—No gran cosa. —Wess escuchó cómo desdoblaba una hoja al otro lado de la línea antes de que él empezara a leerle la carta—: «Querido Michael: Emily te llamará hoy por la mañana. Espera junto al teléfono. Cuando lo haga, abre el segundo sobre y léele el contenido».
—¿Un segundo sobre…? —La confusión provocada por los sucesos de la mañana no dejaba de ir a más.
—Dentro del primer sobre había otro junto con esa breve nota. Tiene tu nombre escrito en él —le confirmó él—. ¿Por qué te ha escrito? ¿Por qué a través de mí? ¿Cómo es que ahora formamos parte de su vida?
—No tengo ni idea, Mike. Aún intento averiguarlo. —Emily hizo una pausa—. Oye, ese segundo sobre…, ¿lo has abierto? —quiso saber, apoyándose por completo en el borde de su mesa.
—¡Por supuesto que sí! ¿Pensabas que iba a quedarme de brazos cruzados esperando? —contestó él. La joven no pudo reprimir una pequeña sonrisa a pesar de la tensión del momento. Lo insólito de aquellos acontecimientos no había privado a Michael de su habitual vehemencia.
—¿Y…?
—Pues que a lo mejor no vienes a Chicago. —Permaneció en silencio adrede, con intención de darle a sus palabras intensidad emocional—. Dentro ha mandado la copia impresa de un billete reservado por Internet. Holmstrand te ha reservado pasaje para un vuelo a Londres. Esta noche.
Wess se quedó anonadada.
—¿Londres?
La arrolladora agudeza mental de Michael se disparó, sin hacerse cargo de la confusión de su prometida.
—¿Cuál es el número de fax de tu oficina, Em?
La interpelada bizqueó un par de veces en un intento de volver a la realidad y recitó de un tirón el número de fax del departamento.
—¿Para qué lo quieres?
—En el sobre pequeño había dos cuartillas además del billete. Tengo roto el escáner, así que no puedo enviarte una imagen por mail, y vas a querer ver qué es lo que te ha dejado Holmstrand, de eso no me cabe duda.
10.02 a.m. CST
Diez minutos después, Emily aguardaba en pie junto al fax del Departamento de Religión, a unas pocas puertas de la de su despacho. Todavía no había oído sonar la línea reservada al fax, así que merodeaba por las inmediaciones a la espera de que cobrara vida y entregase copia de las dos páginas que Michael había prometido enviarle cuanto antes.
Dos compañeros de departamento estaban sentados ante una mesa de trabajo y conversaban sobre Arno Holmstrand, como cabía suponer.
—No, son tres —corrigió Bill Preslin, uno de los especialistas en hebreo de la facultad—. No te olvides de Arabia Saudí.
—¿De veras? No tenía la menor idea. —El otro conversador era David Welsh, el especialista en religiones sudamericanas del departamento.
Emily se dirigió a la mesa y tomó asiento. Podía vigilar el fax desde esa posición.
—¿Os importa si me uno a la conversación? —preguntó—. Estáis hablando de Arno, supongo. Todavía no me lo creo.
—Tampoco nosotros —respondió Preslin al tiempo que la invitaba con un asentimiento de cabeza—. Aunque los acontecimientos dramáticos eran algo habitual en la vida de Holmstrand. No conozco a otro académico que figure en las listas de vigilancia de tres países por terrorismo. Estados Unidos, Inglaterra y Arabia Saudí le consideraban… «persona de interés».
—El Departamento de Seguridad Nacional le dio un toque al decano cuando Holmstrand vino aquí. Querían saber si estábamos al corriente de sus «interesantes antecedentes». —agregó Welsh.
—Y les dijimos que sí —continuó Preslin, que había pasado dos trimestres en la sección burocrática de la facultad antes de adoptar otra vez un perfil docente—, aunque también añadimos que ese mismo hombre había recibido la ciudadanía honoraria en cinco países, la reina de Inglaterra le había nombrado oficial de la Orden del Imperio Británico y era doctor honoris causa por siete universidades diferentes.
La incorporación de Holmstrand a la facultad había generado una inmensa publicidad y Emily se sabía de carrerilla las siete. Los títulos alineados en su despacho provenían de Stanford, Notre Dame, Cambridge, Oxford, Edimburgo, la Sorbona y la Universidad de Egipto. Y esos eran solo los que Holmstrand mencionaba. Debía de haber una auténtica retahíla de diplomas.
—Dio la impresión de que eso no contaba a juicio del Gobierno —prosiguió Preslin—. No importaba cuántas veces les dijéramos que su trabajo en Oriente Medio era únicamente arqueológico. Siempre evitaban ese punto. Sacabas la conclusión de que en el lenguaje del Gobierno «yacimiento arqueológico» eran unas palabras en clave para referirse a «campamento terrorista».
