Había visto cosas así con anterioridad.
A primera hora de la mañana se habían llevado a la morgue el cadáver con un total de tres heridas de bala. La primera había sido la del costado derecho del anciano. Probablemente ese disparo se efectuó fuera de la estancia. Se acuclilló y estudió detenidamente el rastro de sangre que conducía a la sala. El forense sospechaba que la primera herida habría sido fatal por sí sola, pero la víctima había vivido lo suficiente como para cruzar la puerta arrastrándose y entrar en el despacho. ¿Para qué? Se incorporó para volver sobre los hipotéticos pasos de la víctima. Había un teléfono sobre el escritorio, pero no presentaba indicios de que lo hubieran tocado y nadie telefoneó a Emergencias hasta la mañana siguiente, cuando el conserje descubrió el cadáver.
Un segundo técnico espolvoreaba el marco de la puerta en busca de huellas y un tercero hacía lo mismo en la mesa del despacho. Dos polis de uniforme tomaban fotos del escenario del crimen y su compañero estaba en el vestíbulo interrogando a los del turno de noche. Por lo menos otras seis personas pululaban por la habitación. Al se maravilló, y no era la primera vez, de lo bulliciosa que podía llegar a ser la escena de un crimen. Era una de esas extrañas paradojas de su trabajo.
Al se acercó un poco al escritorio. Tenía el aspecto que cabía imaginar siendo la mesa de un viejo profesor: una lámpara de tono verde oscuro, un portaplumas de bronce, papel secante de color desvaído y un ordenador con aspecto de estar desfasado desde el día mismo de su fabricación. Una vieja bandeja de cuero contenía cartas antiguas, todas ellas abiertas cuidadosamente con un abrecartas de marfil, situado entre ellas.
Un abrecartas de marfil, una torre de marfil… Una muestra del estamento de la cultura.
En el centro de la mesa descansaba un volumen de tapa dura lleno de fotografías. Estaba abierto casi por el medio. El detective se acercó y recorrió con delicadeza la superficie de las páginas. Bajo el látex empolvado, los dedos callosos se detuvieron al tocar unos bordes inesperadamente rugosos. La cubierta escondía en el centro del tomo un pequeño resto de hojas rasgadas allí donde era obvio que habían arrancado unas páginas.
Atrajo su mirada el flas de un joven miembro de la unidad CSI cuando tomó una fotografía del libro y de la mano de Johnson.
Al se imaginó la escena: «Un hombre con tres tiros en el pecho se arrastra hasta el despacho para arrancar unas pocas páginas de un libro». Tenía poco sentido, pero, bueno, los asesinatos, por lo general, rara vez lo tenían.
Hizo otra foto, esta vez el objetivo apuntaba a sus pies. La mirada de Al reparó en la papelera, llena de papeles renegridos. De rodillas junto a ella había un joven trajeado que revolvía entre los restos carbonizados.
«Bonito traje —dijo para sus adentros, y de inmediato se encolerizó—. Un chico de la agencia…, justo lo que necesitamos».
No era muy devoto de los filmes hollywoodienses, pero la única cosa en la que tenían razón era en el alboroto que se levantaba cuando varios departamentos reclamaban la jurisdicción sobre el mismo caso. Y los detectives de las brigadas locales nunca llevaban trajes bonitos. Ignoraba de dónde había salido ese joven, pero fuera cual fuera la respuesta, iba a ser de lo más frustrante.
—¿Los profesores de Historia queman siempre sus papeles? —preguntó el desconocido sin levantar la vista.
—Dame eso, chico.
El hombre del traje soltó un respingo al oír la última palabra. Le había disgustado que le recordasen su juventud, era evidente. Se obligó a recobrar la compostura mientras se levantaba lentamente.
—No es gran cosa. Un puñado de páginas arrugadas. Yo diría que las quemó de una vez.
Al señaló con un ademán el libro abierto sobre el escritorio.
—Arrancaron de ahí algunas hojas. —Indicó los rebordes rasgados del álbum—. Fueron tres, a juzgar por el número de la página previa y la posterior.
—Son las que tenemos aquí —confirmó el hombre de menor edad, señalando las cuartillas chamuscadas de la papelera.
—No termino de entenderlo —comentó Johnson—. Dispararon al viejo en el vestíbulo y se las arregló para venir a su oficina, a su despacho. Tenía un teléfono delante de él, pero no descolgó el auricular. No llamó en busca de socorro. Había papel y bolígrafos por todas partes, y no hizo intento alguno de garabatear una nota. En vez de eso, abrió un libro con fotos, arrancó unas páginas y las quemó.
El joven no replicó. Cogió el tomo y lo examinó con una intensidad que iba mucho más allá de la frustración sentida por Al. Parecía… enfadado.
—Mira, hijo. No sé tu nombre. No te había visto antes por aquí. ¿Llevas mucho tiempo en las Gemelas? —inquirió Al. La mayoría de los detectives de las ciudades gemelas de Minneapolis y Saint Paul, el núcleo de las fuerzas de la ley y el orden en la zona meridional del estado, se conocían entre ellos, al menos de vista.
