines, mientras que el grueso de su tropa caminaba por las riberas del imponente río americano. Las dificultades de la singladura fueron tan extremas como penosas: intentos de motín, clima adverso, hundimiento de casi todos los barcos excepto dos. En definitiva, circunstancias que invitaban sin demora al abandono de la empresa.

Fue aquí, sin embargo, cuando afloró el genio de Quesada y sus dotes para el mando en situaciones apuradas, y a pesar de haber perdido cientos de efectivos, el capitán español enardeció el ánimo de la columna con las acostumbradas promesas de riqueza una vez que culminara con éxito aquella misión casi suicida. Los expedicionarios prosiguieron la travesía de forma muy lenta, dado que la espesura ofrecida por la selva impedía un buen ritmo de marcha. Para mayor calamidad, los abastecimientos que debían llegar desde Santa Marta no afluyeron de la manera esperada, pues la zozobra de casi todas las naves enviadas por Fernández de Lugo tan sólo permitió que dos bergantines se unieran a otros tantos supervivientes, lo que se tradujo en una evidente escasez de pertrechos y víveres para un ejército cada vez menos numeroso, compuesto por hombres famélicos, puesto que, a los pocos meses de iniciada la aventura, tan sólo quedaban unos doscientos efectivos de la orgullosa comitiva que había salido de Santa Marta.

Finalmente, sin abandonar el Magdalena, Jiménez de Quesada se encontró con indicios de una cultura aborigen muy superior a las hasta ese momento conocidas. Se trataba de los chibchas, indios que vivían en las altas mesetas de los Andes colombianos centrales. Los chibchas tenían una civilización avanzada, con templos de piedra, estatuas y una metalurgia del oro muy refinada, aunque a cierta distancia de los mayas, aztecas e incas. Trabajaban el oro, extraían esmeraldas, fabricaban objetos de loza, cestería y tejían paños ligeros. El suyo iba a ser el último reino de gran riqueza descubierto por los españoles en América del Sur.

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