El Secretario esperó a que terminara de hablar el hombre antes de retomar la palabra.
—Caballeros, el objetivo supremo aún está a nuestro alcance —aseguró, e hizo una pausa para deleitarse con el silencio y la perplejidad de sus colegas. Jamás había sentido con tanta fuerza su poder—. El Custodio pasó los últimos momentos de su vida intentando mantener algo fuera de mi conocimiento, de nuestro conocimiento. No se trataba de exponer a los jugadores de nuestra pequeña historia. El objetivo de sus últimos momentos de vida fue realizar un último engaño, evitar que lográramos nuestro objetivo.
Acarició con los dedos el ejemplar de tapa dura que el Amigo le había traído. De pronto, una chuchería sin valor alguno había cobrado un valor enorme, se trataba de una copia en perfecto estado de la
Historia ilustrada de la Universidad de Oxford
, de John Prest.
Uno con todas las páginas intactas.
—Caballeros, al morir, a pesar de su valía, uno de nuestros adversarios cometió un error. El último truco le salió mal al Custodio. —Contempló intensamente los semblantes digitalizados de la pantalla—. El dominio de este país no es suficiente. La biblioteca aún puede ser nuestra. Caballeros, la carrera todavía no ha terminado.
Pulsó una tecla para cortar la comunicación y se volvió hacia el hombre de traje gris, que permanecía a su izquierda entre las sombras.
—Ha llegado la hora de que vayas a Oxford.
Minnesota, 3 p.m. CST
—No tienes ni idea de lo mucho que te lo agradezco —dijo Emily, mirando hacia el asiento de la conductora del espacioso Mazda.
Unas horas antes se había dejado caer con mucha vergüenza por el despacho de Aileen Merrin a fin de pedirle el favor de que la llevara al aeropuerto en su coche. El plan original de Emily había sido dejar el suyo en el aparcamiento del aeropuerto durante el tiempo que durase su corta visita a Chicago, pero el reciente cambio de planes la había obligado a alterar la previsión inicial. No sabía cuánto tiempo podía durar su viaje al Reino Unido.
—No te preocupes por eso —le contestó Aileen—. He terminado de dar clase por hoy y, con todo lo que ha ocurrido, la verdad es que me alegra ausentarme un buen rato del campus.
La profesora le sonrió, pero la emoción le tensaba las líneas situadas alrededor de sus ojos almendrados.
—¿Le conocías bien? —quiso saber Emily, consciente de que la noticia de la muerte de Holmstrand la había afectado más que a otros.
—En realidad, no más de lo que cabía esperar. Conocía su reputación, por supuesto, pero solo empecé a tener trato a raíz de que viniera a esta universidad. Era un hombre… —Merrin enmudeció mientras buscaba la palabra adecuada—. Espectacular. —Se quedó pensativa durante un rato y luego, con expresión dulce y bondadosa, miró de soslayo a Emily—. ¿Sabes?, tú y él no sois tan distintos.
A Emily no podría habérsele ocurrido una comparación menos probable.
—¿De qué modo? Él y yo somos de mundos diferentes. El grande y el pequeño. —Era capaz de mostrarse comedida en los círculos académicos, pero sabía bien qué lugar le correspondía si se hablaba del tema.
—Bueno, eres joven —replicó Aileen—, y él no lo es… No lo era. Ya había conseguido los mejores logros de su carrera. Al menos podemos congratularnos de eso.
Emily permaneció en silencio, concediendo a la veterana profesora un momento para controlar las emociones.
—Pero los dos compartís muchos enfoques e intereses comunes —continuó la anciana, intentando mantenerse erguida en el asiento del conductor y recobrar la compostura—. Recuerdo haber leído tu solicitud de acceso. Sentiste el gusanillo de la enseñanza muy pronto, como Arno. ¿Cuántos años tenías cuando diste la primera clase? ¿Diez? ¿Quince?
—Sí, llevo mucho tiempo en este camino —confirmó Emily. Ignoraba que Holmstrand tuviera un bagaje similar al suyo. Ella, por su parte, hasta donde era capaz de recordar, siempre había querido enseñar.
Los profesores de la escuela elemental plantaron esa semilla en su mente adolescente cuando era una colegiala en el rural estado de Ohio. Le gustaba la ciencia porque era la pasión de su profesor en tercero y el arte porque el de quinto le enseñó lo divertido que podía llegar a ser. Volviendo la vista atrás, nunca había llegado a discernir si le agradaban esos temas en sí mismos o si el entusiasmo de sus profesores había sido contagioso, pero, en todo caso, eso era lo que le había inoculado la pasión por la enseñanza.
—El interés de Arno se remontaba también a su infancia —observó la conductora—, y fue a por él como una bengala, igual que tú. El mundo era diferente en aquel entonces, por supuesto, pero los dos vais a por lo que os interesaba, cada uno a su manera. Y a los dos os gustan las buenas peleas.
—¿Peleas?