—No soy de aquí.
No contestó nada más y tampoco dio señales de querer proseguir con las cortesías y presentaciones profesionales. Le dio otra vuelta al libro y volvió a mirar las hojas renegridas de la papelera.
Al no estaba dispuesto a dejar correr el asunto.
—¿No eres de la policía local? ¿Qué eres?, ¿de la estatal?
«Este es un caso de la policía local. Malditos sean los de la policía estatal».
El hombre del traje ignoró la persistencia de Al y no respondió a sus preguntas, pero depositó el tomo sobre el escritorio. Se alisó el traje y se volvió hacia el detective con aire de eficiencia. Miró directamente a los ojos de Al por primera vez en toda la conversación.
—Lo siento. Ya tengo suficiente para hacer un informe. Ha sido un placer conocerle, detective.
—¿Un informe? —Aquel comentario displicente ya era demasiado. Un libro y cuatro papeles quemados eran relevantes, sin duda, pero ahí apenas había material para elaborar un informe. Johnson recorrió la estancia con la mirada, había restos de huellas, de manchas de sangre, de pisadas, etcétera. Un informe se hacía con todo eso. Y aquel petimetre parecía no prestarle ninguna atención a todo aquello. Únicamente había mostrado interés por el libro y las hojas quemadas. Como si no existiera el resto de la escena del crimen.
Ese comportamiento no era normal, ni siquiera para un policía estatal.
Se dio la vuelta hacia el agente desconocido con una réplica sarcástica preparada, pero descubrió que aquel tipo se había esfumado, dejándole solo.
Minnesota, 9.35 a.m. CST
«La cuestión que me preocupa es que si han atacado y asesinado a uno de nuestros colegas aquí, en el campus, ¿quién va a ser el siguiente?».
Todos los compañeros de Emily se habían ido a dar clase y ella se había quedado sola en la oficina, dándole vueltas a los vericuetos de la conversación que acababan de mantener. Las palabras de Emma Ericksen le resonaban en la cabeza. Los interrogantes irrefutables asociados a la muerte de Arno Holmstrand no eran lo único que le hacían sentir un incómodo pavor. También contribuía a ello la presencia de la misma muerte. Un colega había sido asesinado a pocos metros de su oficina. ¿El riesgo era mayor? ¿Corrían peligro todos ellos?
«¿Y yo?». Emily descartó la idea con la misma facilidad con que había venido. Hacer de aquello una situación personal era irracional y solo serviría para alimentar el miedo. Para no divagar, debía poner a trabajar la mente y encargarse de las pocas tareas pendientes antes de que pudiera abandonar el campus e irse a ver a Michael.
Bajó la mirada a la pila de correo que había retirado del buzón. En aquel momento era la fuente de distracción más inmediata para soslayar sus turbadores pensamientos. Propaganda, propaganda, propaganda. Emily se había granjeado una sólida de reputación de recoger tarde y mal su correo, pero he ahí la razón. En la mano tenía la correspondencia de casi dos semanas y la mayoría de lo recibido iba a acabar en la basura. La carta de una editorial sobre un libro que no pensaba leer jamás. Una circular para concienciarla sobre los derechos de los animales, exactamente igual que la recibida hacía una semana e idéntica a la que iba a recibir a la siguiente. Una nota donde le indicaban su nuevo código para la fotocopiadora del departamento, escrita por la secretaria con el mismo secretismo y solemnidad que si le estuviera dando los códigos del maletín nuclear del presidente. La vida de un académico podía ser atractiva, pero excitante, lo que se dice excitante, no era. Tiró la nota a la papelera junto con el resto de la propaganda.
Debajo de todo había un solitario sobre amarillo de papel texturizado muy caro. El nombre de Emily estaba escrito en el anverso con letra muy pulcra. No había franqueo ni remitente.
Atrajo su atención la elegante caligrafía de su nombre escrito con tinta marrón. Las letras trazadas con desenvoltura presentaban los inconfundibles trazos típicos de quien usa una pluma estilográfica. Le dio la vuelta al sobre y se quedó mirando el reverso en blanco. El sobre carecía de matasellos y de remite, luego lo habían echado personalmente en su buzón. Tal vez se trataba de la invitación a una fiesta o evento, aunque a juzgar por el aspecto del sobre sería un acto de mayor nivel social de lo que estaba acostumbrada.
Se las ingenió para introducir su dedo meñique bajo la solapa del sobre y lo abrió. Una única cuartilla plegada por la mitad cayó sobre su regazo.
Emily la desdobló.
Emily pensó que si la primera impresión deja huella, esa nota quería dar una imagen de lujo. El suave papel de color crema era de primera calidad y su precio elevado saltaba a la vista, y si no le fallaba el olfato, olía un poco a madera de cedro.
