—Le encontró esta mañana uno de los conserjes —informó alguien.
—Es increíble, ayer mismo estuve tomando café con él —comentó Maggie Larson, la profesora de Ética Cristiana, con expresión circunspecta.
«No parece alterada», pensó Emily en su fuero interno al acercarse un poco. Su curiosidad se despertó del todo al comprender que esa no era la palabra correcta. «No, parece asustada».
Cuando había girado la llave hasta la mitad, se dio la vuelta y contempló a sus compañeros. Absorbía su atención algo con pinta de no ser nada bueno.
—Disculpad, no pretendo ser maleducada, pero ¿qué ocurre? —quiso saber al tiempo que daba un paso hacia ellos. Cada una de sus palabras disparó la tensión en el ambiente, pero ella no conocía otro modo de tomar parte en la conversación sin saber ninguno de los detalles, ni siquiera el motivo de la misma.
Sin embargo, sus interlocutores no tenían intención de excluirla de la información.
—Al parecer no te has enterado —comentó una profesora. Aileen Merrin era la titular de Nuevo Testamento. Había sido miembro de la junta de nombramientos cuando Emily postuló a su actual cargo hacía dos años, y desde entonces sentía por ella un cariño innato. Esperaba tener un pelo plateado tan estupendo como el de Aileen cuando llegara a su edad.
—Es evidente que no. —Alzó el vaso de papel y tomó un sorbo de café demasiado frío para ser agradable desde hacía una hora, pero era un gesto cotidiano que ayudaba a superar lo embarazoso de aquel momento—. ¿De qué no me he enterado?
—¿Conocías a Arno Holmstrand, de Historia?
—Por supuesto. —Todos conocían al profesor insignia del Departamento de Historia. Emily habría sabido quién era incluso si no hubiera estado asignada tanto a Historia como a Religión. Holmstrand era el erudito más eminente y célebre de la universidad—. ¿Ha descubierto otro manuscrito perdido? ¿Ha expulsado a otro país del Oriente Medio por no respetar las reglas en una de sus excavaciones? —Tenía la impresión de que cada vez que se mencionaba su nombre era en el contexto de un descubrimiento capital o una aventura académica—. No habrá llevado a la bancarrota a la universidad con uno de sus viajes, ¿verdad?
—No, no lo ha hecho. —De pronto, Aileen pareció muy incómoda, y con un hilo de voz añadió—: Ha muerto.
—¡Muerto! —Emily dio un pequeño empujón y se integró del todo en el apiñado corrillo, cuyos integrantes estaban muy turbados a causa de las noticias—. Pero ¿qué dices? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—La noche pasada. Creen que le asesinaron aquí mismo, en el campus.
—No lo creen, lo saben —la interrumpió Jim Reynolds, un experto en la Reforma protestante—. Le han pegado tres tiros en pleno pecho… Según he oído, ocurrió en su despacho. Tiene pinta de ser un trabajo profesional.
En lugar de los extraños escalofríos que le habían corrido por la espalda, ahora se le puso la piel de gallina. Un homicidio en el campus Carleton College era algo inaudito, pero el asesinato de un colega… La noticia la asustó y le causó una honda impresión.
—Lo encontraron en el vestíbulo —añadió Aileen—. Había sangre en el exterior de su despacho. No he entrado. —La voz le tembló y miró a Emily—. ¿No te has dado cuenta de que la policía andaba por el campus?
—No…, no tenía ni idea de qué iba la cosa. —Emily hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Por qué Arno?
No se le ocurría ninguna otra pregunta.
—Esa cuestión no me preocupa —terció con miedo y timidez Emma Ericksen, la compañera de Emily en Historia de las Religiones.
—¿Y qué te preocupa? —quiso saber Emily.
—La cuestión es, si han atacado y asesinado a uno de nuestros colegas aquí, en el campus, ¿quién va a ser el siguiente?
Washington, DC, 9.06 a.m. EST
[3]
En el exterior de la sala de conferencias identificada por un rótulo como la 26 H, el doctor Burton Gifford entregó el maletín de cuero a un camarero y le dedicó una mirada que dejaba claro su deseo de quedarse a solas a la conclusión de su reunión matutina. Se hizo a un lado mientras el resto de los asistentes salían de la estancia y seguían el pasillo en dirección a la salida; ignoró los numerosos letreros de «Prohibido fumar» y extrajo un Pall Mall sin filtro de una pitillera que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta y lo encendió. Había trabajado en el comité asesor de política exterior del presidente durante los dos años que este había permanecido en el poder, había sido un leal partidario de su trabajo en Oriente Medio, a pesar de que el hombre al mando no compartiera su deseo de mostrarse más agresivo y no limitarse a repartir las cartas en las tareas de reconstrucción de después de la guerra allí librada. Había llegado a convertirse en uno de los asesores más influyentes del gran jefe, llevando a cabo tareas políticas y asegurándose de que el presidente distinguiera a los amigos de los enemigos. Los antecedentes de Gifford estaban en el mundo de los negocios, y los negocios no eran sino un mundo de contactos. Le complacía pensar que el presidente estaba conectado, o desconectado, gracias a su sabiduría e influencia. Y no andaba del todo errado. Él era el tipo de los contactos y el presidente, la voz moral que elegía a los correctos.