Aileen sonrió.
—Las batallas. Los conflictos. Los grandes momentos. La historia en acción.
Esa era una buena caracterización de los intereses de Emily. Al acudir a la universidad le descubrieron a los antiguos griegos y a los romanos, a egipcios y árabes, a asirios e hititas. Cuando se familiarizó con todos esos pueblos, descubrió lo que iba a convertirse en su verdadera pasión: los enfrentamientos entre ellos, sus guerras, esos momentos que hacían temblar la tierra cuando se producía un choque entre estos pueblos: los griegos batallando contra los romanos, los árabes conquistando a los egipcios, los asirios oprimiendo a los israelitas. Los aliados se convertían en enemigos, los adversarios hacían la guerra para luego convertirse otra vez en aliados. Había algo en el desafío y en la contienda que le iba bien a su forma de ser. Sobresalió en los deportes siendo adolescente y ascendió peldaños en el mundo académico, dominado por hombres, gracias a ese mismo espíritu de lucha.
—Y no pretendas que tu carrera no ha cobrado un valor a pesar de tu juventud —prosiguió Aileen—. Estudiaste en Oxford con una beca Rhodes
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y te doctoraste en Princeton.
—¿Recuerdas todo eso de mi entrevista de acceso hace dos años? —preguntó Emily.
—Algunas personas dejan huella —repuso la anciana con una sonrisa, y sus recuerdos se centraron otra vez en el viejo profesor—. Arno es el único miembro de la universidad a cuyas conferencias asistían tantos profesores como alumnos.
Emily asintió con gesto cómplice. Ella misma había acudido siempre que le había sido posible durante el primer año de Holmstrand en la universidad. Era uno de esos hombres incapaces de no recordar los viejos tiempos y cada una de sus conferencias acababa convertida en una singladura por el callejón de la memoria, un camino que muy pocos podían emular.
No obstante, no le había conocido bien a nivel personal y el grado de familiaridad entre Aileen y el profesor le provocaba una punzada de envidia. Emily conocía a Holmstrand sobre todo por su reputación y por la excentricidad de sus salidas, que en un veterano profesor de su talla uno podía perdonar, y admirar en secreto como hacía Emily. La pasión de Arno por los aforismos era célebre. Soltaba perlas de sabiduría tanto en las clases magistrales como en las charlas informales, ahondando a veces en elementos profundos y otras en manías y preferencias de viejo.
—La sabiduría no es circular, la ignorancia sí. El conocimiento descansa sobre lo que es viejo, pero sin dejar de apuntar a lo que es nuevo.
Esas habían sido las frases de apertura de su conferencia inaugural, y sus concisas diatribas contra la circularidad se habían convertido en una cantinela habitual en todas las conferencias a las que Emily había asistido. Arno había conservado un hábito que se había convertido ya en una seña de identidad: repetir tres veces las ideas clave de sus seminarios.
—No hubo edad dorada en Roma. Ninguna edad dorada. Nada de edad dorada.
Esos tríos salpicaban todos sus discursos. Ella había disfrutado en especial de un seminario de Holmstrand sobre los Papiros de Oxirrinco
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, donde le preguntaron sobre ese punto, y Arno replicó con vehemencia:
—La gente sabe qué quieres decir si repites algo tres veces. Una podría ser un accidente; dos, una coincidencia, pero si un hombre dice algo hasta por tres veces, eso es que lo dice a ciencia cierta.
«Hasta por tres veces». Esa forma arcaica de hablar le hizo sonreír entonces, cuando contestó, y también ahora, al recordar la escena.
—El pasado vive si es recordado. —Esa era otra de las perlas de Holmstrand—. La sabiduría tiene vida y poder siempre que se la salve de la fragilidad de la memoria humana.
Ese pensamiento había impactado tanto el idealismo académico de una neófita como ella que al año siguiente lo había escrito en la guía de estudios de sus asignaturas. Una gran mente no solo debe ser valorada, ha de ser utilizada.
Las remembranzas de Emily sobre Holmstrand culminaban con un encuentro centrado en la tecnología. Se le quedó grabado en la memoria ese recuerdo acaecido solo unos meses antes: estaba sentada en una cabina de la Laurence McKinley Gould Library del Carleton College; ella y Arno estaban realizando una búsqueda en el catálogo electrónico de la colección.
Un anciano de pelo blanco con gafas vestido con prendas de tweed sentado delante de una pantalla de ordenador es una imagen poco habitual en cualquier circunstancia, pero Arno ante un ordenador era algo completamente distinto. El viejo profesor parecía fuera de juego con la tecnología. Daba la impresión de que se quedaba muy frustrado cada vez que pulsaba una tecla, y eso que se conocía al dedillo todo el sistema. Aquel hombre era una curiosa paradoja también en ese extremo.