—Oye, a lo mejor es cierto —saltó Welsh. La nota de humor negro hizo reír a ambos hombres.
—¿Cómo conseguisteis que viniera a este campus? —quiso saber Emily, interrumpiendo la frivolidad. Le sorprendía un tanto que se tomaran las noticias tan a la ligera, a pesar de que usaran un tono amistoso.
—No lo hicimos. Quizá seamos un organismo puntero, pero Holmstrand jugaba en otra liga muy superior. Vino porque quiso venir. Todo fue a propuesta suya. Dijo que deseaba tener algo de calma y de paz después de todas sus aventuras, quería volver a sus raíces y vivir en una ciudad pequeña. Se ofreció incluso a aceptar el salario más bajo. Obviamente, no venía aquí por dinero.
—No, eso me había parecido —repuso Emily, que se permitió unos segundos en silencio para escuchar el fax. No conseguía olvidar la carta de Arno—. ¿Sabéis si Holmstrand trabajó alguna vez con algo relacionado con la Biblioteca de Alejandría? —acabó por preguntar, incapaz de contener su apremiante curiosidad.
Sus dos colegas se habían quedado muy sorprendidos a juzgar por el modo en que la miraban. No habían esperado que la conversación fuera por esos derroteros.
—¿A qué te refieres? ¿A la antigua? ¿A la que se perdió?
—No estoy segura. Le interesaba mucho todo lo egipcio, me consta, pero ¿hizo alguna investigación en particular sobre la Biblioteca de Alejandría? ¿La estudió? ¿Escribió algo al respecto?
Preslin se frotó el mentón.
—No que yo sepa —replicó—, pero publicó más de treinta libros, así que… ¿quién sabe? A lo mejor sí.
Mientras hablaba el profesor, el fax se puso a funcionar en medio de una abrupta colección de zumbidos y clics. Emily se levantó y se alejó de la mesita donde había estado sentada.
—Algo sí que sé: él descubría cosas allí donde iba —apuntó Welsh—. Y como tú dices, pasó mucho tiempo en Egipto. Así que, si estás interesada en echar un vistazo, tal vez haya alguna conexión. Pero fueran cuales fueran sus intereses, ya se han acabado.
No era precisamente un as del humor, pero sí bastante preciso.
Una hoja asomó en la bandeja del fax al cabo de unos momentos. Cuando la máquina retiró un segundo folio del alimentador de papel, Emily cogió el primero del rodillo y se lo puso a la altura de los ojos.
El contenido podía leerse con claridad a pesar de la baja calidad de la impresión y de que el fondo de la hoja era agrisado, probablemente el modo en que el blanco y negro del fax interpretaba el fondo dorado del papel original.
Se le tensó el cuerpo cuando empezó a leer.
Querida Emily:
Has llegado hasta aquí, pero debes ir aún más lejos. Todo cuanto te escribí antes, todo lo que te dije, lo escribí completamente en serio. La biblioteca existe, y también la Sociedad encargada de su guarda y protección, ninguna de las dos se perdió, pero mi muerte amenaza su existencia. Que mi fin te sirva de aviso: otros codician lo que yo he tenido y tú debes encontrar, y están dispuestos a cualquier cosa.
Hay poco tiempo. Mi asesinato marca el comienzo del viaje que debes emprender. Hay un billete de avión en este sobre. Debes ir a Londres ahora mismo, y sola. No puedo consignar por escrito lo que debes hallar. A pesar de todos mis esfuerzos, no puedo estar seguro de que vayas a localizar la información antes que ellos. Usa esa mente historicista tuya, Emily, estoy convencido de que lograrás reunir todas las piezas.
Debes hacerlo. Hay en juego más de lo probablemente sepas. Tienes que encontrar nuestra biblioteca.
Dios te guarde, Emily.
Con respeto,
Arno
Emily estaba tan tensa que estuvo a punto de rasgar la hoja cuando la sostuvo entre los dedos.
Recogió la segunda hoja en cuanto salió. La extraña amalgama de materiales allí recogida la dejó perpleja. A una única línea de texto le seguía un emblema desconocido y debajo del mismo había un listado de tres frases sin relación aparente entre sí.
Dos para Oxford y otro para luego
Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos
Para orar, entre dos reinas
Quince, si es por la mañana
Emily contempló el contenido críptico de la cuartilla, que tenía todo el aspecto de ser… una colección de pistas.
La perplejidad provocada por aquellas extrañas páginas se vio rota cuando oyó acercarse a Welsh. Se había percatado de la intensidad de la mirada de Emily en el momento de recoger los papeles del fax y había decidido acercarse a ver qué atraía su atención de forma tan absoluta. Estrechó los documentos contra el pecho cuando se percató de la proximidad de Welsh.