Se le formó un nudo en el estómago al ver la parte superior de la hoja, donde un elegante membrete dorado decía:
DESPACHO DEL PROFESOR ARNO HOLMSTRAND, LICENCIADO EN FILOSOFÍA Y LETRAS, DOCTOR EN FILOSOFÍA, OFICIAL DE LA ORDEN DEL IMPERIO BRITÁNICO
Arno Holmstrand, el profesor asesinado esa misma noche. El gran profesor.
El difunto profesor.
El texto de debajo captó toda su atención.
«Querida Emily —empezaba la nota, escrita con la misma caligrafía elegante y la misma tinta marrón que el sobre—. Seguramente mi muerte ha precedido a esta carta».
Querida Emily:
Seguramente mi muerte ha precedido a esta carta, que escribo con pleno conocimiento de lo que va a suceder y la certeza todavía mayor de que vas a desempeñar un papel más importante en lo que viene a continuación.
Hay algo que debo dejar que descubras, Emily, algo que ha ensombrecido todos mis restantes trabajos y los ha reducido al polvo de la insignificancia.
Conozco la ubicación de una biblioteca. LA BIBLIOTECA. Una levantada por un rey que te resultará muy familiar gracias a tus investigaciones, Emily: la Biblioteca de Alejandría.
Existe, y también la Sociedad que la acompaña. Nunca estuvo perdida.
Hay en juego mucho más que una simple curiosidad arqueológica. Me habrán matado por ello cuando tú recibas esta misiva.
Este conocimiento no puede perderse, Emily. Ahora tu ayuda es necesaria. Hay un número de teléfono impreso en el reverso de esta carta. Termina de leer y márcalo. Te prometo que todo se aclarará enseguida.
Tú y yo no nos conocíamos demasiado bien, y lo lamento, pero debes estar segura de que te escribo con sinceridad y premura.
Con respeto,
Arno
Nueva York, 10.35 a.m. EST (9.35 a.m. CST).
El Secretario descolgó el auricular antes de que hubiera terminado de sonar el primer timbrazo.
—¿Sí…?
—Está hecho, tal y como usted indicó —informó la voz al otro lado del teléfono con un tono glacial y seco.
—¿Ha muerto el Custodio?
—Esta noche. Lo vi con mis propios ojos. La policía le ha encontrado esta mañana.
El Secretario se reclinó sobre el asiento mientras le invadía una oleada de satisfacción y poder. Habían consumado un noble objetivo y garantizado el futuro del proyecto. Pocos hombres a lo largo de la historia habían intentado lo que ahora se proponían ellos. Y menos aún habían logrado sus objetivos. Pero iban a tener éxito, y nadie iba a poder interponerse en su camino, tal y como demostraba el avance de la semana pasada. El hombre se pasó los dedos por sus cabellos rubios.
—Nos esperaba —dijo el interlocutor.
Eso era previsible. El fin del Ayudante la semana anterior había sido un asunto público. Había sido imposible evitarlo. No es posible disparar a un agente de patentes en Washington sin que lo aireen los medios de comunicación, pero, aun así, el objetivo del Consejo no había sido ocultar la eliminación. Tales crímenes serían calificados de asesinatos por la mayoría, pero quienes eran blancos elegidos los consideraban mensajes. Avisos.
—Eso es irrelevante —respondió el Secretario—, siempre que hagas tu trabajo. Aparte de la fuente, de quien vas a encargarte en breve, era el último hombre con acceso a la lista.
La filtración de la misma había sido un error inexcusable. Algo tan sencillo como una lista de nombres ponía en riesgo todo lo que habían conseguido reunir. La lista incluía nombres que nadie debía conocer. Todo el plan descansaba sobre la base del secreto, del anonimato, pero, sin saber muy bien cómo, la relación de nombres se había visto comprometida. La única reacción posible había sido la eliminación de quienes la habían visto. El Custodio y su Ayudante eran hombres cuyas vidas tenían un valor innegable para él, pero los riesgos eran mucho mayores.
El Secretario se había quedado tan absorto en sus pensamientos que en un primer momento ni siquiera notó el silencio al otro lado de la línea. Sin embargo, de inmediato se encendió una alarma interior, olvidó sus cavilaciones y se inclinó hacia delante.
—¿Qué pasa? ¿Qué sucede?
—El hecho de que nos esperara… podría ser más relevante de lo que piensa.
El Secretario se estremeció. No le gustaban ni un ápice las sorpresas. Se inclinó hacia delante un poco más y apretó el auricular contra la mejilla.
—Cuéntame.
—Llegó a su oficina antes de que pudiera acabar con él. Tuve la impresión de que algo no andaba del todo bien, pero no pude entretenerme. Mi sospecha se confirmó esta mañana cuando regresé para retomar el asunto.
—Sigue —ordenó el Secretario, con calma estudiada. Contaba con décadas de experiencia a la hora de recibir malas noticias. Sabía lo importante que era mantener la compostura en el momento de la dificultad. Cuanto más sabía conservar la calma, más feroz y temible era un buen líder.