Fue uno de sus contados encuentros personales. Se había vuelto hacia Emily y había exclamado con vehemencia:
—Es sorprendente lo de estos catálogos. —Emily se quedó demasiado sorprendida por la espontaneidad de la conversación como para responder de forma adecuada y se limitó a asentir con la cabeza—. ¿Ha reparado usted en cuántas universidades de todo el mundo usan este mismo software periclitado? Una versión acá y otra acullá, pero el núcleo es el mismo. He usado este trasto en Oxford, Egipto y Minnesota. Ni una sola vez ha funcionado como Dios manda. Y en todas partes tenía el mismo sistema, Emily.
Recordaba haber sonreído con vergüenza, permitiéndose un único gesto coqueto. No obstante, la minúscula diatriba contra la tecnología evidenció que el profesor conocía su nombre. Un poquito de fama, solo una gota.
La única conversación privada entre ellos había discurrido de esa guisa, y eso les confería aún más misterio a las cartas de Holmstrand. De entre toda la gente posible, y en vísperas de su muerte, ¿por qué había contactado con ella? Si había descubierto el emplazamiento de la Biblioteca de Alejandría, uno de los mayores tesoros de la Antigüedad, ¿por qué había optado por compartirlo con una colega mucho más joven? ¿Y por qué se refería a la misma con tanta cautela en sus cartas?
Sus recuerdos terminaron cuando el vehículo cruzó un puente y sufrió una serie de sacudidas al pasar por encima de los remaches que lo unían a las orillas. «No puedo contarle a Aileen lo de las cartas», decidió. La profesora era íntima de Holmstrand, si este hubiera querido que estuviera al tanto, se lo habría dicho. Emily no se sentía cómoda con la idea de revelar una verdad silenciada.
Por último, Aileen abandonó sus recuerdos y miró a su pasajera por el rabillo del ojo.
—¿Vas a casa?
—¿Disculpa?
—Tu vuelo de esta noche… ¿Vuelves a casa a pasar las vacaciones con la familia?
—No exactamente —respondió la interpelada, no muy segura de qué contestar.
—Entonces, ¿vas a pasar un tiempo tranquila y a solas?
Emily sintió un nudo en el estómago y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta donde guardaba las cartas dobladas de Arno. Puede que viajara sola, pero, aun sin saber por qué, no tenía la sensación de que el futuro fuera a reservarle nada tranquilo.
Puerto Shipu, cerca de Ningbo (China).
Un fino cordel negro envolvía y sujetaba el sencillo envoltorio de papel marrón. Ese método sencillo de envolver paquetes en la zona hacía que aquel tuviera un aspecto como el de cualquier otro, salvo por el hecho de no llevar distintivo alguno. Ni dirección, ni nombre, ni remitente.
El Bibliotecario tomó el paquete de la bolsa y lo guardó en el herrumbroso armario metálico. La puerta de goznes se cerró con un crujido considerable. Él la empujó un poco a fin de asegurarla en su sitio. Volvió a poner en su lugar el sencillo candado igual de oxidado que había retirado hacía unos momentos y lo aseguró dándole unos golpes con el puño cerrado.
Aquel era el duodécimo depósito desde su nombramiento y el Bibliotecario lo hizo con auténtica devoción. Había seguido al pie de la letra el sistema de trabajo indicado por su mentor hacía un año. Se aseguraba de que estaba solo y nadie le seguía, y también recorría una ruta intrincada desde su casa hasta el lugar de lanzamiento. El paquete se presentaba exactamente conforme a las especificaciones, con su formato preciso. No hablaba con nadie de aquella tarea y conservaba su puesto de trabajo.
Respetaba las instrucciones de la carta y nunca se demoraba en el lugar del depósito. El viejo almacén pesquero estaba lejos, oculto entre los árboles que crecían a un lado del puerto. Se aseguró de que el armario estaba bien cerrado y se dirigió hacia la arboleda, donde tomó el camino de regreso a la ciudad.
Había alcanzado una noble meta otro mes más. El corazón del Bibliotecario se henchía de orgullo cada vez que participaba en un proyecto tan antiguo, cuyos detalles jamás llegaría a conocer en su totalidad.
En vuelo sobre el aeropuerto internacional
St. Paul (Minneapolis), 9.46 p.m. CST
«Usa esa mente historicista tuya, Emily». El consejo con que cerraba la última de sus misivas ponía la pelota en la cancha de Emily, a quien obligaba a realizar una investigación como es debido para descifrar las instrucciones. El maestro seguía siendo un docente de los pies a la cabeza incluso después de muerto y pedía a sus alumnos respuestas que exigían esfuerzo en vez de ponerse a criticarlos por haberse convertido en depósitos inmerecidos y no solicitados de saber.
«Y eso me parece muy sorprendente», pensó en su fuero interno. Emily profesaba admiración por los instintos de sus mejores profesores, pero le habría alegrado mucho disponer de la información necesaria sin necesidad de romperse la cabeza. Su entusiasmo era cada vez mayor y sobrellevaba muy mal la falta de detalles.