—¿A qué se debe ese repentino interés? ¿Qué tienes ahí? ¿Va todo bien?
—No es nada —replicó Emily—. No sé.
El último comentario era completamente cierto, cuando menos. El pulso se le seguía acelerando y de pronto se sintió muy incómoda en la compañía de sus compañeros. ¿Habrían visto algo de todo eso? No sabía la razón, pero deseaba con desesperación estar a solas.
—Lo siento, tengo que irme.
No esperó respuesta alguna y, sin establecer contacto visual con sus colegas, dobló las páginas que tenía en la mano y se marchó de la oficina, cerrando al salir de un portazo.
Extrarradio de El Cairo (Egipto).
El paquete de libros estaba envuelto, como de costumbre, en un sencillo papel sin marcas.
Mantuvo el libro debajo de sus ropas mientras bajaba los escalones. Debajo, el pasillo estaba oscuro, pero él se lo conocía al dedillo. El intercambio se había realizado durante años del mismo modo: siempre en silencio, siempre en penumbra.
Anduvo en silencio sobre el viejo suelo de piedra cubierto por una capa desigual de polvo y tierra. En su descenso, el pasillo dobló de súbito hacia la izquierda. Se apoyó con un brazo en la pared a fin de asegurar el equilibrio, pues las piernas habían perdido la agilidad de la juventud, que era cuando había hecho ese trayecto por vez primera. Se movió con sumo cuidado cuando llegó al final del corredor, cuyas paredes eran muros de siglos desconocidos.
Para orientarse en la negrura, acarició la rugosa fachada hasta localizar un lugar conocido: dos bloques de caliza se unían en un ángulo tosco, lo cual creaba el espacio vacío de una pequeña fisura. Sacó el paquete de entre los pliegues de la tela y lo deslizó con delicadeza dentro del nicho, empujándolo hacia atrás todo cuanto permitía el reducido espacio.
El rasguño del papel al rozarse con la piedra levantó un eco en el silencio de aquel lugar.
Se dio la vuelta una vez completada la entrega y volvió sobre sus pasos, esta vez andando cuesta arriba. La recopilación y la compilación del mes habían ido bien, todo se había llevado según el viejo ciclo vigente desde hacía miles de años, aunque en él estuviera firmemente grabado el distintivo más consistente de la historia, el cambio.
Aquella rutina era motivo de asombro permanente incluso después de tantos años. Se trataba de un acto sencillo y discreto, y aun así, detrás de él, conservándolo, se hallaba una estructura oculta que no lograba comprender y jamás llegaría a conocer.
Tras doblar el último recodo y acuclillarse para cruzar la baja entrada de piedra, el Bibliotecario salió a la luz deslumbrante del sol egipcio. En su mente, las viejas preguntas ardían con la misma intensidad.
Washington DC, 11.30 a.m. EST (10.30 a.m. CST).
Jason vio salir del edificio de oficinas Eisenhower al sujeto con un carísimo maletín. Sus andares de largas zancadas exudaban confianza. Con su ridículo traje de raya diplomática y un cabello demasiado repeinado, encajaba a la perfección con la persona representada en la fotografía que tenía en la mano. «Un tipo con una elevada opinión de sí mismo», pensó Jason para sus adentros. Ese simple hecho explicaba que fuera a disfrutar de lo que se avecinaba, dejando a un lado la justicia de la causa y la necesidad del acto. Hacía solo media hora que había llegado desde el medio oeste con escala en Nueva York, pero no le importaba el previsible retraso. Un advenedizo arrogante como ese se merecía lo que iba a hacerle.
Cuando el joven dobló la esquina a la altura de West Executive Avenue, Jason se levantó del banco del parque, se metió la foto en un bolsillo y se guardó el periódico doblado debajo del hombro. Anduvo con aire despreocupado detrás de su objetivo a lo largo de dos manzanas. Entonces, Forrester cruzó H Street y dobló por I Street, tal y como Jason sabía que iba a hacer.
La vigilancia de Mitch Forrester se había prolongado durante meses. Otro amigo, Cole, había sido asignado al vicepresidente y él había sabido situarse en el ambiente profesional de ambos hombres. Forrester repetía sus hábitos al final de la jornada de trabajo con la precisión de un mecanismo de relojería. No tenía coche y en vez de tomar el metro o el autobús prefería recorrer a pie las catorce manzanas que separaban la oficina de su apartamento. Jason supuso que aquello era también un acto de vanidad destinado a mantenerse en forma y dejarse ver por el mayor número posible de personas.