Un hombre llamado Cole permanecía inmóvil en las sombras. Su rostro invisible esbozaba una mueca de desprecio hacia el corpulento e influyente intermediario político, un hombre dominante de muchos contactos cuyo aspecto recordaba al estereotipo de un gato gordo. Estaba henchido físicamente y también en su vanidad. Para él no existía nada a no ser que fuera relevante para sus propios designios.
Y aquel día iba a pagar por ese defecto.
Gifford dio una larga calada al cigarro en el pasillo vacío. La colilla a medio fumar pendió de sus labios mientras él usaba las manos para alisarse la chaqueta. Cole eligió ese momento para salir de una oficina situada al otro lado del corredor a fin de aprovechar la distracción y la posición vulnerable de aquel hombre. Le agarró de las muñecas con un movimiento sencillo y le arrastró de vuelta a la sala de conferencias.
—¿Qué diablos está haciendo? —inquirió Gifford, perplejo, mientras se le caía el pitillo de los labios.
—Guarde silencio y esto será más fácil —contestó Cole. Mantuvo sujeto a su cautivo con la mano izquierda mientras con la diestra cerraba suavemente la puerta detrás de ellos—. Y ahora, tome asiento.
Arrojó al tipo sobre una de las sillas situadas alrededor de la larga mesa de conferencias, desocupada desde hacía poco. Gifford estaba indignado. Aquel insubordinado no solo le había zarandeado, sino que en el proceso también le había retorcido las muñecas. Fuera de sí, puso las manos sobre el pecho y se las frotó a fin de aliviar el dolor. Mientras giraba la silla hacia su atacante, se puso a despotricar:
—Voy a enseñarte, jovencito, que no soy de esa clase de tipos que se achantan y aceptan sin más este tipo de…
Abandonó sus quejas a mitad de la frase cuando se dio la vuelta del todo y tuvo ocasión de ver las manos del agresor, que estaba dando las últimas vueltas al silenciador antes de tenerlo ajustado del todo a su Glock 32 de calibre 357 SIG.
—Sé perfectamente quién es, señor Gifford —replicó Cole sin molestarse en levantar la vista—. He venido a por usted.
La rabia y la sensación de superioridad de Gifford habían sido sustituidas por el terror y la impotencia.
—¿Qué…, qué quiere? —preguntó sin apartar los ojos del arma.
—Este momento —respondió Cole, que retiró el seguro del gatillo de la Glock en cuanto el silenciador quedó en posición con un chasquido—. Este momento es todo lo que quiero.
—No entiendo —espetó, horrorizado, y empujó hacia atrás la silla, como si así pudiera hallar alguna protección frente a la amenaza que tenía delante—. ¿Qué quiere… de mí?
—Solo esto —replicó Cole—. No quiero nada más. No es un interrogatorio ni un secuestro.
—Entonces, ¿qué es?
Cole levantó por fin la mirada y la fijó en los ojos como platos del aterrado Gifford.
—Es el fin.
—No…, no entiendo.
—Ya, imaginaba que no iba a comprenderlo —repuso Cole, y acto seguido disparó al corazón de Gifford tres balas que cortaron de raíz la conversación.
El hombro derecho de Cole soportó el retroceso de la pistola. Los disparos sofocados por el silenciador apenas levantaron eco en la enorme sala.
Gifford jadeó con incredulidad al ver un hilo de humo en la boca del cañón por la que habían salido las tres balas ahora alojadas en la parte superior de su cuerpo. Se desplomó sobre la silla cuando el corazón empezó a soltar sangre, que salió a borbotones por las heridas del pecho y la espalda.
Cole le vio exhalar el último estertor y se perdió en las sombras.
9.20 a.m. CST
—¿Saben quién le disparó? —preguntó Emily con un gallo en la voz que delató su propia desazón. Aún no había logrado enterarse de la razón por la que habían matado a Arno Holmstrand, el rostro más conocido de la universidad, sin lugar a dudas, aunque también era un vejestorio, al menos desde su perspectiva, porque, bueno, tenía setenta y pico. En esencia, era un anciano reservado y, a lo sumo, algo excéntrico. Ella no le conocía demasiado bien. Habían coincidido unas cuantas veces y Arno había farfullado unos comentarios bastante extraños acerca de la investigación de Emily, las pegas que cabía esperar de un viejo profesor sobre los trabajos de sus discípulos, pero hasta ahí había llegado su relación. Eran colegas, no amigos.
Sin embargo, eso no aliviaba demasiado la sorpresa. Una muerte en el campus, y un asesinato nada menos, era una noticia de lo más insólito. Y Emily no podía evitar sentir un cierto cariño hacia Holmstrand, aunque pesaba mucho más la valoración profesional que la relación personal.
—Ni idea —contestó Jim Reynolds—. Los detectives están en su edificio ahora mismo y el ala está cerrada. Lo estará todo el día.
Emily tomó un sorbo de café frío por instinto, pero en esta ocasión el gesto de llevarse a los labios la taza resultaba forzado, obvio, casi irrespetuoso. Era un comportamiento demasiado normal para ser hecho a la luz de tales nuevas.
—Aún no me creo que esto haya sucedido aquí. —Maggie Larson aún mostraba indicios de pánico—. A lo mejor alguien le tenía ganas…
Dejó que se apagara el eco de sus palabras. Había una declaración no dicha pero implícita para todos ellos: ninguno se sentía seguro ahora que habían asesinado a uno de los suyos.
El grupo se sumió en un largo silencio, roto solo por la llamada de la campana que repicó detrás de su actual ubicación. Estaban a punto de empezar las clases de la siguiente hora. Intercambiaron miradas de preocupación mientras se marchaba para dar las lecciones y atender sus obligaciones. Emily se sintió incómoda y compungida cuando tuvieron que seguir caminos separados. ¿Estaba bien que ahora se marchara cada uno a sus asuntos como si la conversación sobre un colega muerto fuera una charla sin más? Lo más seguro era que hubiera más cosas que decir, alguien debía admitir al menos lo emotivo de aquella situación.
—Yo, bueno…, lamento mucho lo de Arno. —No logró añadir nada más.
Le sorprendía hasta qué punto le afectaba aquella pérdida. Experimentaba una respuesta emocional que habría resultado más comprensible en el caso de la muerte de un amigo que en la de alguien como Arno Holmstrand, que nunca lo fue.
Aileen le dedicó una débil sonrisa y abandonó el corro. Emily luchó contra el estupor, regresó a la oficina, abrió la puerta y entró en la minúscula habitación. Resultaba sorprendente con qué facilidad podía cambiar la perspectiva de un día, lo arrolladora que podía llegar a ser una tragedia. Ella había tenido la mente en otra cosa, la cita pendiente con el hombre que amaba, hasta que tuvo noticia de la muerte de Arno.
El último miércoles antes del puente de Acción de Gracias solo debía impartir una clase a primera hora de la mañana. Cuando Emily iba a salir, disponía del resto del día para los preparativos del esperado viaje; este la llevaría de Minneapolis a Chicago, donde pasaría el fin de semana con su prometido, Michael. Se habían conocido cuatro años atrás, también en un puente de Acción de Gracias. Él era un inglés que estudiaba en el césped de su casa y ella, una estudiante de máster muy impaciente que realizaba investigaciones en el extranjero e intentaba compartir el significado de la gran tradición norteamericana con sus antiguos caciques coloniales. Y desde entonces aquel había sido su día.
Pero aquel ensueño feliz había llegado a su término y el corazón le latía desbocado ahora que se le había disparado la adrenalina al enterarse del asesinato ocurrido en las aulas.
Hizo un esfuerzo por reprimir el malestar y enchufó el ordenador de su mesa. Un trauma no podía detener todo un día de trabajo por muy fuerte que fuera. Emily dejó caer sobre el escritorio todo el correo, que había guardado hasta ese momento en el pliegue del codo.
No reparó en el sobrecito amarillo colocado entre dos folletos de colores brillantes porque tenía la mente sumida en cavilaciones sobre el asesinato y la sensación de pérdida. Sus ojos no advirtieron la elegante y peculiar letra de la dirección escrita con pluma, ni se fijaron en la ausencia del matasellos y del remitente. Pasó inadvertido delante de ella y se quedó en medio del revoltijo con todo lo demás.
Minnesota, 9.30 a.m. CST
Dos nimios orificios en el cuero de la vieja silla señalaban los fatales disparos que habían acabado con Arno Holmstrand. Los balazos del pecho estaban concentrados en unos pocos milímetros, indicio de que era un trabajo profesional. Habían retirado ya el cadáver, pero el detective era capaz de determinar la trayectoria gracias a los boquetes que habían quedado en el respaldo. El asesino medía en torno a uno setenta y había permanecido de pie en el umbral. La víctima estaba sentada enfrente del asaltante.
El detective Al Johnson contempló cómo se ponían a trabajar los de la unidad CSI. Un hombre con la soltura de quien había hecho eso más veces antes sujetó un par de pinzas finas con las manos enfundadas en guantes de látex y extrajo una bala de cada uno de los agujeros. Quizá fuera un calibre 38, pero no se consideraba lo bastante preparado como para asegurarlo. Aquel era el territorio de los expertos en balística. Para él estaba bastante claro que este asesinato se trataba de un trabajo profesional.